No
es cierto que ésta tuviese que luchar en las calles de Vigo para imponerse al
fin triunfalmente. Si hubiera habido lucha en la ciudad los militares no
hubieran vencido. En Vigo no se luchó. Después del golpe de mano del capitán
Carreró al fusilar a mansalva en la Puerta del Sol a la multitud inerme no hubo
en Vigo ningún intento de lucha. Las ametralladoras colocadas en los
alrededores de la Comandancia no tuvieron que ser utilizadas para repeler
ningún asalto. No hubo tampoco agresiones aisladas en las calles. Han
pretendido los rebeldes para justificar la feroz represión efectuada luego que
en los primeros momentos tuvieron que luchar heroicamente en las calles de
Vigo. En sus periódicos publicaron fotografías de las barricadas
levantadas con los adoquines del pavimento en la calle Policarpo Sáenz delante
de la Casa del Pueblo. No hubo tales barricadas. El pavimento estaba levantado,
es verdad, pero era sencillamente porque desde hacía ya varias semanas estaban
trabajando en su reparación las cuadrillas de obreros municipales.
En
Lavadores sí hubo resistencia y barricadas. Fue una lucha desigual y espantosa.
Veréis cómo fue.
Cuando
la muchedumbre se dispersó aterrorizada después de la infame maniobra de la
Puerta del Sol, muchos fugitivos se concentraron en Lavadores donde se sentían
más abrigados y protegidos entre el humilde vecindario de aquel arrabal.
Produjo allí tal indignación la hazaña del capitán Carreró que los vecinos
decidieron resistir a los sublevados fuese como fuese, Durante la noche del
lunes se alzaron varias barricadas en Lavadores las que trabajaron, tanto como
los hombres, sus mujeres y sus hijos. El propósito era insensato porque
aquellas gentes estaban armadas sólo con palos, picos, hoces y algunas, pocas,
escopetas de caza, sin contar tal que otra pistola. Se decía con gran
prosopopeya que había hasta un arma automática un soberbio fusil ametralladora
que había sido cogido la noche antes al comandante don Alfonso Crespo que lo
llevaba de ocultis cuando andaba en los preparativos de la sublevación; pero lo
cierto fue que el famoso fusil automático no apareció jamás.
La
primera barricada se levantó en un lugar estratégico de Lavadores llamado
"Los Llorones", que debía el nombre a unos grandes sauces que por
allí había. Otra barricada se levantó en "El Calvario" y la tercera y
última en "El Seijo", delante del Ayuntamiento y de la casa-cuartel
de la Guardia civil.
Al
día siguiente, el martes, empezó la lucha. Atacaron la primera barricada unos
sesenta o setenta soldados, en su mayor parte de cuota, al mando siempre del
capitán Carreró. Se les hizo una encarnizada resistencia. Pero los defensores
de las barricadas carecían, como hemos dicho, de armas eficientes y no podían
resistir mucho tiempo. Cada vez que disparaban tenían que esconderse y tomarse
un tiempo para cargar de nuevo sus viejas escopetas de caza mientras los
soldados les rociaban de plomo con sus máusers. Se emplearon incluso morteros
de trinchera para atacar la barricada. El pueblo se defendió bien, sin embargo,
y los rebeldes no pudieron tomar ni siquiera la barricada de "Los
Llorones" en aquellos primeros intentos.
Cuando
corrió la noticia de que los de Lavadores estaban resistiendo desesperadamente
a la tropa sublevada comenzaron a llegar luchadores de todos los barrios de
Vigo y de los pueblos próximos. Todos venían sin más armas que sus brazos y
clamaban pidiendo fusiles. Llegaron de Puenteareas y La Caniza nutridos grupos
que a todo trance quisieron tomar por asalto el cuartel de la Guardia civil
para apoderarse de los fusiles. Los dirigentes de Lavadores y de Vigo no lo
consintieron.
Hubo
una dramática discusión en el Ayuntamiento. El alcalde, apoyado por el diputado
socialista don Antonio Bilbatua y varios directivos de la U.G.T. les
disuadieron. La Guardia civil era leal a la República y hasta aquel instante
había estado reiterando a los representantes del Frente popular su
adhesión incondicional al Gobierno. La Guardia civil -les decía enfáticamente
el jefe del puesto- no se subleva nunca.
Mientras,
como si quisiesen confirmar lo que los jefes republicanos y socialistas
sostenían y para infundir confianza al pueblo, los guardias civiles se asomaban
pacíficamente al balcón de su casa-cuartel, contemplando con todo sosiego cómo
el hormigueo popular reforzaba afanosamente sus barricadas y hacía sus
belicosos pertrechos.
