Cuando, después, de la dimisión de Maura y Alcalá Zamora, Azaña se encargó de la presidencia del Consejo de ministros, fueron muchos los que interpretaron la modificación ministerial como una evolución a izquierda.
Maurín llegó incluso a afirmar que el nuevo gobierno era “típicamente pequeño burgués”, y a equipararlo al “gobierno Kerenski”. Nosotros, por el contrario, sostuvimos desde el primer momento que la solución dada a la crisis significaba un paso adelante en el sentido de la consolidación de la gran burguesía y del bloque de ésta con los socialistas.
“En realidad [decíamos en el
número 3 de El Soviet, que el gobernador de Barcelona, representante del
pretendido “gobierno Kereski”, confiscó], el verdadero dueño de la situación es
Lerroux, o sea la gran burguesía. Pero no ha llegado aún el momento de dar la
cara, de tomar enteramente las riendas del poder en nombre de los que ven en
Lerroux, como éste ha dicho en su discurso de Santander, “la boya en la cual ve
el náufrago la esperanza de su salvación.”
Los hechos han demostrado, y
siguen demostrando, que nuestra apreciación era justa. A la adopción de la “ley
de defensa de la República” por la casi unanimidad de los diputados en las
Constituyentes, ha seguido una política cada vez más acentuada, de represión
contra la clase obrera y deestrangulamiento sistemático de la revolución
democrática. Alentada por la debilidad de las organizaciones obreras, la
incapacidad de los dirigentes anarcosindicalistas de la CNT, a los cuales la
experiencia no ha enseñado nada, y la ausencia de un gran partido comunista, la
burguesía va reforzando sus posiciones y acechando el momento oportuno para
arrojar la careta democrática e implantar su dictadura descarada.
Hoy esto no es posible. Las
ilusiones democráticas son aún muy vivas entre las masas pequeño burguesas y
una gran parte de la clase obrera. La burguesía tiene necesidad de mantener
temporalmente estas ilusiones sirviéndose de una fuerza política que no esté
todavía completamente desacreditada entre las masas y que, por su significación
nominal, represente una garantía de radicalismo. Esta fuerza política es el
Partido
Socialista, cuyos dirigentes
se muestran dispuestos a acudir en auxilio de la clase explotadora. Pero formar
un gobierno exclusivamente socialista sería una aventura peligrosa. Este no
haría más que continuar la política de la burguesía, y el Partido Socialista se
desacreditaría a los ojos de las masas trabajadoras. Con ello, la burguesía se
vería privada de una de sus más importantes armas de reserva. Los socialistas,
que se dan perfectamente cuenta de ello, tienen un miedo atroz a tomar
enteramente la responsabilidad del poder y se pronuncian por un gobierno de
concentración, presidido por ellos. Largo Caballero se ha apresurado a
manifestar que un gobierno tal, por su composición misma, se vería en la
imposibilidad de realizar el programa del partido. Pero, éste, que según las
declaraciones del ministro del Trabajo, “ha ofrecido más renunciamientos que nadie
en bien de la República”, aceptaría este sacrificio por “interés nacional”.
En estas condiciones, los
socialistas, libres de toda responsabilidad por la política del gobierno,
contribuirían a mantener las ilusiones democráticas de las masas y darían la
posibilidad a la burguesía de consolidar definitivamente sus posiciones y
preparar, tras de la mampara socialista, una auténtica dictadura fascista. El
gobierno Azaña ha sido la primera etapa de este proceso; el gobierno presidido
por los socialistas sería la segunda.
