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2008. Recuerdos de Joaquín Maurín - II.Transmutación

En 1919, siendo yo soldado en el cuartel de la Montaña, en Madrid, el regimiento de Transmisiones, al que yo pertenecía, hizo maniobras en Galicia durante el mes de agosto. Recorrimos a pie gran parte de la provincia de Pontevedra, hasta la frontera con Portugal y los límites con la de Orense. Formaba parte del grupo en el que yo iba otro soldado, Vicente Constante, albañil de oficio, socialista, natural de un pueblo de los alrededores de Jaca: lo encontraremos más adelante en circunstancias dramáticas. Galicia, sonriente, luminosa, verde, ondulada, femenina, me encantó. Nunca pude imaginarme entonces que diecisiete años más tarde tendría que pasar cuarenta días terriblemente difíciles, entre la vida y la muerte, en Galicia...

El ejército ocupó La Coruña en la tarde del lunes 20 de julio.

Durante tres o cuatro días estuvo prohibida la salida de la población civil a la calle. En los lugares más estratégicos de la ciudad había pelotones de soldados con ametralladoras y fusiles que disparaban contra quien se atreviera a infringir la orden marcial.

Cómo se las arregló el dueño del hotel Centro Gallego - si no recuerdo mal, se llamaba Ramiro Díaz- para dar de comer a los huéspedes, alrededor de una veintena, no lo sé. Pero no se pasó hambre.

Las mesas en el comedor eran para cuatro personas. Mis compañeros de mesa eran un hombre como de cincuenta años, muy encarnado de cara, gallego, que debía de ser comerciante, de fuera de La Coruña - llamémosle Barreiro; otro, algo más joven, moreno, también gallego, que daba la impresión de ser n agricultor acomodado -llamémos Do Rego -, y, finalmente, un argentino, de unos cuarenta años, de origen gallego, que había salido de Buenos Aires -dijo- a causa de un desengaño amoroso...

Yo dije a mis compañeros de mesa que era aragonés, residente en Madrid, traductor de oficio, que había venido a La Coruña a pasar un par de semanas como turista.

Los dos gallegos, Barreiro y Do Rego, hablaban con mayor libertad. Barreiro dudaba de que los militares acabaran dominando la situación; Do Rego no lo dudaba y simpatizaba con los sublevados; el argentino no opinaba nada: estaba abrumado por su desengaño amoroso... Yo escuchaba y hacía alguna pregunta discreta, absteniéndome de opinar. En las otras mesas del comedor se hablaba en voz baja, y no era posible cazar ninguna palabra al vuelo.

Por la noche, después de la comida, en uno de los ángulos del comedor se formaba un grupo que se distraía jugando a los naipes. Yo me incorporé, para no aparentar alejamiento, y jugaba también a las cartas. Se había prohibido escuchar la radio de Madrid, y la radio local no interesaba. La mayor parte de los jugadores, discretamente, parecían simpatizar con la causa republicana. Me sentía bien a su lado.

El cuarto o quinto día fue autorizada la salida de la gente a la calle y reapareció la prensa local.

La peña de jugadores se disolvió. Pero yo me había hecho unos cuantos amigos - si así puede decirse- y al entrar en el comedor nos saludábamos.

En mi mesa continuábamos los mismos comensales. Barreiro se abstenía de exponer sus dudas y hablaba con cierto recelo. Do Rego parecía satisfecho del giro que iban tomando las cosas. El argentino seguía abrumado a causa de su desengaño amoroso...

La Coruña es una ciudad limpia, hermosa. Mi lugar favorito era el Rompeolas, en la playita de Riazor. El Rompeolas era como un balcón al mar. En ese balcón pasé horas y horas, durante cuarenta días, contemplando el cabrilleo del mar y el vaivén de las olas. Y haciendo reflexiones...

¿Cómo La Coruña, que era una ciudad liberal, republicana, con un movimiento obrero considerable, había podido ser tomada por el ejército, prácticamente sin la menor lucha? -me preguntaba-, y la interrogación me atormentaba entonces y sigue atormentándome ahora, mientras escribo estos recuerdos treinta y seis años después.

Si en Madrid no hubiese habido un Gobierno completamente inepto, si en La Coruña hubiera habido un gobernador enérgico, y si los jefes republicanos coruñeses hubieran sido políticamente capaces, la sublevación militar habría fracasado, o quizá ni siquiera se hubiera producido.

