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2012. Recuerdos de Joaquín Maurin - IV. Jaca

Cuando a comienzos del siglo se perforó el túnel de Canfranc, que sería el tercer enlace ferroviario de España con Francia, en Huesca se produjo una gran agitación porque la línea férrea iría directamente de Zaragoza a Canfranc sin pasar por Huesca. Los conservadores oscenses -su jefe se llamaba Carderera- achacaban ese "insulto" a Manuel Camo, el cacique liberal de la provincia. Probablemente, Camo no tuvo ninguna intervención en los planes de los ingenieros que hicieron el trazado de la línea. Por lo demás, era natural que la línea no se torciera para dar satisfacción a una ciudad provinciana: entonces Huesca tenía unos 13.000 habitantes.

Si los adversarios de Camo -Carderera al frente- hubiesen conseguido que la línea férrea de Zaragoza a Canfranc pasara por Huesca, el 3 de septiembre de 1936 Joaquín Julió Ferrer no habría podido salir de Zaragoza. Y en Zaragoza, yo no tenía otra salida que echarme de cabeza al Ebro...

Afortunadamente, el tren iba de Zaragoza a Canfranc, y tomé en él asiento para Jaca.

El tren, que salió con algún retraso, se paraba en todas las estaciones del trayecto sin ninguna prisa por reanudar la marcha. Yo sabía que me iba aproximando al final de mi viaje, y tampoco tenía prisa.

En el compartimiento en el que me instalé había una joven que iba acompañada de una niña, hermana suya, y dos hombres, uno de los cuales, muy hablador, dijo que era viajante de comercio.

La joven, de unos veinte años, muy simpática y risueña, nos explicó que era de Ayerbe y que había ido a Zaragoza a hacer un voto a la Virgen del Pilar para que le salvara a su novio, que había sido movilizado y se encontraba en el frente.

-¿En qué frente?- le preguntó el viajante de comercio.

- No lo sé. Cuando me escribe, pone la fecha, pero no el lugar donde se encuentra.

- Supóngase - siguió el viajante- que su novio, en el frente o en la retaguardia, conoce a una cantinera que le atrae, se enamora de ella y la deja a usted...

- Pues en ese caso, quedaría sin efecto el voto que he hecho a la Pilarica, y me buscaría otro novio...

El pragmatismo de la muchacha nos chocó a los que la escuchábamos. Desde luego, no era una romántica.

La novia pragmática y su hermanita se apearon en Ayerbe, y quedamos solos en el compartimiento el viajante de comercio, el otro hombre, que parecía mudo, y yo.

Por decir algo y enhebrar la conversación con el viajante, recordé que Ramón y Cajal pasó su infancia y mocedad en Ayerbe... Tenía él una vaga idea de quién fue Ramón y Cajal. Es aterrador ver cómo una generación olvida fácilmente a la generación anterior.

Cuando el tren se puso en marcha, le dije que yo iba a Jaca, en donde no había estado nunca, y le pregunté si sabía cuál era el hotel más recomendable.

- Hay un hotel de primera y una fonda, la Fonda de España, a la que yo voy cuando paso por Jaca. Muy buena gente. Si usted va allí, quedará satisfecho. Puede decir que yo se la he recomendado - y me dijo su nombre.

El viajante de comercio bajó en Sabiñánigo; del otro viajero no recuerdo qué fue de él, y quedé solo en el compartimiento.

Empezaban a caer las sombras de la noche. El tren iba aproximándose a Jaca.

A Jaca le dio nombre a comienzos de siglo un obispo. Se llamaba Antolín López Peláez. Escribía libros y era un gran orador sagrado. Siendo estudiante en Huesca, intenté leer alguno de sus libros; mas no estaban hechos para mí. Me aburrían. Pero oí un sermón suyo en la iglesia de la Compañía de Jesús en Huesca. Entre los asistentes vi a los jefes liberales: Batalla y Mairal. Yo tenía dieciséis años entonces. El obispo de Jaca, en el púlpito era imponente: tenía presencia, voz, gesto y era elocuente. Habló de la Religión, de la Ciencia y de la Libertad. Era un obispo liberal. Fue senador y nombrado arzobispo, creo que de Tarragona. Jaca, sin el obispo que le daba nombre, cayó en el olvido, en donde estuvo sumergida hasta diciembre de 1930, cuando el regimiento allí destacado se sublevó al grito de ¡Viva la República! Los dos capitanes que planearon y dirigieron la sublevación, Fermín Galán y García Hernández, tan idealistas como atolondrados, procedieron a la manera de los militares liberales del siglo pasado - el "pronunciamiento"-, fracasaron y fueron fusilados. Pero su gesto romántico produjo un terremoto en toda España, y socavó las bases de la Monarquía. La proclamación de la República cuatro meses más tarde fue el eco político de la sublevación de Jaca. Para el régimen republicano, Jaca era una ciudad sagrada. De hecho, fue la cuna de la República.

