Isabel Oyarzábal Smith
(Málaga, 12 de junio de 1878 - México D.F., 1974)
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Entre los muchos cambios que la guerra europea provoca en la política interior de los pueblos, uno de los más justos y merecidos es el que se refiere a la concesión del derecho de sufragio a la mujer.
Durante años y años y por todos los medios, incluso aquellos que más en contradicción están con el carácter femenino, tales como la violencia y la excesiva publicidad, las mujeres de los países civilizados han intentado lograr esa arma poderosísima que para los hombres significó nada menos que la realización de muchos de sus ideales. Tal arma no es otra cosa que el derecho a votar, a elegir, como representantes de la voluntad popular, a las personas cuya competencia, honradez y seriedad es una garantía de éxito para él país.
Los Estados norteños de Europa y los pueblos que de
ellos se derivan y dependen, fueron los primeros centros de la lucha gigantesca
sostenida por la mujer a través de los tiempos, para lograr el ideal apetecido.
En Inglaterra, Noruega, Dinamarca, los Estados Unidos, Islandia, Australia,
Nueva Zelanda, el Canadá y Finlandia, se luchó largo tiempo sin conseguir
fruto alguno.
Las mujeres abnegadas, que fueron las precursoras de
un movimiento que por doquiera despertaba antipatías y protestas generales,
hubieron de sufrir un verdadero calvario de humillaciones y
penalidades.
No hubo sátira sangrienta que no las alcanzara, mofa
y escarnio que no afrontaran con valor insuperable. Los hombres todos,
salvo raras y honrosas excepciones, y lo que es más extraño aún, algunas
mujeres, opusieron un veto terminante a la labor iniciada, y cuando llegó
el momento de ceder, no fueron los primeros los grandes Estados, obligados por
su categoría a mostrarse generosos, sino el pequeño de Islandia, el que dio al
mundo el ejemplo de su estricto espíritu de justicia, concediendo en el año
1863, a las mujeres del país, el derecho al sufragio comunal. Alentadas
entonces las directoras del movimiento en las demás naciones, arreció la
contienda, hasta que primero unos, luego otros, con gran resistencia o sin
ninguna, los países mencionados fueron concediendo al sexo débil el derecho a
luchar—léase opinar y votar—en colaboración con los hombres, por el
bienestar interior de las respectivas patrias.
El gran conflicto europeo, acarreador de males
temibles, pero sabio demoledor a la par de arcaicos y malsanos
prejuicios, contribuyó a precipitar los acontecimientos. Inglaterra, olvidando
la implacable oposición que hiciera antaño a las pretensiones de las famosas
sufragistas, acaba de votar en el Congreso una ley favorable al sufragio
femenino.
En Rusia tal privilegio fué uno de los primeros frutos
de la revolución, mientras que Suiza, Francia, Italia, Alemania y los Estados
Balkánicos, como todos aquellos Estados cuya conciencia popular reconoce
la justicia del movimiento feminista, no tardarán en seguir su ejemplo; sólo
España, indiferente al avance y a la transformación mundial, en
este terreno, permanece muda ante una cuestión que tan vitales intereses
entraña. Sin embargo, en diversas ocasiones se trató de aunar el esfuerzo de
las mujeres españolas al ansia de mejora universal, y este deseo no
fructificó por la falta de ambiente con que se tropezó en nuestra tierra.
La lucha no puede sostenerse allí donde no se aspira
a lograr un ideal, ni es necesaria una solución cuando no preocupa el
problema.
Tal ocurría y ocurre aún, por desgracia, en este
pueblo.
La mujer, española, la más dócil y abnegada del
mundo, capaz por sus grandes cualidades y por sus dotes de inteligencia, de
colaborar, con verdadero éxito, en lo que al bienestar interior de su Patria
afecta, se abstiene de toda participación en el movimiento feminista,
sencillamente porque no sabe de lo que se trata.
Las burlas que en Inglaterra giraron en torno a
la figura de la sufragista es lo único que del esfuerzo que en pro del sufragio
realizaban las mujeres extranjeras, repercutió en España. La aspirante al voto,
solterona e histérica, destructora de obras de arte e insolente frente a la
autoridad y la tradición, es para la mayoría de nuestras compatriotas la
personificación de algo absurdo que no se comprende.