Los acontecimientos de estos
últimos días confirman plenamente esta apreciación. Mientras se prepara a la
opinión para un gobierno Largo Caballero y se adormece la sensibilidad de las
masas, Lerroux, en una interviú que le ha hecho un redactor del periódico
reaccionario de Madrid, Ahora, expresa su convencimiento de que los socialistas
en el poder, “lejos de ser una dificultad”, serían “una prudente colaboración”;
y en unas palabras verdaderamente clásicas, pone al desnudo, sin ambages, el
carácter de clase del régimen: “Yo puedo asegurar [dice] que estoy viendo
realizada la profecía que hice durante tantos años cuando anunciaba [enopinión
de algunos enfáticamente]: ‘Yo gobernaré’. Ahora puedo decir que yo estoy
gobernando, porque una cosa es el gobierno y otra cosa es el poder. Se puede
ser poder y no gobernar. Se puede ser gobierno y no ser poder. Yo gobierno y no
soy poder”. Lerroux es el representante de la gran burguesía, el Miliukov
español. Que no lo olviden los trabajadores.
Y que no olviden tampoco que
el jefe del partido “radical” no es un hombre platónico. Mientras se entretiene
a las masas con el sonajero del “gobierno socialista”, Lerroux se prepara
seriamente, no sólo para gobernar entre bastidores, sino para ser poder, para convertirse
en el instrumento directo de una sangrienta dictadura de tipo fascista.
La constitución, anunciada
estos días, del partido nacionalista “Joven España”, es el primer paso
importante en este sentido. Su organización, basada en una milicia de 500.000
hombres, que “llevarán un dispositivo con los atributos de la legión,
camisa gris de tono verdoso y cuello del mismo color”, está calcada de la del
fascismo italiano. La advertencia de que “se abstengan de inscribirse”, hecha a
“los temerosos y los cobardes, y los que no sean capaces de arrostrar todos los
peligros de una batalla cruenta”, demuestra bien a las claras cuáles son sus
propósitos.
El proletariado cometería un
error, que podría ser de funestas consecuencias, si no concediese a este hecho
toda la atención que merece y no viera en el propósito enunciado más que una
simple manifestación de jactancia.
Es más que probable que la
“Joven España” no conseguirá reclutar actualmente a esos 500.000 hombres que
necesita para ahogar definitivamente la revolución democrática y aplastar al
proletariado. Pero lo que hoy no tiene aún una fuerza orgánica real, puede
convertirse mañana en una fuerza imponente. En 1920, y aun en 1921, los
revolucionarios italianos consideraban con desdén a los fascistas, en los
cuales no veían más que a “taifas de bandidos”, sin ninguna fuerza real. Esas
“taifas de bandidos” tomaban el poder a fines de 1922 y arrastraban tras de sí
a las grandes masas pequeño burguesas, esas mismas masas que habían seguido a
los socialistas y que, decepcionadas ante el fracaso de la revolución
proletaria, se arrojaban en brazos de Mussolini.
¿Existen en España factores
susceptibles de favorecer el desarrollo de un gran movimiento fascista? Sin
ningún género de duda. El primer factor, y el más importante, el de la pequeña
burguesía. Como en Italia, la pequeña burguesía urbana y agraria constituye la
inmensa mayoría de la población.
Por el papel mismo que
desempeña en la vida económica del país (dependencia con respecto al gran
capital) esa clase es incapaz de tener una política propia y vacila
constantemente entre la gran burguesía y el proletariado. Conquistarla, o al
menos neutralizarla, es de una importancia fundamental para la causa de la
revolución. Después del fracaso de gran movimiento de la clase obrera de los
años 1917-1920, apoyó de hecho la dictadura de Primo de Rivera. Pero como esta
experiencia no le librara de las cargas onerosas que pesaban sobre ella, ni
mejorara su situación, evolucionó hacia el republicanismo. Con la caída de la
monarquía y la proclamación de la República, la pequeña burguesía dio rienda
suelta a sus ilusiones democráticas y siguió, llena de esperanzas, a los
demagogos de la izquierda. Pero las ilusiones van desvaneciéndose, y esas
grandes masas fluctuantes e indecisas se verán irresistiblemente atraídas por
la clase social que les ofrezca un programa claro y concreto y la decisión
inquebrantable de llevarlo a la práctica. Esa clase no puede ser más que la
gran burguesía o el proletariado.
