—La radio acaba de decir que ha estallado una sublevación militar en
Marruecos. Cuando entreabro los ojos veo el rostro serio y preocupado de mi
madre que acaba de despertarme. Aunque tengo la sensación de no haber dormido
arriba de media hora, compruebo en el despertador que son ya las once de la
mañana. Me tiro sobresaltado de la cama y corro al teléfono para llamar a Unión
Radio donde tengo buenos amigos. Confirman lo anticipado por mi madre e incluso
me leen el texto de la breve nota que, rompiendo su obstinado silencio de la
noche anterior, ha hecho publicar Casares Quiroga. En ella, tras admitir que
una parte del Ejército se ha sublevado en Marruecos, el gobierno asegura: «El
movimiento está limitado a ciertas zonas del Protectorado y nadie,
absolutamente nadie, se ha sumado en la Península a tan absurda empresa».
—¿Qué te parece? —pregunta Medina, el locutor de Unión Radio, que es quien
me habla.
Respondo con la verdad: la nota llega con mucho retraso y con toda
seguridad no refleja más que una parte mínima de lo que realmente sucede. Si
anoche Casares prohibió que se dijese una sola palabra de lo que ocurría en
Marruecos, al cambiar hoy de opinión y no atreverse a asegurar que la intentona
ha sido sofocada, resulta lógico temer que el alzamiento no sólo haya triunfado
en Melilla, sino también en Tetuán, Ceuta y Larache. En cuanto a que nadie
secunde la sublevación en el territorio peninsular, era cierto hace seis o
siete horas, pero probablemente habrá dejado de serlo en este momento.
Mi pesimismo tiene plena confirmación cuando una hora más tarde hago mi
entrada en Teléfonos. Situado en el arranque de la calle de Alcalá, entre las calles
Universal y Colonial, Teléfonos es un viejo y destartalado edificio de dos
plantas construido a principios de siglo para albergar a una de las primeras
centrales telefónicas madrileñas. Tiene en su planta superior una amplia sala
destinada a los corresponsales de los diarios provincianos, con diez o doce
cabinas, grandes mesas y muchas sillas. La sala se encuentra concurrida a
cualquier hora del día o de la no-che. Como hay diarios de la mañana y la tarde
en casi todas las ciudades de la Península, Baleares, Canarias y Marruecos, y
cada uno tiene una hora distinta para que su representante en Madrid le
transmita las informaciones más importantes, Teléfonos es prácticamente la
única redacción madrileña que no interrumpe su actividad un solo minuto en el
transcurso de la jornada.
A mediodía del 18 de julio rebosa de periodistas que comentan y discuten
no sólo las noticias que se van recibiendo, sino los incontables rumores y
bulos que circulan por todo el país. Parece seguro que la sublevación ha
triunfado en toda la zona española de Marruecos, pese a que en Tetuán y Larache
algunos elementos republicanos se han defendido a la desesperada y que la
capital del Protectorado ha sido bombardeada por dos aviones gubernamentales.
Canarias se ha debido sumar al alzamiento y la radio de Ceuta ha divulgado un
manifiesto del general Franco declarando la ley marcial en el archipiélago. Por
último, el capitán general del departamento marítimo de San Fernando acaba de
proclamar el estado de guerra. Una hora más tarde se sabe ya que algo parecido
ha sucedido en Córdoba, Cádiz y Málaga. Son varias las poblaciones del resto de
España con las que se produce una brusca e inesperada interrupción de las
comunicaciones.
—Y puedes apostar que en todas ellas se han sublevado los militares y los
fascistas.