En La Coruña había dos regimientos, uno de infantería y otro de artillería. Sobre el primero ejercía considerable influencia el general Rogelio Caridad Pita, que era contrario a la sublevación y no se sublevó. En el de artillería había desacuerdo. El general de la división, Salcedo, era opuesto a la sublevación. La mitad del ejército era fiel a la República; la otra mitad favorable a la rebelión: de ahí el retraso en sublevarse.

El gobernador tenía a sus órdenes tres fuerzas armadas: los guardias de asalto, los carabineros y la Guardia Civil.

Si republicanos y obreros hubiesen tomado la ofensiva el sábado 18 o el domingo 19 de julio, puesto que el ejército estaba dividido y vacilaba, se habría ganado la batalla, como se ganó en Madrid, Barcelona, Bilbao y Lérida... Menciono Lérida, ciudad mucho menos importante que La Coruña, porque allí el movimiento obrero -P. O. U. M., en un noventa por ciento- venció a los dos regimientos sublevados.

Allí donde los trabajadores y republicanos adoptaron una actitud ofensiva, vencieron a los militares. Tomando una posición defensiva, o, lo que es más grave aún, permaneciendo a la expectativa, como fue el caso de La Coruña, perdieron y fueron exterminados.

La pérdida de La Coruña significó la de toda Galicia, en donde hubo brotes de resistencia tardíos, que luego fueron fácilmente dominados por el ejército.

De haberse ganado la batalla en La Coruña, toda Galicia habría sido republicana.

Los mineros de Asturias quedaron inmovilizados por el "quiste" de Oviedo creado por Aranda. Irónicamente, fueron los gallegos los que "liberaron" a Oviedo. Sin la ayuda de Galicia, Oviedo no habría resistido. Asturias proletaria y Galicia campesina unidas hubiesen contribuido poderosamente a cambiar el curso de los acontecimientos.

Marx dijo que una sublevación, como la esfera, tiene el centro en todas partes. Ese centro estuvo durante unos momentos en La Coruña.

No conocía en La Coruña más que a una persona, Eugenio Carré, maestro. Hijo del escritor galleguista del mismo nombre, era un joven inteligente, formal, ponderado y responsable. Había sido miembro del partido comunista, y, decepcionado, pidió cl ingreso en el P. O. U. M. Recibía un paquete de La Batalla, y a su alrededor se iba formando un grupo de simpatizantes. Carré vino a Santiago el sábado, día 18, y hablé con él. Me produjo una excelente impresión.
Tenía la dirección de Carré, y un día decidí ir a su casa.

Llamé a la puerta, y salió a abrirme una niña de diez o doce años. Le dije que era un amigo de Eugenio Carré. La niña lanzó un grito, y en seguida acudió una mujer, que debía de ser la madre. Repetí lo que había dicho a la niña. Ella también lanzó un grito desgarrador, y me invitó a entrar, introduciéndome en una habitación, en la que había un hombre acostado en la cama, respirando fatigosamente: sufría una crisis cardíaca.

Todos a un tiempo, llorando, me preguntaron qué sabía de Eugenio.

Comprendí que estaba en presencia de sus padres y hermanos. -No sé nada -dije, aparentando calma -. Por eso he venido aquí, para saber de él. Es amigo mío.

-¡Nuestro hijo! ¡Eugenio! - gemían desesperadamente sus familiares.

El drama era demasiado intenso. Me excusé como pude y me marché.

Eugenio Carré -lo supe once años después- fue encontrado muerto, acribillado a balazos, en la cuneta de una carretera.

Estaba visto, no encontraría a nadie en La Coruña en quien pudiera confiar para salir del atolladero. Y no podía permanecer allí indefinidamente.

Salía del hotel aparentando despreocupación. Un día, paseaba por el parque delante del puerto, y pasó por mi lado, guiñándome un ojo, un soldado... Lo reconocí. Era un estudiante, catalán, que asistió a la conferencia que di en Santiago el sábado 18 de julio. Había sido movilizado... Otro día, entré en una peluquería, y un hombre que aguardaba turno me miró fijamente, como reconociéndome, y salió disparado de la barbería. No pude adivinar si era a causa de la sorpresa o por algo peor...

