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2014. Recuerdos de Joaquín Maurín - VI. En la prisión de Jaca (Último)


Exteriormente, la prisión de Jaca da la impresión de un edificio cualquiera. Está situada en la calle de Ramón y Cajal, cerca de la administración de Correos, en el centro de la ciudad. Debió de ser eso: un edificio cualquiera, que fue transformado en prisión. El edificio está pegado a una torre, en la que se encuentra el reloj que oficialmente marca el tiempo a la ciudad. Para subir a la torre a dar cuerda al reloj hay que entrar en la prisión.

En tiempos de paz, la prisión de Jaca albergaba, cuando más, a media docena de presos comunes. Había dos departamentos en el segundo piso: uno para los hombres y otro, más pequeño, para las mujeres. En el mismo piso estaba también la capilla.

En el primer piso había tres habitaciones, dos de las cuales y una cocina formaban la residencia del jefe de la prisión. La tercera, era la oficina.

En el patio había un lavadero y un fogón.

La plantilla de la prisión la formaban Federico Ramos, catalán, que era el jefe; Ricardo Campo, aragonés, y José López Valdivieso, castellano. El jefe, don Federico, era un hombre de aspecto huraño; don Ricardo daba la impresión de hombre frustrado; don José, jovial, atento, inspiraba confianza.

La normalidad de la prisión se alteró totalmente a partir del 18 o el 20 de julio. Donde antes había media docena de presos, ahora se amontonaban doscientos, quizá trescientos. Primeramente, se utilizaron las habitaciones del jefe en el primer piso, y la capilla, en el segundo. Pero ese espacio no era suficiente. Hubo que habilitar los rellanos de la torre del reloj y el palomar, situado en lo más alto de la torre. Las palomas se desbandaron.

Para "proteger" la prisión y ayudar al jefe y a los dos oficiales, la autoridad militar encargó de este servicio al cuerpo de Carabineros.

Yo entré en la prisión el 8 de septiembre hacia la una de la tarde. Conmigo iba otro detenido, joven, campesino.

Fuimos conducidos a la oficina. Sentado a la mesa, se encontraba un joven carabinero de aspecto simpático. Miró los papeles oficiales que la Comandancia Militar había entregado a la pareja de la Guardia Civil que nos condujo, y preguntó:

- ¿Son ustedes parientes?

- No.

- Como los dos se llaman Ferrer de apellido -dijo el carabinero mientras tomaba la filiación.

Terminada la inscripción, el carabinero me condujo a la capilla. Era una habitación cuadrada, que tendría unos cinco metros de lado. Los presos estaban sentados sobre sus petates enrollados contra la pared. Saludé con una inclinación de cabeza y un "¡Buenas tardes!". Había gente de todas las edades: jóvenes y viejos, aunque predominando los hombres de edad madura. Daban la impresión de pertenecer a la clase media.

La capilla, en cierto modo, era el departamento de los presos "distinguidos".

A media tarde, hizo su aparición el oficial Ricardo Campo, y preguntó:

- ¿Joaquín Julió Ferrer?

- Presente.

- Tome sus cosas -no tenía más que una maletita- para pasar a otro departamento.

Y me condujo al departamento general, en el mismo piso, separado del pasillo por una doble cancela. La primera impresión fue la de un latigazo de vaho irrespirable. Había allí amontonadas un centenar de personas. Sólo un par de ventanas servían de respiradero. En un rincón estaba el W. C.

Aunque sólo era media tarde, la atmósfera era densa, opaca: las personas parecían sombras.

Miré si había un pequeño espacio libre: todo estaba ocupado.

La primera reacción de los presos, al entrar un desconocido, oscilaba entre el deseo de ayudar y la desconfianza.

Algunos presos me hicieron preguntas, siempre muy discretas, y yo procuré contestar en la misma forma. Yo me llamaba Joaquín Julió Ferrer, y había sido detenido en el balneario de Panticosa. 

- Yo también me llamo de apellido Ferrer -dijo un muchacho de unos dieciséis años.

- ¡A lo mejor somos parientes! - comenté, con una sonrisa.

El era un "afortunado": tenía petate en uno de los ángulos de la nave y me ofreció la mitad de su yaciga. Yo era el hombre de la suerte...

La prisión albergaba a unas trescientas personas.

En el departamento de mujeres, un cuchitril alargado, con dos pequeños ventanillos, había unas treinta presas.

Hombres y mujeres estaban hacinados. Y cada día había nuevos ingresos.

Se tenía una idea aproximada de la población penal - frase oficial- a la hora del paseo. Los hombres salían al patio un par de horas por la mañana y otras dos por la tarde. Las mujeres sólo una vez, dos horas, al comienzo de la tarde.

Cuando llegaba la hora del paseo, la escalerilla de la torre empezaba a chorrear gente, que con los presos del departamento general y los de la capilla, llenaba completamente el patio.

La mayor parte eran campesinos y obreros. Luego venía la clase media: comerciantes, secretarios de ayuntamiento, maestros, médicos, empleados. Todos, fabricados de la mejor madera de que se puede hacer al hombre.

Desde niño, yo he sentido una sincera devoción por la gente que trabaja.

