Es la estación de Torre y
al medio día. La anterior es la de Brañuelas en los Montes de León, aquellas
sierras adonde iban a cazar los maridos cornudos de los romances. La carretera,
una carretera negra de humedad y de caucho desgastado pasa junto a la vía.
Cerros hoscos, ni muy altos ni muy bajos se elevan a ambos lados; por abajo
amarillentos, resecos; por arriba verdes perdidos en la niebla.
En una venta de la
carretera y a una mesa de madera color de vino, dos hombres comen. Son los
soldados del Tercio, pechera peluda descolada, gorro ladeado, la mirada
insolente, cínicos y cansados; piden una botella de vino, unas judías y queso
de la tierra. Además traen escondidas unas lonchas de jamón y mandan que se las
frían. Su astucia y su carta de racionamiento les permiten esto y más.
Necesitan reponerse del
largo viaje por tren desde Oviedo. Afuera, en la estación, un camión ya
cargado, espera, cubierto con una lona.
Hace sol, mucho sol y la
mujer del ventero se apresura a poner la ropa blanca a secar en las ventanas,
en el terrado, hasta sobre el tejado de la casa. Brilla la ropa al sol.
Los dos del Tercio comen,
piden más vino.
—El capitán de la guardia
Civil de Ponferrada —dice uno de ellos— no sabe si venimos por tren o en
camión.
—Es cierto —contesta el
otro —pero este es el lado peligroso del asunto.
—No te preocupes, que yo me
entiendo bien. El negocio merece la pena. Cincuenta fusiles, ponemos treinta.
Es fácil cambiar el número. Veinte cajas de cartuchos, ponemos diez. Tengo un
líquido especial. Luego que vayan a averiguar.
—Pero ¿y lo de llegar en
camión y no por tren? ¿Qué pretexto puede inventarse para dejar un tren?
—Eso es difícil, pero el
que no se arriesga no pasa la mar.
— Podemos decir que...
En este momento entra en la
venta un hombre pequeño, de rostro colorado y ojos azules, diminutos y vivos.
Va cubierto con una boina y lleva un amplio blusón a rayas atado a la cintura,
pantalón negro de pana y botas fuertes y relucientes, de piel de becerro que
contrastan con lo humilde de su vestidura. Pide una jarra de vino. Después se
para frente a la puerta, cruzado de brazos, con una mano oculta en el blusón.
—Son cincuenta y veinte
—dice como hablando consigo mismo.
—No, —contesta uno de los
del Tercio sin mirarle —son veinte y diez.
—Cinco mil pesetas.
—Por menos de veinte mil no
hay nada. Yo no me juego la vida por amor al arte. Además...
En este momento cruza por
la carretera una pareja de la guardia Civil fusil al hombro, el charolado
tricornio reluciente de sol. Los pasos firmes, graves, reposados. Miran de un
lado a otro.
El hombre de la blusa,
parado en la puerta no se mueve. Contempla el ciclo despejado algo velado por
la niebla. Bebe sujetando en la mano izquierda su jarra de vino.
—Está bien, veinte mil
pesetas. No vamos a discutir por eso, por tan poca cosa... Y ya sabéis...
—Diez mil ahora y diez mil
luego.
—Cinco mil ahora, y ya sabes
que el que nos engaña la paga antes o después. Son veinte fusiles y diez
cartuchos. Aquí está el dinero. A eso de las nueve en la curva que da a
Bembibre... ¡Ah pillos, tunos, termina sonriendo —vosotros pagáis el vino!
¡Agur cara-liebre.
A las nueve de la noche en
la curva que da a Bembibre había una niebla espesa. El haz de los faros del
camión que subía parecían dos largos tentáculos amarillos.
—¿Por qué no nos cargamos a
estos marrajos y nos quedamos con todo? — pregunta un hombre agazapado tras una
carrasca.
—No. camarada —contesta
otro—. Eso sería matar la gallina de los huevos de oro.
—¿Qué más quieres? —dice un
tercero. —¡Te lo traen servido a casa y aún te quejas!
Después sonaron unos tiros.
Había que disimular.
—¡No te muevas Ramón o te
asamos! —le dicen al chófer, manos arriba.
—Tú hecho un pendón como
siempre. ¡Bragazas!
—Y dile a tu tío el
falangista que se ande con cuidado o lo pasará mal.
—Y recuerdos a la Tomasa.
—Y a la Petra de
Ponferrada. Le dices que sigo veraneando.
Mientras tanto los dos del
Tercio manos en alto contemplan impasibles cómo los guerrilleros descargan el
camión. Se llevan exactamente veinte fusiles y diez cajas de cartuchos.
—A los del puesto
fronterizo les decís que no sean malos.
—Aquí tenéis las quince mil
pesetas y cinco mil más de propina —murmuran disimuladamente uno de los del
tercio.
Y se las echan al bolsillo.
—¡Arre!
—¡Agur y hasta otra!
—¡Viva la Junta Suprema!
¡Hihíiii!... ¡Jujuyyyy...!
Arranca el camión. Baja
luego por las largas cuestas a salir a la carretera general, camino del
Bierzo.
La niebla se disipa. El panorama parece que se va ensanchando.
José Herrera Petere
3 de marzo de 1944
Los artículos de "El Nacional"
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