Tenía que salir de La Coruña. Pero, ¿cómo? ¿Y adónde ir?

Se me ocurrió una idea: presentarme en el consulado de Francia para pedir ayuda. En el puerto había un barco francés que iba recogiendo a los franceses que se encontraban en Galicia.

Yo estaba casado con una mujer francesa; mi hijo había nacido en París; eso podía ser una razón suficiente ante el cónsul. Por otra parte, el Gobierno francés, presidido por el socialista León Blum, simpatizaba con la causa republicana española. Yo era diputado del Frente Popular... Había una remota posibilidad, y quise aprovecharla.

Escribí a mi mujer, a París, dirigiendo la tarjeta postal a nombre de su madre, y firmando con un nombre familiar, Quim. Le decía que pensaba regresar a mi país y que dentro de unos días iría al consulado para que me repatriara... Era una insinuación para que mi familia francesa interviniera cerca del Gobierno francés a fin de que el cónsul en La Coruña me atendiera...

Cuando calculé que mi tarjeta podía haber llegado ya a París, decidí dar el paso.

El consulado francés estaba instalado en el tercer piso del llamado Edificio Pastor, un gran inmueble frente al puerto. En el segundo piso se encontraba la Comandancia de Carabineros. Dos carabineros hacían guardia en el portal.

Conservaba aún mi carnet de diputado a Cortes, que consideraba indispensable para presentarme ante el cónsul francés. Sin embargo, ¿y si los carabineros, al entrar, me pedían la documentación?

No me la pidieron, tomé el ascensor y llamé a la puerta, siendo introducido ante el secretario del cónsul.

- Qu'est-ce que vous désirez, monsieur?-me preguntó.

Le contesté en francés que para una cuestión importante y reservada necesitaba hablar con el cónsul.

El secretario fue a otro despacho, y regresó con el cónsul. Era un señor de entre cincuenta y sesenta años, alto, delgado, con bigote recortado, cabello gris, de aspecto típicamente francés.

Saqué mi carnet de diputado, y se lo enseñé. Le expuse mi situación: casado con una mujer francesa, padre de un niño nacido en Francia...

Escuchó atentamente. Me hizo alguna pregunta discreta. Se callaba y movía la cabeza, como si estuviera interiormente en conflicto.

Comprendí en seguida que no había recibido de París ninguna indicación oficial para que me ayudara. (La recomendación del Gobierno francés llegó al cónsul más tarde, cuando yo ya había salido de La Coruña.)

Al cabo de un rato de conversación, el cónsul se excusó, diciendo que regresaría dentro de unos instantes, y salió del despacho.

El secretario, en tono cordial, me dijo que era sumamente fácil la solución. Bastaba incluirme en un grupo de franceses que deseaban repatriarse y eran embarcados. Dijo que no había, al menos aparentemente, control policíaco: simplemente, los carabineros tomaban la lista que presentaba el Consulado, y sin más, autorizaban el embarque...

Transcurrió algún tiempo, y el cónsul no regresaba. Le dije al secretario que, habiéndome visto los carabineros subir al Consulado, no era prudente que mi visita se prolongara demasiado.

El secretario fue al encuentro del cónsul, y al cabo de unos minutos regresó, diciéndome secamente:

- El señor cónsul dice que se marche usted en seguida, pues nos compromete...

- ¿No me había usted dicho antes que la solución era posible? -¡Márchese usted, pues nos compromete! - repitió. Al llegar al hotel destruí el carnet de diputado. No sólo no me servía, sino que me comprometía.

Como de costumbre, por la mañana y por la tarde, iba al Rompeolas y me sentaba en un banco. Y reflexionaba...

Estaba firmemente convencido de que la República acabaría por triunfar. Las cuatro poblaciones más importantes de España: Madrid, Barcelona, Bilbao y Valencia, estaban al lado de la República. La España industrial era izquierdista; la España agrícola, derechista. La primera vencería a la segunda, creía yo.

Por lo que a mí personalmente se refería, se trataba de salir lo antes posible de la ratonera en que estaba metido.

Empezaba a sentirse la presión exterior. Un día, Do Rego, mi compañero de mesa en el comedor del hotel, me preguntó si ya me había presentado a las autoridades. Le contesté que mi reemplazo ni remotamente había sido movilizado todavía. Se quedó dubitativo: no le había convencido.