Simultáneamente
comenzó el “paqueo" de los elementos reaccionarios atrincherados en sus
casas contra los que luchaban en la calle. A orilla de la carretera general de
Vigo había una casona grande, inmensa, la famosa Casa de Piedra, residencia de
don Estanislao Núñez, rico industrial propietario de una fábrica de estampados
de hojalata. Por la mañana la gente del pueblo estuvo recorriendo las casas en
busca de armas. Un grupo estuvo en la del señor Núñez que se hallaba allí con
dos de sus hijos y pidió que se le entregasen las armas que hubiera. Pareció
que los dueños de la casa se allanaban, pero cuando el grupo de obreros salía a
la calle llevándose unas inservibles escopetas, los de la casona atrancaron las
puertas y se pusieron a hacer fuego sobre ellos con unos rifles que
habían tenido ocultos. Se comprobó que los agresores eran el propio señor Núñez
y sus dos hijos, militantes fascistas. Los vecinos de Lavadores, furiosos, pusieron
sitio a la Casa de Piedra y después de un reñido tiroteo en el que mataron al
dueño de un balazo, asaltaron la finca y la incendiaron. A los dos hijos
fascistas los cogieron prisioneros y se los llevaron al Club Deportivo Obrero
de Lavadores. Al pasar por delante de un grupo nutrido de mujeres que estaban
ayudando a fortificar las barricadas los milicianos que llevaban bajo su
custodia a los hijos del señor Núñez se los mostraron, diciéndoles: -¡Ya son
nuestros! ¿Qué hacemos con ellos? ¿Los matamos? -¡Soltarlos! ¡Soltarlos!
gritaron unánimemente aquellas bravas mujeres.
Libres
los dejaron ir. Han sido después los dos más, feroces ejecutores de los
asesinatos.
Al
día siguiente volvieron los militares al asalto de las barricadas. No habían
podido arrastrar consigo más fuerzas y los soldados seguían siendo unos sesenta
o setenta a lo sumo. No iba con ellos ningún paisano, ni de la J.A.P. ni de
Falange. Pero llevaban además de los morteros varias ametralladoras con las que
estuvieron regando de plomo a placer a los combatientes de la República
imposibilitados de contestar adecuadamente con aquellas grotescas armas que
manejaban. A un campesino se le reventó la escopeta y se le torció el cañón. Yo
le ví en la barricada cuando intentaba aun seguir disparando con aquel arma que
no podía ya herir a nadie más que a él mismo.
Como
no podían atacar de frente a las ametralladoras, los combatientes del pueblo
distribuyeron por los tejados de las casas próximas a los que tenían las
mejores armas de fuego. Asomando por detrás de las barricadas dejaban sus
gorras puestas encimas de un palo para que los soldados las acribillasen. Ellos
agazapados en los tejados, dejaban pasar las ráfagas de las ametralladoras
sobre sus cabezas y en él breve intervalo en que permanecían silenciosas para
que las adelantasen o las pusiesen nuevas cintas de munición, descargaban sus
escopetas y volvían a agazaparse para poder cargarlas de nuevo. Pero, de una
vez para otra, iban perdiendo terreno.
Así
se perdió la primera barricada de "Los Llorones". Cuando los
militares se lanzaron al asalto de la barricada de "El Calvario"
escaseaban ya las municiones hasta el extremo de que era a pedrada limpia
cómo los defensores del pueblo intentaban contenerles.
Las
bajas de los republicanos eran cada vez más numerosas. Los primeros heridos
fueron llevados al sanatorio de Amuedo sito en "El Calvario" mismo.
Luego hubo que llevar a los heridos a otras clínicas y farmacias de la barriada
y finalmente tuvieron que ser encaminadas a las clínicas de Vigo, donde,
clandestinamente ya, quisieran asistirles.
Se
perdió fatalmente también la segunda barricada y sus defensores se replegaron
hacia la de "El Seijo", delante del Ayuntamiento, donde siguieron
resistiendo a la desesperada.
Pero
la Guardia civil, que hasta aquel momento había permanecido impasible, cuando
vió que los militares rebeldes habían tomado ya la primera y la segunda
barricada, se echó a la calle y comenzó a disparar contra el pueblo por la
espalda haciendo causa común con los sublevados a partir de aquel instante.
Cogidos entre dos fuegos los defensores de la República cayeron acribillados en
pocos minutos y allí terminó aquella heroica resistencia. Los que no
sucumbieron en aquella carnicería se dispersaron. Algunos, huyeron al monte.
Allí están, al cabo de diecisiete meses, los que han podido sobrevivir a la
horrible prueba. Famélicos, tuberculosos, cubiertos de harapos, acosados como
fieras, viviendo ocultos en agujeros que han hecho en la tierra con sus uñas
como verdaderas alimañas allí están todavía los supervivientes para vergüenza
de la humanidad civilizada.
Hernán Guijano
Galicia mártir. Episodios del terror blanco en las provincias gallegas
Ediciones Neos, Buenos Aires, 1949
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