Pero sólo viviendo con el pueblo trabajador en la cárcel durante largos años pude darme cuenta exacta de su nobleza, de su dignidad y de su heroísmo.

La prisión de Jaca fue mi mejor observatorio.

Políticamente, los presos de Jaca eran republicanos, socialistas y cenetistas. Todos eran de Jaca o de los pueblos vecinos y estaban identificados. El único forastero era yo, Joaquín Julió Ferrer.

Durante los primeros días, cuando salíamos al patio, observé que al balcón de la oficina se asomaban personas que me miraban insistentemente: el jefe, don Federico; el médico forense encargado de la asistencia a los reclusos y un fraile capuchino, "confesor" de los presos, llamado Padre Hermenegildo de Fustiñana.

Creía imposible que mi incógnito pudiera mantenerse indefinidamente, ¿No habría entre los presos quien me conociera personalmente, o por haber visto mi fotografía en la prensa?

En septiembre de 1936 se estaba en los comienzos de la guerra civil. Se habían declarado por la República las cuatro ciudades más importantes: Madrid, Barcelona, Bilbao y Valencia, y todos estábamos persuadidos de que la República acabaría por triunfar. Y esa fe nos animaba.

Había habido fusilamientos en agosto. Pero hacía unas semanas que reinaba la calma.

Los presos no podían recibir visitas ni correspondencia de sus familiares. Incomunicación rigurosa. Sin embargo, había una infiltración permanente de noticias acerca de la marcha de la guerra. El funcionario del Ayuntamiento que subía todos los días a la torre a dar cuerda al reloj municipal resumía a los presos, localizados en los rellanos de la torre, la marcha de los acontecimientos. Los presos que ingresaban eran otra fuente de información.

A veces, la información de los recién llegados era divertida en medio de su dramatismo.

Un joven de Sabiñánigo contó que los militares convocaron a todos los que estuviesen en edad militar y los hicieron formar. El comandante que pasaba revista se detuvo delante de un campesino, y, después de mirarlo de arriba abajo y de abajo arriba, le preguntó ásperamente:

- ¿Cómo se llama usted?

- ¡No, señor, soy inocente!, balbuceó.

La contestación daba una idea del ambiente de terror reinante. Un grupo de Biescas se dirigía a Jaca, por la noche, y fue parado en un puesto de vigilancia:

- ¡Alto! ¿Quién vive?

- ¡España!

- ¿Qué gente?

- Nosotros no somos gente: somos los pelaires de Biescas...

En las pequeñas prisiones, como la de Jaca, los presos tenían una consignación oficial de 1 peseta y 50 céntimos diarios para su alimentación.

Si había 300 presos, la suma diaria ascendía a 450 pesetas, y con ese dinero, administrado por los presos, se podía comer para vivir.

Pero, al cabo de algún tiempo, la Dirección General de Prisiones encontró que 1,50 pesetas era demasiado dinero, y rebajó la consignación a 1,15.

Como, además, las subsistencias encarecían, la ración alimenticia disminuyó progresivamente.

Una buena parte de los presos recibían comida de sus familias. Y los que tenían dinero podían hacer compras en el exterior. Cosme, el recadero, a quien, por ser de muy reducida estatura llamaban Cosmito, servía de intermediario y hacía los recados a la perfección. Cosmito recibía propinas y era muy honrado.

Yo no tenía dinero. Lo poco que me quedaba había sido retenido en la Comandancia Militar con mis papeles. Comía el rancho, y, cuando me tocaba el turno, pelaba patatas.

Me lavaba la ropa interior, sin jabón, en el lavadero del patio.

Hubo nuevos ingresos, y en el patio vi que un preso, de mi edad, me miraba con gran insistencia. Lo miré yo a él y le reconocí. Habíamos sido soldados juntos, en 1919, en un regimiento de Ingenieros, en el cuartel de la Montaña, primero, y en El Pardo, después. Se llamaba Vicente Constante; albañil de oficio. Era socialista. Muy formal.

Desde 1919 habían transcurrido 17 años. El había cambiado, y yo también, pero no tanto como para no reconocernos. Se cruzó entre los dos una mirada de inteligencia: yo me alejé de los demás, poniéndome de espaldas contra la pared; él hizo lo mismo muy discretamente, poniéndose a mi lado, y en voz baja, y mirando distraídamente, nos comunicamos:

- Vicente, me has reconocido.

- Naturalmente. ¿Qué puedo hacer por ti?

- ¿Puedes prestarme cinco pesetas para comprar jabón? 

- Puedo darte más - dijo.

- No, muchas gracias. Vicente, conviene que no me hayas reconocido. ¿Comprendes?

- Descuida.

No volvimos a hablarnos.

Desde entonces en adelante pude lavarme la ropa con jabón.

A fines de septiembre o comienzos de octubre, recomenzaron los fusilamientos.

Generalmente, la operación tenía lugar dos veces por semana, a razón de un promedio de diez o doce por tanda.

Poco antes del amanecer, se oía el roncar de un motor delante de la prisión.

Todo el mundo estaba despierto, aguzando el oído. No se movía nadie.