El 18 de julio de 1936, Jaca se había sublevado de nuevo. Esta vez contra la República...

El tren llegó a Jaca ya completamente de noche. De la estación, algo apartada, había que ir a la ciudad en tartana. Los carabineros pedían a los viajeros papeles de identidad.

Yo enseñé mi cédula personal.

La Fonda de España, al final de la calle Mayor, tenía una entrada amplia por la que podían penetrar los vehículos. Por el espacioso zaguán parecía una vieja posada de carreteros. Al subir al primer piso, la apariencia cambiaba por completo. En primer lugar, había una sala-recibidor, y, al fondo, el comedor. Los dormitorios, en el segundo piso.

Me presenté diciendo que un viajante de comercio - mencioné el nombre- me había recomendado la Fonda.

Una mujer joven y alta - se llamaba Josefina- me dijo:

- Primero, llene la hoja de identificación.

Llené la hoja: Joaquín Julió Ferrer, natural de Bonansa, provincia de Huesca; casado; oficio: traductor literario, procedente de La Coruña. Cédula personal número tal.

Josefina -era la esposa del hijo del dueño de la fonda- leyó detenidamente la hoja, me dijo el número de la habitación y pasé al comedor. Mesa grande, de fonda. Me correspondió sentarme al lado de un comandante. Le dirigí la palabra por razones de cortesía -"por favor, sírvase usted primero", etc. y él contestó cortésmente. Me pareció que tenía acento catalán. Después supe que había podido evadirse de Lérida, en donde el P.0.U.M. venció a los militares. Se llamaba Jordi de apellido: el comandante Jordi.

Entraba y salía del comedor, dirigiendo a las sirvientas, una joven de unos veinte años, agraciada, delgada, morenita.

Terminada la comida, salí al recibidor, y vi sentada sola a una joven. Le dirigí la palabra y me contestó muy amablemente. Era bonita, de ojos muy hermosos y gran cabellera negra. Se llamaba Rosario. Me dijo que era sobrina del dueño de la fonda, y que sus padres estaban en Huesca, de donde ella había salido poco antes del 18 de julio, para pasar el verano con sus parientes de Jaca.

-¿Y dejó a su novio, un militar quizá, en Huesca? - le pregunté en broma.

Hizo un gesto evasivo, y me dio a entender que no le atraían los militares.

Estábamos ya en animado diálogo, cuando se sentó a nuestro lado, con una sonrisa de saludo, la joven que había dirigido el servicio en el comedor momentos antes. Se llamaba María. Era hija del dueño, viudo, y hermana del marido de Josefina. Rosario y María, aproximadamente de la misma edad, eran primas.

Hablando los tres, transcurrió la velada. María era una de las mujeres más listas que yo haya conocido. Se dio cuenta en seguida de que me encontraba en una situación difícil. Se había educado en un colegio de Francia y tenía una instrucción superior a la de la generalidad de las muchachas de la clase media española en aquel tiempo. Dijo que le gustaba leer, y leía, si tenía tiempo.

- Le voy a dar un libro que tal vez le guste - le dije. En mi maleta llevaba unos cuantos libros neutros. Uno de ellos, adquirido en la librería de viejo de La Coruña, era el relato que Georgette Leblanc hizo de su vida con Maeterlinck.

- ¿Qué libro? - preguntó con curiosidad.

- Es un libro de anécdotas muy curiosas -dije, y les relaté cómo Maeterlinck- María sabía quién fue Maeterlinck; Rosario, no- después de escribir La vida de las abejas, dejó morir de hambre y de frío a las abejas que le habían servido para escribir su obra.

-¡Oh! - exclamaron, apesadumbradas, María y Rosario.

Esa noche, por primera vez en cerca de dos meses, dormí ocho horas de un tirón. Me levanté casi optimista.

Bajé al comedor, y, después de desayunar, María me dijo muy en serio:

- Ahora irá usted a la Comandancia Militar, y preguntará por el comandante Pareja. Le recibirá. Dígale que ha venido a Jaca con el propósito de comunicarse con su familia...

