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2007. El caso de España

Gilbert Keith Chesterton
(Londres, 29 de mayo de 1874 - Beaconsfield, 14 de junio de 1936)


La reciente historia política de España nunca ha sido aclarada por la prensa inglesa, quizás ni siquiera en los diarios católicos. Es un asombroso ejemplo de lo mucho que ha cambiado el mundo desde que tuvo lugar mi propio y más importante cambio de convicciones. En la historia de cada conversión hay una paradoja, y quizás por eso los testimonios de los conversos nunca son satisfactorios del todo. En lo más profundo, la conversión es la extinción del egoísmo, y sin embargo cualquier relato que se haga de ella debe sonar a testimonio egoísta. Significa, al menos para la religión de la que estamos hablando, el reconocimiento de una realidad que no tiene nada que ver con el relativismo. Es como si alguien dijera: «Esta posada existe, aunque nunca la haya encontrado» o «mi hogar está en ese pueblo, y se encontraría allí aunque nunca lo hubiese pisado».

La conversión es reconocimiento de que la verdad es independiente del que la busca. Y sin embargo su descripción deberá ser la autobiografía de un buscador de la verdad, quien por lo general es un tipo de persona más bien deprimente. Sonará, por lo tanto, a cosa egoísta que inicie estas reflexiones diciendo que he sido por largo tiempo un liberal, en el sentido de que pertenecía al Partido Liberal. Todavía lo soy; en eso no he cambiado, ha sido el Partido Liberal el que ha desaparecido. Creo que su ideal es el de la igualdad ciudadana la libertad personal, y éstas siguen siendo mis ideas políticas hoy. Lo cierto es que trabajé durante largo tiempo con la organización política del liberalismo; escribí durante una gran parte de mi vida para el Daily News, y por supuesto identificaba la libertad política, con razón o equivocadamente, con el gobierno representativo.

En cierto momento se produjo la ruptura con ese partido, en la que no voy a abundar, que me llevó a dos conclusiones. En primer lugar, que el gobierno representativo había dejado de ser representativo. En segundo lugar, que el Parlamento estaba gravemente amenazado por la corrupción política. Los políticos no representaban al pueblo, ni siquiera a sus sectores más vociferantes y vulgares. Los políticos no merecían ni el digno nombre de demagogos. Tal vez no merecían más nombre que el de viajantes de comercio; correteaban trabajando para firmas privadas. Si eran representantes de algo, era de ocultos intereses vulgares, ni siquiera populares. Por ello, cuando tuvo lugar la rebelión fascista en Italia, no pude ser enteramente hostil a ella, puesto que sabía contra qué hipócrita plutocracia se había producido. Pero tampoco pude ser amigo de tal revuelta, porque seguí creyendo en esa igualdad cívica en la que los políticos dicen creer.

Para el propósito que nos ocupa, el problema puede ser presentado de forma muy breve. Toda la argumentación en defensa del fascismo puede ser expresada en dos palabras que nunca han sido impresas en nuestros periódicos: asociaciones secretas. El grueso de las razones para oponerse al fascismo puede ser resumido en una sola palabra hasta ahora nunca usada y casi totalmente olvidada: legitimidad. Por la primera razón, el fascista estaba justificado en su propósito de derrocar a los políticos al uso, porque su compromiso con el pueblo era vulnerado en secreto por sus compromisos ocultos con bandas y conspiradores. Por la segunda razón, el fascismo nunca podrá ser plenamente satisfactorio, porque no se asienta en la autoridad, sino en el poder, que es a cosa más débil del mundo. Los fascistas dijeron: «Podemos no ser la mayoría, pero somos la minoría más activa e inteligente». Y esto equivale a desafiar a cualquier otra minoría inteligente a demostrar que ella es más activa. Y así se puede acabar desembocando en la anarquía que se pretendía evitar. Comparado con esto, el despotismo y la democracia son legítimos. Quiero decir que no hay la más mínima duda acerca de quién es el hijo mayor del rey, o quién es el que ha sacado la mayoría de los votos. Pero una competencia entre minorías inteligentes es una perspectiva aterradora.

Éste es, para mí, un juicio justo sobre la cuestión fascista.

Ahora trataré de aplicarlo al caso de España. Tengamos en cuenta cómo reaccionó el liberalismo en esa oportunidad. Durante muchas semanas y muchos meses, mi viejo periódico, el Daily News (ahora el News Chronicle) advirtió al público acerca de las dudosas y peligrosas tendencias del fascismo. Cargaba contra el fascismo por sus vicios, y en una forma más violenta también por sus virtudes. Denunció con furia la idea de una minoría imponiendo su voluntad por la violencia, las armas, el comportamiento militar, despreciando la democracia constitucional en la cual el pueblo expresa su voluntad por medio del Parlamento. Desde luego, se puede decir mucho a favor de este punto de vista, sobre todo en Inglaterra, donde el Parlamento es verdaderamente normal y nacional, como nunca lo fue en Italia o Alemania. Yo podría escribir mucho a favor o en contra de la teoría liberal, tal como la expone el News Chronicle

Pero de pronto, ese argumento se dio la vuelta, quedó patas arriba frente a la situación española, bien sencilla.