Poco después resonaban pasos fuertes en los peldaños de la escalera que conducía al primer piso.

Transcurrían unos minutos de profundo silencio.

Luego, el oficial de guardia abría la puerta de la capilla o la cancela de la nave principal o se asomaba a la escalerilla de la torre y voceaba los nombres de los elegidos:

- ¡Fulano de Tal!

- ¡Fulano de Cual!...

Todos estábamos preparados para la eventualidad.

En menos de diez minutos, los escogidos estaban listos para partir.

No presencié nunca un caso de flaqueza o debilidad. Mozos y viejos se comportaban como héroes. Y lo eran.

De vez en cuando había una exclamación patética: -¡Hasta la eternidad, compañeros!

-¡Mis hijos! ¡Mis pobres hijos!

Los elegidos bajaban al primer piso. Allí eran identificados. La Guardia Civil los esposaba y los conducía al autobús que aguardaba delante de la prisión.

Los sobrevivientes ahogábamos el sufrimiento en el silencio.

Poco después, ya de día, en la calle se oían gritos de desesperación. Eran las esposas, las madres, las hermanas o los hijos de los que habían partido.

Parecía el coro de una tragedia griega. ¿Cómo habían llegado a saber tan pronto quiénes eran las víctimas? No lo sé.

Esos días, gran parte de los presos no salían al patio. No tenían fuerzas para aguantarse de pie, y quedaban tumbados en sus petates. Los que bajábamos, nos sentábamos en el suelo, nos levantábamos, dábamos unos pasos, nos apoyábamos contra la pared, nos sentábamos de nuevo, nos levantábamos... Todos hacíamos lo mismo. Y nadie hablaba. El silencio era realmente sepulcral.

A continuación venían dos o tres días de descanso. Nos rehacíamos en parte.

Pero la noche que precedía al probable día nefasto no dormía nadie, esperando la llamada matinal.

El día que le correspondió el turno a Vicente Constante, al levantarme, él me saludó con la mano, desde lejos. Y se marchó para siempre.

A veces, quisiera tener las creencias religiosas que tuve en mi infancia, porque esa fe me permitiría esperar el reencuentro en la otra vida con las personas más queridas. En ese reencuentro imaginario, Vicente Constante estaría al lado de mi madre...

La mañana de la partida de Vicente Constante yo tampoco salí al patio. No tenía fuerzas: me hubiese derrumbado.

Hubo escenas silenciosas de un dramatismo inconmensurable.

Dormían juntos en el mismo petate dos hermanos jóvenes, campesinos. Uno de ellos, casado y con hijos, dirigía la hacienda familiar. El otro, soltero, era el segundo. Una noche, el oficial llamó al hermano mayor; el más joven dio un brinco, e, impidiendo que el mayor se incorporara, dijo con voz firme:

- ¡Presente!

Todos comprendimos el sacrificio voluntario del hermano menor. Con su "¡Presente!" quería decir: "Mi hermano tiene mujer e hijos, y su vida es más necesaria que la mía. ¡Que se salve él!"

Su sacrificio fue inútil.

Cuando las autoridades descubrieron la estafa, se apresuraron a corregir el error, fusilando al hermano mayor.
Un joven estudiante de bachillerato, cuando lo llamaron, dijo con gran serenidad:

-¡Ahora saldré de dudas y veré si hay otra vida y otro mundo!...

Un muchacho que tendría quince o dieciséis años, hijo del jefe de Correos, también preso, cuando el oficial le invitó a que se levantara, contestó:

- ¿Yo? ¡Pero si yo no he hecho nada! - Y se tapó con la manta, dispuesto a reanudar el sueño.

El farmacéutico de Ansó -se llamaba Molinero- pidió que le dejaran llevarse la manta para amortajar su cadáver...

Los fusilamientos los ordenaba la autoridad militar. No había consejo de guerra previo. Eran asesinatos en frío.

El enlace entre la Comandancia Militar y la prisión lo realizaba el capitán Aurelio Bañares. En funciones de juez, acudía a la prisión a interrogar a los presos, y su interrogatorio era el indicio casi seguro de la ejecución a breve plazo.

La llegada del capitán Bañares a la prisión, de ordinario al final de la tarde, originaba una gran zozobra. Era el pregonero de la muerte.

Había, además, otro pregonero: el Padre Hermenegildo de Fustiñana. Alto, huesudo, con barbas, parecía un espantapájaros. Era un pajarraco agorero. Se decía de él que era el encargado de acudir a las ejecuciones para prestar los "auxilios espirituales" a los que los desearan. Cuando hacía acto de presencia en la prisión se nos ponía a todos "carne de gallina".

En la Comandancia Militar quien mandaba en el otoño de 1936 era el comandante Dionisio Pareja, que fue quien dirigió la sublevación del 18-19 de julio. Jerárquicamente, por encima de él estaba el coronel Bernabeu.

El coronel Bernabeu se mató en un accidente de automóvil, y durante unos días hubo una pausa en los fusilamientos.