La miré fijamente a los ojos, y dije dubitativamente: - Pero...

Ella no me dejó continuar, diciendo secamente: - Haga lo que acabo de decirle.

-¿Me lo manda usted?
- Se lo ruego: hágalo - y desapareció.

¡A la Comandancia Militar! ¡A entrevistarme con el comandante Pareja! ¡Vaya lío!

Más tarde supe que el comandante Dionisio Pareja había sido el alma de la sublevación del regimiento de guarnición en Jaca, y que en los meses que siguieron a la insurrección era él la primera autoridad de la población.

Me dirigí a la Comandancia Militar. El cuartel, nuevo entonces, estaba situado hacia las afueras de la ciudad. Al llegar a la puerta, me paró el centinela, preguntándome qué deseaba.

- Desearía hablar con el comandante Pareja.

El centinela llamó al cabo de guardia, al que volví a expresar mi deseo. El cabo se comunicó con el sargento, el sargento con el teniente, y fui invitado a entrar en un despacho, en la planta baja.

Sin más trámites fui introducido ante un comandante: un hombre de unos cuarenta y cinco años, corpulento, moreno. -¿Comandante Pareja? - pregunté, saludando. -¿Qué desea?

Me apresuré a enseñarle mi cédula personal. Le dije que los acontecimientos me habían separado de mi familia y que deseaba ponerme en contacto con ella.

- ¿Dónde está ahora su familia?

- En Bonansa, partido de Benabarre.

- Esa zona de la provincia -dijo- está ocupada por el enemigo. Pero puede usted escribir a su familia; le haremos llegar la carta.

- Muchas gracias.

Viéndolo bien dispuesto, me atreví a ir un poco más lejos. - No estando en edad militar, ¿podría reunirme con mi familia?

- No -dijo secamente-. Si usted lo intenta, será bajo su responsabilidad.

- En ese caso, voy a escribirles.

- Puede usted escribir a su familia, y la carta seguirá su curso a través de Francia.

Le di las gracias, y me despedí, dirigiéndome a la Fonda de España. Desde lejos, vi en el balcón del primer piso a María. Subí, y ella vino a mi encuentro.

- ¿Fue usted a la Comandancia? - preguntó. - Fui.
- ¿Y se entrevistó con el comandante Pareja?

- Sí- y le dije aproximadamente cómo se había desarrollado la entrevista.

- Está bien- dijo sin añadir ningún comentario, yéndose a sus quehaceres.

Aquella tarde, ligeramente aliviado, la consagré a recorrer un poco la ciudad. Apenas se veían hombres en las calles. Los jóvenes habían desaparecido por completo: huyeron, fueron movilizados o estaban presos.

Se respiraba un ambiente general de tensión.

Jaca tiene su calle Mayor que, a la manera provinciana, se animaba de 7 a 9 de la tarde; la catedral y un parque-jardín en las afueras. Entré en la catedral: la encontré pobre, triste y apagada: no me interesaba. Lo que sí me encantó de veras fue el parque-jardín. Daba la impresión de ser relativamente nuevo. Topográficamente, era un paseo. Al final había un mirador que denominaban el Rompeolas. El panorama que desde allí se divisaba era majestuoso: los Pirineos en frente, y hacia la izquierda, al fondo, como un enorme pedestal geológico, la peña Uruel.

Había en el parque muy poca gente, paseándose o sentada. Me llamó la atención una pareja, marido y mujer sin duda, de edad más bien avanzada, que al verme pasar me miraban con cierto interés. En vez de apartarme, volví a pasar por delante de ellos, y siguieron mirándome como sólo se mira a alguien a quien se conoce. Eso me extrañó.

Por la noche, a la hora de cenar, en el comedor de la fonda, vi a la pareja. Me sonrieron, y yo les contesté con otra sonrisa.

Después de la cena, se reanudó la tertulia del día anterior en la antesala: Rosario, María y yo.

- Hay en la fonda -dije dirigiéndome a María- un matrimonio que me saluda y sonríe como si me conociese. Y yo ni remotamente sé quiénes son ellos.

- Ya me han hablado de usted. Son de Huesca. Dice que se parece usted mucho a Carderera.

- Es posible -dije-. Pero que yo sepa, mi padre nunca estuvo en Huesca cuando era joven.

María comprendió en seguida la ironía de mi comentario.

Después de todo, que yo, físicamente, me pareciese a un conservador de Huesca no me perjudicaba.