Aquí no se sabe que casi todas las mujeres de
Inglaterra, ricas y pobres, casadas y solteras, feas y bonitas, damas de la
alta sociedad y obreras, artistas y literatas, profesoras y comerciantes, han
deseado activa o pasivamente la implantación de la reforma, que todas ellas,
distribuidas en secciones y agrupaciones, contaban con la simpatía y el apoyo
de las distintas creencias; la Iglesia Católica, como las otras
denominaciones, formó en seno la “Liga de Libertad de la Mujer”, cuyo único
objeto era lograr del Gobierno el derecho al sufragio
Sólo en España perdura hoy una idea equivocada de la
“sufragista”, y, en consecuencia, se ignora lo que ésta verdaderamente
ambicionaba. El voto para nosotras, no significa nada ni representa nade
aún. Sabemos que es un derecho que, al parecer, aprecian los hombres, de
donde deducimos que debe proporcionar a éstos ciertas ventajas, pero no
han comprendido todavía la mayoría de mujeres de este país, que en sus
manos pudiera también el voto tener un valor positivo y práctico.
En un reciente número del ABC se lamenta un
escritor do que ni un solo político socialista se haya ocupado en España de los
derechos de la mujer. Aparte el que, lo que primero se necesita, es que la mujer
misma aspire a tener esos derechos, hay que reconocer que el partido socialista
fué el primero que se preocupó de asociar a las mujeres trabajadoras y
aleccionarlas acerca de las ventajas que tal unión podía proporcionarlas.
Un escritor socialista, D. Luis Araquistain, ha
publicado también hace pocos días, en «El Liberal», un extenso e interesante
artículo sobre el derecho que al sufragio tiene la mujer.
También se han ocupado de ello algunas veces, y es
fuerza reconocerlo, los escritores y propagandistas de la extrema derecha.
Como que para cualquiera que esté medianamente
enterado de las características que distinguen a la mujer española, no cabe
duda que estos dos partidos opuestos son los que se beneficiarían con el
sufragio femenino en nuestra Patria; profundamente reaccionarias o
francamente radicales, el voto de nuestras mujeres aumentaría principalmente
las fuerzas de los dos polos políticos opuestos.
Pero, a pesar de los amistosos requerimientos de unos
y de otros, el problema feminista no está del todo planteado aún entre
nosotros. La mujer no se ha dado del todo cuenta de lo que es el voto, ignora
lo que puede valerle, y por 1o mismo, no lo desea. En el momento en que se
percate de que el sufragio no es ni más ni menos que el reconocimiento por el
Estado de la personalidad femenina, en cuanto afecta a sus derechos, acudirá al
llamamiento universal en este terreno.
Merced a las atávicas costumbres que aún rigen en
España, las mujeres de nuestra raza han llevado hasta hace poco una existencia
tan limitada, han vivido tan apartadas de la lucha, seguras y tranquilas,
dentro de su hogar, que no han podido afectarlas directamente las conmociones
que han sacudido al mundo para que hombres y mujeres pudieran lograr una santa
y fuerte independencia. Hoy la mujer española se ve lanzada, a su vez, por las
circunstancias de la época, a decidir por sí y ante sí, de su porvenir, a
buscar la solución de su problema económico, a defender sus intereses, y al
hacerlo, aparece ante el Estado como un nuevo responsable, capaz de soportar
las mismas obligaciones que para con éste tienen los hombres; y a cambio
de ello, exigirá, antes de que pase mucho tiempo, que le sean concedidos
idénticos derechos.
El voto es, como vemos, la garantía con que el Estado asegura y defiende los intereses de aquellos que con su
inteligencia, su trabajo o sus medios económicos colaboran a la
prosperidad y desarrollo y nacional, y si la mujer española , como la de
todos los países acepta plenamente dicha colaboración, cumple con los deberes
que ésta la impone, y se hace responsable de cuanto en su nombre se la exige;
es indudable que se hace acreedora de la misma consideración que los hombres, y
que el demorar la concesión de tan legítima aspiración es una grave e incomprensible
injusticia.
Queda, pues, asentado en principio que juzgando
lógicamente, la mujer tiene hoy derecho a votar; en artículos sucesos iremos
viendo las ventajas que pueden reportarla el sufragio y 1a obligación que
entonces tendrá a aplicar el privilegio de elección, a conciencia,
sosteniendo y apoyando sólo a aquellas personas cuya capacidad mental y moral,
como antes decíamos, las haga dignas de representar a la
voluntad nacional en el Parlamento.
Beatriz Galindo (Seudónimo de Isabel Oyarzabal)
El Sol, 10 de diciembre de 1917, página 2
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