Aunque incomunicados, supimos lo de la desgracia del coronel Bernabeu. ¿Era el coronel Bernabeu que conocí en la fortaleza de Montjuich? Quizá. En 1925, el coronel Bernabeu se portó bien conmigo. Ahora, en 1936, en Jaca, si yo hubiese sido identificado, es seguro que habría dicho: "¡Que lo fusilen!" En once años, España había pasado de la civilización relativa a la barbarie absoluta.

A pesar de las salidas matinales, como había nuevos ingresos, casi todos campesinos de los pueblos del distrito, en la prisión no se cabía: reventaba.

Las autoridades acordaron descongestionarla, y parte de los detenidos fueron trasladados al fuerte de Rapitán, en las proximidades de la ciudad.

No hubo selección alguna. Quizá siguieron el orden alfabético en la lista de presos. No lo sé.

Joaquín Julió Ferrer no fue enviado a Rapitán.

Entre los trasladados a Rapitán figuraba un secretario municipal, que en el despacho de la prisión desempeñaba las funciones de oficinista: escribir la correspondencia oficial, hacer las listas del racionamiento, etc.

A media tarde del día en que se efectuó el traslado a Rapitán -debió de ser a fines de noviembre- fui llamado al despacho. Allí estaban el jefe de la prisión, Federico Ramos, y el oficial de servicio ese día, Ricardo Campo.

Con el jefe no había tenido ningún contacto personal; con el oficial Campo sólo el que tuvo lugar el día de mi ingreso cuando ordenó que pasara de la capilla al hacinamiento de la nave general.

Entre los presos se decía que el jefe, don Federico, no era mala persona; que el oficial López Valdivieso era magnífico, y que Campo era un reaccionario.

Entré en la oficina, saludé, y don Federico, sentado, -yo de pie- dijo:

- Nos hemos quedado sin escribiente; ¿podría usted ayudarnos?

- Si puedo serles útil, con mucho gusto.

Inmediatamente, intervino el oficial Campo:

- Esto será sólo durante unos días, de ahora a fines de mes.

- Lo que ustedes quieran: estoy a su disposición.

Comprendí que para el oficial Campo yo no era persona grata. Y Joaquín Julió Ferrer pasó a ser el escribiente en la oficina de la prisión. Y no debía de hacer mal el trabajo, puesto que, desde el primer día, el jefe, don Federico, y el oficial López Valdivieso, estaban satisfechos.

Supe que el oficial Ricardo Campo hizo gestiones para que el antiguo escribiente trasladado a Rapitán fuese devuelto a la prisión. No dieron resultado. Y, finalmente, a disgusto, se habituó a mi presencia.

Con el tiempo, llegué a conocer bien a los tres: Federico Ramos, López Valdivieso y Campo.

Don Federico, más cerca de los sesenta años que de los cincuenta, exteriormente era adusto, pero en el fondo buena persona. De simple oficial de Prisiones había pasado a ser, por ascenso, jefe de prisión de partido.

Estaba casado, con hijos, pero su mujer se encontraba en Granollers, provincia de Barcelona. Era un viejo republicano, probablemente lerrouxista, y lector, en el pasado, de "El Motín", semanario anticlerical famoso en el primer cuarto de siglo. Guardaba una colección de ese periódico en un baúl en Granollers. Bajo el influjo de las circunstancias, temeroso de que los nacionalistas llegaran a Cataluña, en momentos de confianza e inquietud, exclamaba:

- ¡Y mi baúl de Granollers! ¡Cuando lo encuentren y lo abran me fusilan!

Procuraba calmarle, diciéndole que si el ejército entraba en Cataluña, su mujer destruiría antes los papeles peligrosos que pudiese haber en el baúl.

- ¡Mi mujer! -exclamó-. ¡Pero si es una tonta! Ella no sabe la dinamita espiritual que hay en aquel baúl...

¡Pobre don Federico! ¡Las noches de insomnio que debió de pasar por el baúl que tenía en Granollers!

Fui compasivo con él; le ayudé moralmente, y me tomó afecto. Me llamaba don Joaquín.

Ricardo Campo era el polo opuesto. Ideológicamente reaccionario, un día apareció en la oficina en camisa azul y con la insignia de la Falange. Con él había que estar constantemente en guardia. Los días en que llovía estaba malhumorado porque "la aviación nacional -decía- no podía operar destruyendo los reductos del enemigo". Alto, tenía el pecho hundido de un asmático. Con él había que hablar con mucho cuidado. No tenía confianza en mí. Yo, ninguna de él. Me llamaba secamente Julió.

- ¡Qué apellido tan extraño tiene usted! - me dijo un día.

- Probablemente es una corrupción de Juliá - le contesté. En los apellidos no hay regla que valga. La palabra hazaña se escribe con h. Y si se le quita la h queda Azaña. Su segundo apellido, Lacambra, gramaticalmente debiera ser La Cambra.

- Sí, es claro - asintió, sin estar muy convencido.

El otro oficial, José López Valdivieso, madrileño, era un hombre bueno, simpático, sonriente, sincero. Izquierdista, sin pertenecer a ningún partido.

El día en que había fusilamientos, si estaba él de guardia, quedaba moralmente deshecho. Discreto, cuando estaba de servicio, venía con el diario Heraldo de Aragón y lo dejaba sobre la mesa de la oficina, como diciéndome: "Puede leerlo, si quiere". Lo leía, naturalmente. Y me enteraba, viendo el reverso del tapiz, de cómo iban las cosas.