La gran burguesía, ese
programa lo tiene: aplastamiento de las organizaciones obreras consolidación,
por el hierro y por el fuego, de la dominación del capital. El instrumento para
su realización lo está forjando Lerroux en su “Joven España”. Nada más fácil
que atraer a las masas pequeño burguesas, decepcionadas con ese programa,
convenientemente aliñado con una buena dosis de demagogia.
Pero hay un segundo factor no
menos importante: el proletariado. Al proletariado se le ofrece una ocasión
única para dar la batalla definitiva a la burguesía y tomar el poder. Las
circunstancias objetivas no pueden serle más favorables en este sentido. Pero,
subjetivamente, está desarmado.
Sindicalmente está dividido:
los dirigentes de la UGT colaboran abiertamente con la burguesía, y los de la
CNT, o caen en un reformismo que no tiene nada que envidiar al de Largo
Caballero y compañía (Grupo Peiró-Pestaña), o en un aventurerismo (la FAI) que
no puede conducir más que a un putsch sangriento y estéril. Faltan
organizaciones de masa, tales corno los soviets, que agrupen a toda la masa
trabajadora y se conviertan en el instrumento de la insurrección y de la toma
del poder. Falta, sobre todo, un gran partido comunista, sin el cual la
victoria es imposible.
Si la clase obrera es vencida
sin combate o después de un putsch heroico e ineficaz, su abatimiento o su
pasividad favorecerán la evolución de la pequeña burguesía hacia la derecha, y
permitirán a la burguesía apoyarse en ella para asestar el golpe de gracia al
proletariado. En esas circunstancias el fascismo hallaría una base magnífica
para su desarrollo.
Esta perspectiva es posible,
pero no inevitable, ni mucho menos. La clase obrera ha de tenerla presente en
su espíritu, con el fin de prever todos los peligros y atacar al enemigo de un
modo más certero y decidido. La situación es netamente revolucionaria. La
crisis capitalista se agrava de día en día. No tiene solución. La burguesía va
consolidando sus posiciones en un esfuerzo desesperado, pero tropieza con
dificultades inauditas para consolidarlas definitivamente. Con la constitución
de un gobierno presidido por los socialistas, intenta ganar tiempo. La clase
obrera ha de darse cuenta de ello y no permitir que la burguesía tenga un
momento de respiro. En períodos revolucionarios como el que vivirnos, los
acontecimientos se desarrollan con extraordinaria rapidez. Pero la conciencia
revolucionaria de las masas progresa, asimismo, en proporción geométrica. Lo
que falta es un partido que concrete en fórmulas precisas esa conciencia
revolucionaria y organice a las masas para la acción. Este partido no existe
aún, aunque hay potencialmente un intenso espíritu comunista en el país. Hay
que dar a la clase obrera ese instrumento indispensable para su emancipación.
Hay que forjar un gran partido revolucionario del proletariado unificando todas
las fuerzas comunistas y dotándolas de un programa claro y preciso.
Las posibilidades de eficacia
en la lucha contra el peligro fascista y por la constitución de un gran partido
comunista dependerán, principalmente, de la medida en que se consiga poner
término a la división sindical que desgarra a la clase obrera de nuestro país.
En este sentido, el Partido
Comunista está llamado a desempeñar un papel de primordial importancia,
combatiendo implacablemente a los escisionistas inveterados del campo
anarquista y de la UGT, demostrando en la práctica al proletariado que desea
sinceramente la unidad y luchando para conseguirla.
Por desgracia, el partido ha
seguido en este terreno una política profundamente errónea, que culminó en la
famosa Conferencia de Sevilla y en la constitución del Comité de
reconstrucción, que ha creado una impopularidad merecida a los comunistas en el
seno de la CNT y ha venido a ahondar todavía más la escisión: tres o cuatro
meses atrás, la dirección del partido, ante el fracaso evidente de su política
sindical, anunció un “viraje” en la misma. Se renunciaba a la táctica de
escisión, que tan funestos resultados había dado, y se anunciaba la
transformación del Comité de reconstrucción en Comité de unidad.