Recordemos, en primer lugar, que la Iglesia siempre está adelantada respecto al mundo. Por eso se suele decir que está más allá del tiempo. Discutió sobre todas estas cuestiones hace tanto tiempo, que la gente las ha olvidado. Santo Tomás fue internacionalista mucho antes de que existieran nuestros internacionalistas; San Juan fue nacionalista antes de que existieran las naciones. San Roberto Bellarmino dijo todo lo que se puede decir sobre la democracia antes de que ningún escritor se atreviera a ser democrático; y (lo que viene muy a propósito aquí) la reforma social cristiana estaba en plena actividad antes de que estallara ninguna de las actuales trifulcas entre fascistas y bolcheviques. El Partido Popular estaba poniendo en práctica las ideas de León XIII antes de que se hubiera visto a un solo camisa negra en toda Italia. Y esas mismas ideas populares estaban en movimiento en España, donde se habían vuelto realmente populares. Había otras complicaciones, por supuesto; la corona nunca había sido completamente popular; la dictadura no se había sabido enfrentar, según pienso, con el curioso problema de Cataluña; pero todo esto no afectaba el profundo y popular cambio católico que estaba en marcha. El Papa insistió en que no tenía ninguna objeción que poner a la República como tal; sólo se oponía a ciertos ideales inhumanos, por lo que los hombres pierden su humanidad al perder la libertad y la propiedad.

En este debate intelectual perfectamente limpio y abierto, en el cual se supone que creen los liberales, ganaron los ideales católicos. En una elección totalmente pacífica y legal, como cualquier elección inglesa, una vasta mayoría votó en distintos grados a favor de las verdades tradicionales, que habían sido las ideas normales en la nación durante más de mil años. España habló, si se puede decir que las elecciones hablan, y se declaró en contra del comunismo y del ateísmo, en contra de la negación que ha asolado la normalidad en nuestro tiempo. Nadie pudo decir que esta mayoría había sido alcanzada por la violencia militar, porque nadie pretendió que una minoría armada se impusiera sobre el Estado. Si la teoría liberal de las mayorías parlamentarias era justa, el resultado era justo. Si el sistema parlamentario era un sistema popular, el resultado era popular.

Pero entonces los socialistas saltaron e hicieron exactamente todo aquello por lo cual se condenaba al fascismo. Usaron bombas, cañones y violencia para impedir que se cumpliera la voluntad del pueblo, o al menos la del Parlamento. Habiendo perdido con las reglas de juego de la democracia, trataron de ganar usando las reglas de la guerra, en este caso la guerra civil. Intentaron derrocar al Parlamento mediante un golpe de Estado militar. En síntesis, se comportaron exactamente igual que Mussolini; o más bien llevaron a cabo lo peor que jamás haya sido atribuido a Mussolini. Y sin un átomo de excusa teórica para hacerlo.

¿Qué dijo el liberalismo? ¿Qué dijeron mis queridos y viejos amigos de la libertad y la ciudadanía pacífica? Al abrir el periódico yo daba por hecho, naturalmente, que se volcarían en la defensa del Parlamento y el gobierno pacífico y representativo, y que condenarían el intento de una minoría de dominar a todos por medio de la mera violencia militar. Imaginen ustedes cuál fue mi asombro cuando vi que los liberales se lamentaban amargamente del infortunado fracaso de esos socialistoides fascistas en su intento de revertir el resultado de unas elecciones generales. Yo había sido liberal en los viejos días del liberalismo; había padecido las victorias conservadoras y unionistas en las elecciones. Muchas veces tuvimos que pasar, más o menos contentos, a la oposición. Nunca se sugirió, cuando Balfour o Baldwin ocuparon el puesto de primer ministro, que todos los no conformes deberían salir a la calle con cañones y bayonetas para cambiar el voto popular. Tampoco el líder de la oposición se dedicó a lanzar dinamita al líder del Parlamento.

La única conclusión es que el liberalismo sólo se opone a los militares cuando son fascistas y aprueba enteramente a los fascistas mientras sean socialistas.

Este comportamiento quizás sea un dato pequeño y puramente político, pero para mí fue revelador. Me hizo ver con toda claridad la verdad fundamental del mundo moderno, que no hay fascistas, no hay socialistas, no hay liberales, no hay parlamentaristas. Existe una única institución suprema, inspiradora y a la vez irritante en el mundo. Y ellos son sus enemigos. Están preparados para defender la violencia u oponerse a la violencia, para luchar por la libertad o contra la libertad, por la representación o contra la representación. Y hasta por la paz o en contra de la paz. Este caso me dio una certeza enteramente nueva, incluso en el sentido político práctico: mi elección había sido buena.


G. K. Chesterton
Por qué soy católico - “El manantial y la ciénaga” (1935)











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