Como el trabajo en la oficina era considerable, un día le dije a don José:

-¿Por qué no invita usted a las dos maestras que hay en el departamento de mujeres a que bajen a ayudarnos?

- Es una buena idea - contestó, y después de reflexionar un instante, añadió -: Propóngaselo a don Federico y a Campo. En el momento que consideré oportuno, se lo propuse al mismo tiempo a los dos y aceptaron en seguida,

En el departamento de mujeres había una treintena de presas: casadas unas, solteras otras, y entre ellas dos maestras.

El 18 de julio sólo había una presa: una joven de Canfranc, soltera, acusada de infanticidio. El eterno drama de la mujer desgraciada en una sociedad injusta.

Luego, el departamento se llenó. Las mujeres estaban amontonadas como nosotros, los hombres. O quizá más todavía. Su departamento tenía dos ventanillos-respiraderos. Los hombres salíamos al patio dos veces: mañana y tarde. Ellas, sólo una vez: dos horas.

Salían al patio como si hubiesen ido de paseo a la calle Mayor: elegantemente vestidas, bien peinadas, reflejando feminidad.

Los presos, desde las ventanas, las contemplaban con simpatía y quizá incluso con amor.

Ingresó un día una mujer de Sabiñánigo, soltera, que estaba encinta. Y cuando se aproximó la hora final de los nueve meses, tuvo que ser trasladada al hospital. Para las autoridades se planteó un "grave" problema: ¿la concepción había tenido lugar en la cárcel o antes de ingresar en la cárcel?

Hay que decir que la concepción en la cárcel no era imposible. La separación entre hombres y mujeres era muy tenue. Pero tanto ellas como los hombres procedieron siempre con gran sentido de su responsabilidad.

Una maestra llamada Pilar Beltrán fue fusilada antes de mi ingreso en la prisión. Y peligraban las dos maestras que yo propuse que viniesen a la oficina a ayudarme.

Caridad Olalquiaga y Pilar Ponzán eran jóvenes, simpáticas e inteligentes. Las dos, republicanas. Se salvaron porque el capitán Bañares, el que durante algún tiempo decidió en muchos casos sobre la vida y la muerte, estaba casado con una maestra que enseñaba en el mismo grupo escolar que Pilar Ponzán y Caridad Olalquiaga, y que fue su más firme defensora ante la brutalidad de su marido.

Caridad Olalquiaga, navarra, tenía la hostilidad de los carlistas de Sangüesa, su pueblo natal. Pilar Ponzán era la hermana de uno de los líderes de la C.N.T. en la provincia de Huesca. Eso no les favorecía.

Cuando había mucho trabajo en la oficina, Caridad y Pilar bajaban al despacho a ayudarme. Estaban encantadas de salir de su cubil durante unas horas.

Los días en que el oficial de servicio era Ricardo Campo se trabajaba mucho y se hablaba poco. En cambio, si el turno correspondía a López Valdivieso -le llamábamos don José- hablábamos mucho y trabajábamos poco.

A pesar de la sincera amistad que se estableció entre nosotros (Caridad y Pilar viven y están casadas), por la cuenta que me tenía procuré ser muy reservado. Cuando, en septiembre de 1937, fui identificado, quedaron asombradas. Y no ellas solas.

Entre los amigos que me hice estaba Ramón Cortina, practicante-barbero, de un pueblo de la ribera del Gállego. Tendría alrededor de cuarenta y cinco años. Políticamente pertenecía a Izquierda Republicana. Era formal, diligente, optimista. Como practicante, tomaba el pulso a los enfermos, les miraba la lengua y recetaba... El médico forense no tenía que venir nunca a la prisión. Cortina curaba a los enfermos. De enfermedad no se murió nadie en la prisión. Como barbero, Cortina tenía un par de ayudantes.

Cuando se produjo el traslado de una parte de los presos a Rapitán y se llevaron a sus auxiliares de barbería, le propuse ayudarle, en las horas que estuviese libre de los trabajos de oficina.

Yo no tenía un céntimo -la Comandancia Militar me devolvió las pocas pesetas que me quedaban cuando fui detenido-, pero ese dinero, más el duro que me prestó Vicente Constante, ya se había agotado, y como auxiliar de barbería, con las propinas que recibiese, podría comprar jabón...

Cortina se sonrió y me dijo bondadosamente:

- Don Joaquín, usted no me sirve como auxiliar de barbería, pero le voy a proporcionar una ocupación más cómoda. 

-¿Cuál?

- Usted se va a encargar del estanco (venta de tabaco), que también está bajo mi jurisdicción.

- Aceptado.

Y con la aprobación de don Federico, pasé a ser el estanquero de la prisión.

Cada mañana encargaba al recadero Cosmito el tabaco que necesitaba, él lo compraba fuera y me lo traía. Una vez al día, después de comer, yo pasaba por los distintos departamentos, gritando:

- ¡Tabaco, cerillas, piedras para los mecheros!

