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2015. Disolución de la II República en el exilio

El embajador de la República en el exilio, Manuel Fernández Feduchy, a la derecha, entrega la sede diplomática al encargado de 
negocios de España en 1977. EFE


Desde 1939 a 1977 las instituciones republicanas en el exterior siguieron representando al Estado emanado de la Constitución española de 1931 tras la victoria de los sublevados en la guerra española. La República española en el exilio nunca fue reconocida por la comunidad internacional.

Tras las elecciones del 15 de junio de 1977, José Maldonado, el último presidente de la República en el exilio, y Fernando Valera Aparicio, el último presidente del Consejo de Ministros, emiten una Declaración del Gobierno de la República española en el exilio, en la que reafirman la legalidad emanada de la Constitución de 1931 y la validez de los procesos electorales de 1931, 1933 y 1936. 

El gobierno republicano en el exilio se disuelve oficialmente sin reconocer expresamente a la monarquía instaurada en 1975 pero aceptando la validez de las elecciones de 1977 y la democracia surgida de ellas.


DECLARACIÓN DE LA PRESIDENCIA Y DEL GOBIERNO DE LA REPÚBLICA ESPAÑOLA EN EXILIO

Las Cortes de la República Española restablecieron su funcionamiento en el exilio con el asentimiento de los grupos políticos que las componían, cuyos miembros habían logrado salir del territorio nacional huyendo de la cruenta represión de la dictadura. Tal decisión se adoptó al amparo de preceptos constitucionales votados y ratificados por los españoles en sucesivas y ejemplares consultas electorales en 1931, 1933 y 1936.

Ese es el legítimo origen de los gobiernos de la República que se han venido sucediendo desde entonces, con el esencial designio de devolverle al pueblo el libre ejercicio de los derechos cívicos, propiciando así el establecimiento en nuestro país de un régimen auténtico de convivencia.

Consecuentes con ese propósito, las Instituciones de la República Española en el exilio realizaron, por todos los medios a su alcance y con diversa fortuna, una acción ininterrumpida que no había de cesar mientras a los españoles no se nos brindara la ocasión de hacer surgir una nueva legalidad democrática.

Hoy se proclama el resultado oficial de las elecciones generales que se han celebrado el día 15 de este mes en nuestro país. Numerosas son las taras de esa consulta electoral, que no ha de pasar a la historia como arquetipo de pureza, tanto por lo que se refiere al contenido de la ley que la ha regulado como por el modo con el que se llevó a cabo la consulta.

Por lo que toca a la ley, elaborada por los mismos neodemócratas que presidieron los comicios, baste señalar la injusticia que denota la enorme desproporción que existe entre el número de los votos obtenidos por las formaciones que son en rigor democráticas, las de izquierda, y el número de escaños, que, con arreglo a esa Ley, se les atribuyen.

Y, por lo que concierne a las modalidades de la contienda, no podemos dejar de denunciar, en primer término, la incalificable discriminación de la que fueron víctimas algunos partidos, al verse impedidos de participar en ella. Figura entre estos precisamente el que es republicano de manera específica, partido de indiscutible ejecutoria democrática y heredero espiritual y continuador de la obra de aquellos hombres insignes -venerables y venerados- que rigieron los destinos de España durante las dos primeras Repúblicas. Habrá que añadir a este respecto las múltiples coacciones de que han sido víctimas por parte del poder y de sus organismos subalternos las fuerzas de la democracia.

Todas esas argucias, sin embargo, no han podido impedir el triunfo de las organizaciones progresistas, tanto en el área nacional como en las de las nacionalidades vasca y catalana dentro de sus respectivos territorios, triunfo de las fuerzas más afines, que nosotros celebramos como propio.

Finalmente, la numerosa participación electoral, claro exponente del elevado civismo de nuestros compatriotas –que es además un categórico mentis para quienes les tuvieron sojuzgados alegando la inexistencia de ese sentimiento- y unido a aquella el general consenso con el que se acepta en el país el resultado de la confrontación, nos mueven, a pesar de sus anomalías, a aceptar ese resultado.

Las Instituciones de la República en el exilio ponen así término a la misión histórica que se habían impuesto. Y quienes las han mantenido hasta hoy, se sienten satisfechos porque tienen la convicción de haber cumplido con su deber.

Ahora parece claro que va a iniciarse una nueva etapa histórica. En ella no hemos de estar ausentes individualmente, dispuestos a seguir defendiendo nuestros ideales, persuadidos además de que el pleno desarrollo político y económico de nuestro país y con ellos la paz y la convivencia entre los españoles solo serán realizables con la República.


José Maldonado
Fernando Valera
París, 21 de junio de 1977









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