Los fusilamientos de Pérez Carballo, gobernador civil; del general Caridad Pita, y del general de la División, Salcedo, fueron tan monstruosos que no pudieron ser ocultados...

Se dijo que la mujer del gobernador civil, una francesa, que estaba encinta, había sido asesinada; se encontró su cadáver en la cuneta de una carretera en las afueras de la ciudad...

La prensa daba cuenta a veces de operaciones de limpieza. Leí que había sido fusilado el diputado socialista Rufilanchas, que se encontraba veraneando en algún lugar de Galicia...

Supuse que a mí también me llegaría la hora... Me horrorizaba morir en La Coruña... Pensé en el pequeño cementerio de Bonansa, mi pueblo natal, en la provincia de Huesca, en donde estaban sepultados mis padres... Hubiese querido estar a su lado en mi probable viaje a la región de las sombras...

Me sobraba tiempo, y leía intensamente. En una librería de libros viejos, que era mi base de aprovisionamiento, un día, en medio del mayor asombro, encontré un ejemplar de Las tardes del sanatorio, y este libro me llevó a Huesca, en donde fui estudiante de 1911 a 1914.

Había en Huesca entonces dos escritores, republicanos los dos. Uno se llamaba Luis López Allué, autor de dos o tres novelas y una colección de cuentos de sabor regional, en los que campeaban el humorismo y la ironía.

El segundo, Manuel Bescós, aunque licenciado en Derecho, raramente actuaba como abogado: era un industrial. Aficionado a la literatura, escribió una novela corta y varios cuentos, dando al conjunto el título de

Las tardes del sanatorio. Por razones personales, que él sabía, firmó el libro con un pseudónimo: Silvio Kosti. De Las tardes del sanatorio sólo se hizo la edición original, y el autor no tuvo ningún interés en reeditar el libro. Influenciado probablemente por Boccacio y la novela picaresca del Siglo de Oro, Manuel Bescós había producido una pequeña obra maestra. Era deliciosamente picante. En Huesca se decía que el autor había prohibido a sus hijas que la leyeran.

El encuentro de Las tardes del sanatorio, en una librería de viejo, en aquellos días aciagos, resultaba un poco irónico... Por canales insospechados y misteriosos, la Huesca de mi adolescencia venía a La Coruña a saludarme. La única sonrisa que floreció en mi espíritu en La Coruña la originó Las tardes del sanatorio, de Silvio Kosti. Su lectura me hizo olvidar unos momentos el drama que vivía; durante unas horas me calmó el dolor.

Empecé a pensar en Huesca, en donde había pasado los años más felices de mi primera juventud: la Escuela Normal, el Instituto, el Coso, las riberas de la Isuela; la Huesca de Baltasar Gracián, del conde de Aranda, de Joaquín Costa, del cacique liberal Manuel Camo... ¡Ah, si pudiese llegar a Huesca! Allí tenía amigos que quizá pudieran ayudarme...

Llegaba a La Coruña el diario de Zaragoza El Heraldo de Aragón. Entre líneas, me daba cuenta aproximadamente de cómo se iban perfilando los frentes. Huesca estaba a poca distancia del frente republicano. Huesca era para mí un imán...

A fines de agosto, una mañana leí en un diario local una nota concebida en estos términos:

"Se advierte a las personas que todavía no hayan sacado la cédula personal que tienen tiempo para hacerlo, con un recargo, hasta..." y se señalaba la fecha. A continuación se indicaba que la cédula podía obtenerse en las oficinas de la Diputación Provincial

En aquellos tiempos, la cédula personal era al mismo tiempo un documento de identidad y un impuesto; más lo segundo que lo primero. La cédula era obligatoria, pero muchos se abstenían de sacarla.

¿Y si yo intentara sacar mi cédula? - me pregunté -. Decidí arriesgarme.

Presentarme en las oficinas de la Diputación Provincial se me hacía un poco cuesta arriba. Estaban instaladas en la planta baja del mismo edificio del Gobierno Civil, en donde yo estuve dos veces unas semanas antes.