Los compradores pagaban la adquisición y tenían costumbre de dar al estanquero una propina de una perrilla o de una perra gorda. Alguien me dio una vez una moneda con la efigie de José I, rey de España... El trabajo me ocupaba poco tiempo: no más de media hora. Y me quedaba un superávit de una peseta, y los domingos hasta dos... ¡Nunca había ganado tan poco ni tanto!

Mis dificultades materiales quedaron superadas. Pude comprar jabón y alguna prenda de ropa interior, que buena falta me hacía.

Y como era rico, me acudió una idea. La sugerí a Pilar y a Caridad, que la aceptaron con entusiasmo. La expuse a don Federico y a Campo, y les pareció bien.

Se trataba de crear una biblioteca circulante a base de una suscripción voluntaria semanal para comprar libros. El número de socios ascendió en seguida a unos veinte, con una cuota individual de una peseta. Total: 20 pesetas semanales.

Entonces, los libros eran relativamente baratos: su precio oscilaba entre 2 y 5 pesetas. Con 20 pesetas se podían comprar un promedio de cinco libros semanales, veinte al mes.

En la calle Mayor de Jaca había una librería bien surtida, que entonces, dadas las circunstancias, no vendía nada.

Por mediación del recadero Cosmito se pidió una lista de los libros -sólo literatura, claro está- que tuviera para vender. Tenía bastantes.

Empezó a funcionar la biblioteca. El bibliotecario se llamaba Francisco Pina, un exsargento del ejército, que participó en la acción de Galán en 1930.

Los libros adquiridos eran sometidos previamente a la censura de don Federico, que automáticamente los aprobaba. Sólo rechazó uno: El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, porque en la novela se habla de una fuga de la prisión... El bueno de don Federico quería evitar los malos ejemplos...

La biblioteca fue creciendo. Todos los presos -socios cotizantes o no socios- podían leer. La cárcel se convirtió en una gran sala de lectura.

El libro que gustó más a todos fue Historia de San Michele, de Axel Munthe. La combinación de relato, biografía y novela, con un fondo discreto de humor, hace de ese libro una obra deliciosa. Desde luego, fue el libro cuya lectura me produjo entonces más grata satisfacción. La Historia de San Michele tenía, sin embargo, un grave inconveniente: y es que terminaba... Uno hubiese deseado que continuase más y más. Producía una dulce embriaguez espiritual.

A comienzos de marzo de 1937 se nos comunicó que quedaba levantada la incomunicación. Los presos podríamos recibir visitas y escribir a nuestros familiares.

Naturalmente, pensé cómo podía ponerme en comunicación con mi mujer sin descubrirme. Creí encontrar la manera de hacerlo.

Escribí una carta dirigida a mi madre política, en París, como si ella fuese simplemente una conocida de mi mujer, y rogándola, si le era posible, que le hiciera saber que yo estaba bien de salud y mi dirección. Firma: Joaquín Julió Ferrer.

La carta llegó. Jeanne, que vivía con Mario en casa de sus padres, comprendió en seguida el misterio y procedió en consecuencia. Me contestó en español, y me dio la dirección de la esposa de su hermano, a la que podía enviar mis cartas.

Jeanne fue suficientemente discreta para continuar siendo la "viuda de Maurín".

Precisamente, unos días antes de recibir mi carta, agentes de espionaje comunistas, presentándose como policías franceses, asaltaron su domicilio, practicando un minucioso registro. No encontraron nada. Jeanne se puso en contacto con la Embajada de España, y el servicio de vigilancia le previno que no perdiera nunca de vista a Mario - tenía ocho años y medio-, pues temían que el niño fuese secuestrado...

Ayudada por la Embajada española y las autoridades francesas, Jeanne tomó precauciones, y el espionaje comunista no volvió a manifestarse cerca de ella.

Jeanne pudo enviarme un poco de dinero, y yo renuncié al honroso cargo de estanquero.

Estábamos en plena primavera. Hacía tiempo que habían parado los fusilamientos.

Se nos comunicó que quedábamos condenados a "trabajos hasta el triunfo del glorioso Movimiento Nacional". ¡A trabajos!

Salíamos de la prisión en camiones bajo la vigilancia de la Guardia civil, a las afueras de Jaca, a abrir cunetas cegadas por las lluvias o a cortar leña. Esa faena tenía un nombre oficial: "Redención de penas por el trabajo". ¿Qué redención? ¿Qué penas? ¿Qué trabajo?

Pero salir de la prisión y asistir al nacimiento de la primavera era un poco la libertad.

He sido siempre un hombre temperamentalmente optimista. Había logrado pasar inadvertido durante la etapa de las ejecuciones, había establecido contacto con mi mujer y con mi hijo, tenía cerca unos cuantos amigos verdaderos -Caridad, Pilar, Ramón Cortina, López Valdivieso...- y creía que la República democrática triunfaría... Se trataba de tener paciencia.

Además de mis tareas de escribiente en la oficina de la prisión, de la "redención de penas por el trabajo", de la lectura de la relativamente copiosa biblioteca, me entraron ganas de escribir...