Como el día anterior María y Rosario se habían interesado por el relato que Georgette Leblanc hizo de sus amores y desventuras con Maeterlinck, di un giro a la conversación, y dije:

- Estando en La Coruña, hace unas semanas, en un puesto de libros viejos encontré una novela de un escritor de Huesca, de comienzos de siglo...

- ¿De López Allué? - me preguntaron las dos.

- No de López Allué, sino de Silvio Kosti, pseudónimo de Manuel Bescós.

Nunca habían oído hablar de Silvio Kosti o Manuel Bescós. No era extraño. Bescós perteneció a la generación anterior y su destello literario fue breve como un relámpago.

- La novela -continué- se titula Las tardes del sanatorio. Si quieren, se la resumo. Pero les prevengo que tal vez sea para ustedes un poco inmoral...

- No importa - contestaron a una.

El cuento, inmoral si se quiere a comienzos de siglo, lo era menos en 1936. María y Rosario no se ruborizaron y se rieron mucho.

Náufrago, creía haber llegado a una isla de salvación posible. Nadie me conocía ni podía sospechar de mí. Es más: me parecía a Carderera...

Ahora bien, mi objetivo no era esperar indefinidamente, sino reunirme con los que luchaban por la Libertad. Había llegado de La Coruña a Jaca - alrededor de mil kilómetros -. ¿Podría recorrer ahora, finalmente, el trecho que me separaba de los míos? Había que intentarlo.

Al día siguiente, mientras me dirigía al mirador del Rompeolas, creí observar que detrás de mí, a una cierta distancia, iban siguiéndome dos hombres. Continué a mi paso normal, y oí un ¡chist! ¡chist!

Me di la vuelta, y los dos hombres me invitaron a que me parara. Me detuve, y vi en seguida su facha de policías.

- ¿Quién es usted? ¿A qué ha venido a Jaca? - me preguntó uno de ellos.

- ¿Y ustedes quiénes son? - repliqué yo secamente.

Como dos autómatas, los dos levantaron la solapa de su americana, enseñando la insignia de policía secreta.

Saqué de mi cartera la cédula, se la enseñé, y les dije bruscamente:

- En cuanto al motivo de mi estancia en Jaca, no tengo necesidad de exponérselo. Vayan ustedes a preguntárselo al comandante Pareja.

- Usted perdone, señor. Saludando fríamente, se alejaron.

No, Jaca no era la isla que me había imaginado. De momento, gracias al consejo que me diera María, había parado cl golpe. Pero era evidente que la policía ya empezaba a sospechar de mí.

Decidí que debía recorrer el último trayecto de mi largo viaje sin pérdida de tiempo. Salir de Jaca y aproximarme al frente, que, por lo que había leído en los diarios de Zaragoza, corría a lo largo del río Gállego, en la parte superior de su curso.

Para salir de la ciudad se necesitaba un salvoconducto, que se extendía en el Ayuntamiento.

Fui al Ayuntamiento, en la calle Mayor. Y en la planta baja, que es donde despachaban los salvoconductos, me dirigí al equipo civil que los extendía.

- Desearía ir a pasar dos o tres días a Panticosa - dije, enseñando la cédula -.

¿Podría tener un salvoconducto?

- ¿Dónde está usted hospedado, y quién lo conoce? - me preguntaron.

- En la Fonda de España. Me conocen los dueños y también el comandante Jordi- contesté con un poco de atrevimiento.

Lo que yo ignoraba: el comandante Jordi era el militar encargado de firmar los salvoconductos.

Los tres hombres que estaban sentados a la mesa se miraron, interrogándose, y uno de ellos -igual que el funcionario de la Diputación de La Coruña, días antes- hizo un gesto, como diciendo: adelante. Escribieron mi nombre en un salvoconducto, y me lo entregaron. Vi que estaba firmado por el comandante Jordi.

Me dirigí al lugar donde paraban los autos de línea que iban a Biescas-Panticosa, pedí billete, enseñé mi salvoconducto y me reservaron asiento.

Fui a la Fonda, encontré a María en el recibidor, y le dije con gran calma:

- He decidido ir a pasar dos o tres días a Panticosa; ya tengo el salvoconducto y el asiento reservado.

María me dirigió una mirada interrogativa; estoy seguro de que intuía mi pensamiento, y se limitó a decir:

- Es una región muy pintoresca.

Pagué el hospedaje, me despedí y fui a tomar el auto de línea rumbo a Panticosa.


Cómo se salvo Joaquín Maurín. Recuerdos y testimonios
Jeanne Maurín







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