La Oposición Comunista
española saludó con Satisfacción el “viraje”, que equivalía al reconocimiento
implícito del acierto de sus críticas, pero incitaba al mismo tiempo a los
comunistas a impedir que el viraje anunciado por el partido no quedase en el papel,
como hacía temer la persistencia tenaz de este último en algunos de los errores
fundamentales.
“Por lo que a la política
sindical se refiere [decía el Comité central de la Oposición en la carta
abierta dirigida a los miembros del partido], los síntomas son aún más
inquietantes. Se han hecho proposiciones concretas de frente único a la
CNT, pero el Comité de reconstrucción… sigue funcionando; y aún después de la
circular de la Secretaría política proclamando el viraje en la política del
partido, ha publicado distintos manifiestos con su firma. El Comité ejecutivo,
si sus deseos son sinceros, ha de demostrarlo en la práctica. Los miembros del
partido han de imponer, en este sentido, su voluntad a los dirigentes”.
Nuestros temores eran más que
justificados. El partido, lejos de orientarse sinceramente hacia la unidad,
acentúa su política divisionista. Esta es la realidad. Su decisión de convocar
una conferencia de unidad sindical (valiéndose, ¡como en 1925!, de la Federación
de Sociedades Obreras de San Sebastián), no puede conducir más que a una
segunda edición, corregida y aumentada, del Comité de Sevilla, es decir, a la
creación de una tercera central.
Es de una evidencia
incontestable que participará en dicha conferencia una minoría insignificante
de sindicatos; que las grandes organizaciones de la CNT y de la UGT no mandarán
sus delegados. En estas condiciones, ¿es que la Conferencia puede dar otro
resultado que una nueva escisión?
La experiencia de estos últimos
años demuestra que ese camino no es el más eficaz para llegar a la unidad
anhelada; que con conferencias de unidad y proposiciones de congresos de fusión
no se conseguirá absolutamente nada. La unidad hay que hacerla desde abajo,
pasando previamente por la fase del frente único. La lucha contra la ofensiva
patronal, los problemas que la revolución plantea, hacen aparecer diariamente a
los ojos de la clase obrera la necesidad de coordinar y de unir sus esfuerzos.
No hay ningún obrero, por
poco consciente que sea, que no comprenda la necesidad de formar un solo frente
con los compañeros que trabajan con él en la misma fábrica, en el mismo taller,
en la misma mina. El comité de fábrica, elegido por todos los trabajadores de
una misma casa sin excepción, estén o no organizados sindicalmente, pertenezcan
a la CNT o a la UGT, sea cual sea su filiación política, le ofrece la
posibilidad efectiva de establecer esta unidad de acción. La lucha en favor de
la unidad hay que iniciarla, pues, por la base, emprendiendo una campaña
enérgica en favor de la constitución de comités de fábrica en todo el país. De
este modo, una vez conseguida la unidad en la base, la clase trabajadora,
impulsada por la lógica misma de la lucha, llegaría a la conclusión de la
necesidad, no ya del frente único, sino de la unidad desde el punto de vista de
organización, en el terreno nacional. Este camino es aparentemente más lento
que el del congreso de fusión, preconizado como primera y última etapa; pero,
en realidad, es mucho más rápido, y sobre todo infinitamente más eficaz.
La lucha por los comités de
fábrica tiene, además, otras ventajas inapreciables. En primer lugar, ofrece al
proletariado una ocasión magnífica para oponer el control revolucionario de la
producción, ejercido por los mencionados comités, al proyecto de sedicente
“control obrero”, elaborado por Largo Caballero, y que no es más que una forma
descarada de colaboración de clases.
En segundo lugar, en el
proceso de desarrollo de los acontecimientos revolucionarios de nuestro país,
los comités de fábrica pueden servir de poderoso estímulo a la aparición de
soviets, esos órganos insustituibles de la insurrección proletaria.
Abandonemos, pues, la
propaganda vacua de la unidad sindical y las tentativas que ahondan aún más la
escisión, y laboremos activa y decididamente por la verdadera e inmediata
unidad de acción de la clase obrera, impulsando con la máxima energía la
creación de comités de fábrica.
Andreu Nin
Andreu Nin
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