Había en la prisión un gatito que nadie sabía de dónde había salido, ni cómo había entrado. Caridad le dio el nombre de Misceláneo. Todos lo querían, pero no sé por qué me demostraba una cierta preferencia. Los demás presos le llamaban ¡Misceláneo! ¡Misceláneo!, pero Misceláneo no hacía caso. Pero si era yo quien decía ¡Misceláneo! venía a mí, se dejaba acariciar y se ponía a ronronear. Por la noche, cuando estábamos acostados, saltaba por encima de los demás hasta que me encontraba a mí...

¿Cómo no agradecer a Misceláneo esa demostración de afecto?

Decidí escribir sobre Misceláneo. Pensé que quizá la lectura podría interesar a Mario.

Escribí la biografía. La ilustró Julio Sánchez, pintor de brocha gorda; fue puesta a máquina y encuadernada. Título: ¡Miau! Historia del gatito Misceláneo.

Creo que después de la Historia de San Michele, el libro cuya lectura tuvo más éxito en la prisión fue la biografía de Misceláneo...

En los meses que siguieron fueron puestos en libertad muchos presos. La prisión iba vaciándose. Las palomas, fugitivas durante cerca de un año, regresaron progresivamente al palomar de la torre.

Yo, sin identificar, continuaría preso indefinidamente -creía-. Después de todo, ¿en dónde podría estar menos inseguro? Nadie me conocía; todos se habían acostumbrado a mí, y la prisión era ahora mi mejor escondite... Así pensaba, mas no era así.

A fines de agosto, hubo un gran número de libertades. Joaquín Julió Ferrer figuraba en la lista. ¡Libertad! Se me iban a plantear muchos problemas.

Fui a la Fonda de España. María Izuel, su padre y su hermano me acogieron amigablemente.

Se trataba ahora de acercarme a la frontera, pero sin originar sospechas.

El oficial Ricardo Campo, espontáneamente, me extendió un certificado de buena conducta durante el tiempo que había estado en la prisión. ¡Era una útil recomendación! Pasaron unos días.

Por los compañeros de la prisión sabía que en el pueblo de Hecho había una serrería en la que trabajaban varios ex presos. Con toda seguridad podría encontrar allí trabajo. Y, mientras tanto, estudiar geografía...

Obtuve el salvoconducto oficial y decidí irme a Hecho. Cuando fui a pagar el hospedaje, la familia Izuel, suponiendo que tenía poco dinero, se negó a cobrarme. "Ya pagará usted otro día", me dijeron.

Un año antes, había salido de Jaca en dirección Noroeste hacia Panticosa.

Ahora, en dirección Sureste, hacia Hecho. Un par de horas de auto de línea.

Llegué al anochecer, y me instalé en la única posada que había en el pueblo.

Estaba cenando cuando se presentó un agente de policía para preguntar qué gente nueva había llegado a la posada. Me pidió mis papeles, y le enseñé el salvoconducto. Me miró con evidente sorpresa, y me dijo que a la mañana siguiente me presentase en su despacho en el Ayuntamiento.

Se me cayó el alma a los pies. ¡Nos conocíamos! El había estado de servicio varios años en Barcelona, en la Brigada Social. Era el agente que, el 12 de enero de 1925, cuando fui cazado a tiros por la policía al salir del Ateneo Barcelonés, había recibido la orden de averiguar mi domicilio.

Después de más de un año de capear el temporal, todo se derrumbaba.

Me había "salvado" en La Coruña, en Panticosa, en Jaca y, finalmente, caía estúpidamente en Hecho...

Esa noche no pude conciliar el sueño. Me levanté temprano y salí a las afueras del pueblo. ¿Qué podía hacer? ¿Huir al monte? Hubiese sido cazado indefectiblemente. ¿Suicidarme? Había cerca un frondoso roble que parecía invitarme a que me colgara de una de sus ramas...

Mi indecisión duró unos minutos, que se alargaron como si fuesen horas.

Me volvió a la realidad una sirena que se puso a sonar estridentemente ¿Será -me pregunté- que la policía cree que me he fugado y está dando la señal de alarma?

Decidí regresar al pueblo. Pasase lo que pasase.

Hacia las diez de la mañana me presenté en el despacho de la policía.

El agente de la noche anterior, al verme, se sonrió de una manera equívoca y dijo:

- ¡Hola Maurín! Anoche, al verle, quedé sorprendido; me pareció que usted era Maurín, pero no estaba completamente seguro. Han pasado doce años desde que le vi por última vez. ¿Recuerda? Necesitaba consultar mis fichas...

Y me enseñó mi ficha policíaca con las fotografías de 1925 y 1930. La República seguía conservando cuidadosamente el fichero de las personas peligrosas de los tiempos de la Monarquía.

El policía se apresuró a cachearme para ver si llevaba armas, y me comunicó que quedaba detenido, en espera de lo que la autoridad superior decidiera.

Me introdujo en un calabozo. Y a media tarde llegó un automóvil, con dos agentes de policía, para conducirme a Jaca.

Me condujeron a la Comandancia Militar, y me metieron en , un calabozo, en la planta baja, con una gran ventana enrejada cara a la plaza de armas.