Fui allí, y dije al funcionario encargado del servicio de cédulas que deseaba obtener una. Me dio un formulario y lo llené. Al presentarlo, me hizo observar que necesitaba la firma de dos personas que acreditaran mi personalidad.

Le contesté que había llegado de Madrid la víspera de la declaración del estado de guerra, con el propósito de pasar un par de semanas de vacaciones en La Coruña, y no conocía a nadie. Escuchaba el diálogo un empleado de mayor rango que el que hablaba conmigo. Se aproximó e intervino en la conversación: -¿Está usted en un hotel? -me preguntó. - Sí, en el Hotel Centro Gallego.

- Pues que firme el formulario el dueño del hotel, y eso basta - dijo, añadiendo luego como comentario: ¡Esos militares!

El empleado que me daba facilidades para adquirir la cédula era un hombre de unos cuarenta años, alto, bien parecido. Por la exclamación espontánea que hizo, "¡Esos militares!", no cabía la menor duda: era un republicano. Y quizá intuitivamente comprendió mi situación difícil.

Se planteaba ahora el problema de que firmara el formulario, diciendo que me conocía, el dueño del hotel. ¿Firmaría? No estaba seguro. Decidí, si ello era posible, no hacer la prueba.

El hotel Centro Gallego era un hotelito de segunda clase. Muy limpio, las habitaciones eran pequeñas, aunque confortables. El recibidor del establecimiento se encontraba en el primer piso, cerca del comedor. A veces, me sentaba allí un rato, y observé que el dueño, cuando firmaba algún recibo, sacaba del cajón de la mesa un tampón y un sello de caucho, que una vez usados volvía a poner en el cajón, sin cerrarlo con llave.

Fui al hotel. Me senté en el recibidor de la mesa, simulando leer un diario. Tiré del cajón. Allí estaban el tampón y el sello de caucho. Saqué del bolsillo el formulario de la Diputación. Tomé el sello, lo mojé en el tampón, y lo estampé al pie del formulario. La operación no debió de durar más de diez segundos.

Subí a mi habitación, y allí, coa menos prisa, firmé: Ramiro Díaz. Ha sido la única vez en mi vida que he cometido una falsificación.

Regresé a la Diputación y me dieron la cédula. Me costó cara: pagué 70 pesetas. Gracias a ese impuesto, había hecho la transmutación: oficialmente, yo era ahora Joaquín Julió Ferrer.

Tenía un documento de identidad, y con él podía salir de La Coruña. ¿Adónde ir? Portugal estaba cerca. Pero en el supuesto de poder atravesar la frontera, que debía de estar muy vigilada, hubiera sido como meterme en otra ratonera. Ni pensarlo.

Creí que no convenía dar la impresión de que yo era un hombre que huía. Pensé en Huesca... ¡Iluso que yo era! Todos mis amigos oscenses, cuando hacía esos planes, ya habían sido fusilados...

Me dirigí a la estación para saber a qué hora salía el tren que podría llevarme a Medina del Campo-Zaragoza: a primeras horas de la mañana.

Juzgué prudente no comunicar al dueño del hotel, hasta última hora de la víspera de mi partida, que pensaba irme al día siguiente.

-Se me acaba el dinero -le dije-, y he decidido marcharme mañana a Valladolid, en donde tengo unos parientes...

Decía una mentira. Hay una máxima evangélica que dice: "La verdad os hará libres". Me sentía muy poco o nada evangélico entonces. Esa mentira tuvo posteriormente consecuencias que me favorecieron. Si no hubiese mentido, dudo que pudiera ahora escribir estos recuerdos.

El hotelero, muy cortés y hospitalario, como buen gallego, me contestó que podía continuar en el hotel indefinidamente. - Ya pagará cuando pueda - dijo.

Le di las gracias, pagué y me despedí de él, puesto que yo saldría del hotel, rumbo a Valladolid, temprano, al día siguiente.

Persuadido de que desaparecería en el viaje que iba a emprender, escribí una tarjeta postal a mi mujer y a mi hijo, como diciendo adiós... (Jeanne y Mario no supieron nada más de mí hasta ocho meses después.)

El 1 de septiembre, como un náufrago agarrado a un pedazo de papel, Joaquín Julió Ferrer empezó a nadar hacia playas imaginarias...


Cómo se salvo Joaquín Maurín. Recuerdos y testimonios
Jeanne Maurín







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