A la mañana siguiente fui conducido a una oficina del primer piso. Allí estaban sentados un capitán y un paisano.

Había visto varias veces al capitán Rosi en la prisión, cuando sustituyó como juez militar al capitán Bañares. Era alto, joven, bien parecido, canario, si no recuerdo mal. El paisano era el jefe de policía de Jaca: se llamaba Maeso. Además, había un soldado en funciones de escribiente.

- Vamos a interrogarle - dijo el capitán Rosi. Nos interesa saber qué es lo que usted ha hecho desde el 18 de julio de 1936 y con qué personas se ha relacionado.

Desde luego no me había relacionado, fuera de la cárcel, con nadie a quien el contacto conmigo pudiera ocasionarle perjuicio.

La declaración duró dos sesiones: tres horas por la mañana y otras tres por la tarde. El escribiente iba tecleando mis respuestas. En total, fueron alrededor de unas 30 páginas a máquina.

Tanto el capitán Rosi como el jefe de policía estuvieron correctos.

Al día siguiente, por la mañana, estando en el calabozo, pasó por delante de la ventana enrejada que daba a la plaza de armas un joven delgado, que, dirigiéndose a mí, pronunció unas cuantas palabras en catalán. El soldado que estaba de guardia le invitó a que no se acercara a la ventana del calabozo.

Por la tarde, fui conducido de nuevo a la oficina del primer piso. Allí estaban el capitán Rosi y el joven desconocido de la mañana.

- Hace un año que vengo buscándote, y por fin te he encontrado - dijo el joven, con marcado acento catalán, tuteándome. -¡Ah- dije yo por toda contestación.

Explicó que él era un "camisa vieja" de la Falange de Barcelona, que había podido salir de la zona roja y pasar a la nacional, en donde le fue encomendada la misión, por parte del coronel Aranda, de averiguar mi paradero. Sabiendo que yo había estado en Santiago el 18 de julio de 1936, pudo averiguar que había marchado de Santiago a La Coruña, el día 19, en un auto de línea; que en La Coruña me había hospedado en el Hotel Centro Gallego, inscrito como Joaquín Julió y que, al marcharme el 1 de septiembre, había dicho al dueño del hotel, Ramiro Díaz, que iba a Valladolid a reunirme con unos parientes... Que no constaba que yo hubiese estado en Valladolid, ni que allí hubiese parientes míos... Que eso le hizo perder la pista... Que visitó todas las prisiones de Galicia para ver si yo estaba allí...

El joven falangista, petulante, se escuchaba a sí mismo, contando sus pesquisas como si fuesen heroicidades.

- ¡Por fin te he encontrado! - terminó.

- He prestado declaración ante el capitán Rosi - dije yo -. ¿Es usted alguna autoridad?

- Represento a la Falange.

- ¡Ah! - exclamé, dirigiendo la mirada al capitán Rosi.

El capitán Rosi dio por terminada la entrevista, y ordenó que fuese conducido de nuevo al calabozo.

En pequeño, pude observar la separación entre dos autoridades: una militar, legal, y la otra irregular y arbitraria, la fascista de la Falange. En principio, la autoridad militar no cedió nunca sus prerrogativas a la Falange. Sólo cuando el militar -capitán, comandante, coronel o general- era fascista daba rienda suelta a la Falange.

Seguí en el calabozo de la Comandancia Militar un par de días más, apreciando el rancho del cuartel que, comparado con el de la prisión, era muy superior en cantidad y calidad.
Tuve la impresión de que el capitán Rosi ni remotamente era falangista y de que, humanamente, no tenía nada contra mí.

Una mañana, temprano, el capitán Rosi vino al calabozo y me dijo:

- Va usted a ser conducido a Zaragoza. Esté tranquilo. Le conducirá la Guardia Civil.

- ¿Puedo hacerle una pregunta?

- Diga.

- ¿Me autoriza para que escriba a mi mujer explicándole cuál es mi situación ahora?

- Escriba. No cierre el sobre, y yo personalmente pondré en el buzón su carta.

Escribí a Jeanne que había sido identificado. La carta le llegó, y eso me salvó.

Hacia las nueve de la mañana, debió de ser el 10 de septiembre de 1937, sentado entre dos guardias civiles, el coche salió de la Comandancia Militar, rumbo al sur.

Habría recorrido el coche escasamente un kilómetro cuando vino en dirección contraria otro automóvil. Los dos vehículos se pararon. Uno de los guardias civiles que me llevaban se apeó para ir a hablar con los que iban en el otro coche. Estaban a una cierta distancia, y no podía oír la conversación, pero sí ver los gestos; porfíaban, y el guardia civil no cedía. La discusión duró un buen rato. Finalmente, el guardia civil regresó al coche, que reanudó la marcha.

Llegamos a Zaragoza, sin mas tropiezos, al final de la tarde.


Cómo se salvo Joaquín Maurín. Recuerdos y testimonios
Jeanne Maurín


Nota de Jeanne Maurín
Aquí quedó interrumpido el relato de Maurín. A pesar del peligro que le amenazaba, había tenido hasta entonces la suerte de salvar su vida. Mientras tanto, mi existencia en París no se desarrollaba sin incidentes.









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