No se sabe nada de los destructores que ayer tarde salieron de Cartagena
con rumbo a Melilla ni de otro más —el «Churruca» concretamente— que debiera
encontrarse en Ceuta. En Zaragoza la situación debe ser muy crítica por cuanto hace
un rato el general Núñez de Prado, director de Aeronáutica, salió para allá,
sin duda con intención de apoyar a Cabanellas a resistir y derrotar a los
militares rebeldes. Tras de su primera nota, el gobierno guarda de nuevo
silencio y no se sabe que haga nada práctico por defender la República. De
pronto, un compañero que habla con Pamplona ve interrumpida su comunicación y
no encuentra forma de reanudarla. Todos pensamos lo mismo: Mola, director de
Seguridad con Berenguer, jefe militar en Marruecos con Gil Robles y, según
insistentes rumores, uno de los dirigentes de la conspiración, ha debido
alzarse en armas contra el régimen.
—Vamos a ver si el ministro quiere decimos algo.
Es la hora aproximada en que todos los días un
grupo de periodistas visitan al ministro de la Gobernación para oír de sus
labios la tranquilizadora noticia de que en toda España reina una paz
octaviana. Este dramático sábado son más numerosos que nunca los informadores
que pretendemos saber de boca de don Juan Moles lo que está ocurriendo. Pero
don Juan Moles está demasiado ocupado o demasiado asustado para hablar con
nosotros. En su lugar nos recibe Ossorio y Tafall, diputado de la Orga y
subsecretario de Gobernación.
Ossorio y Tafall nos habla tranquilo, sereno, con una amplia sonrisa y
palabras melosas con las que trata de quitar dramatismo a la situación. Afirma
impertérrito que el gobierno es dueño de la situación, que en la Península no
ha tenido ni tendrá la menor repercusión el pequeño foco rebelde de Marruecos
que está siendo combatido con eficacia y que será dominado en pocas horas.
Arruga el ceño cuando los periodistas le hablamos de Canarias, de Cádiz y de
Córdoba y pierde por completo la calma cuando nos oye preguntar por la
sublevación de Mola.
—¡Mentira! —chilla descompuesto—. Nieguen rotundamente esa monstruosa
falacia. El general Mola es totalmente leal a la República. ¿Lo duda alguien?
Pues sepa ese alguien que hace menos de una hora, hablando por teléfono con el
señor ministro, le ha dado su palabra de honor. ¡Cuidado, señores! —amenaza—.
Si los rebeldes serán castigados, quienes les hacen el juego propagando
infundios alarmistas, tampoco gozarán de una impunidad inadmisible en estos
momentos.
Con sólo cruzar la Puerta del Sol para volver a Teléfonos podemos comprobar
que Ossorio y Tafall no sabe nada de lo que sucede en España o miente
deliberadamente. Se confirman todas las noticias alarmantes precedentes a las
que se suman otras de mayor gravedad. El «Churruca» ha desembarcado un tabor de
Regulares en Cádiz, de Jerez se han adueñado los fascistas y se combate en las
calles de Sevilla. En la ciudad de la Giralda parece que se encuentra Queipo de
Llano, y si en un primer momento creemos que ha sido enviado por el gobierno,
pronto sabemos que está al frente de la sublevación.
A las tres de la tarde, una nueva nota del Gobierno, destinada a
tranquilizar a las gentes, aumenta su confusión y alarma porque no sólo asegura
de nuevo que el gobierno controla la situación y que la sublevación no tiene
repercusión en la Península —cosa que sabemos positivamente falsa—, sino que
rechaza toda la ayuda ofrecida por los partidos republicanos y las organizaciones
obreras asegurando que «la acción del Gobierno será suficiente para restablecer
el orden».
—¡Qué cara! Casares sobre no hacer nada, no quiere que nadie se mueva
para impedir el triunfo del fascismo.
Circulan insistentes rumores de crisis total. A las cuatro se asegura que
es un hecho y que en el Congreso se han reunido las minorías republicanas para
tratar de la formación de un nuevo gobierno. Teléfonos se queda medio desierto.
Mientras una mayoría de informadores corremos hacia el Congreso, una minoría
encamina sus pasos hacia la plaza de Oriente, donde el presidente Azaña tendrá
que recibir al jefe del ministerio que sustituya a Casares. Pese a la gravedad
extrema de la situación, el centro de Madrid da la impresión de que todo el
mundo duerme tranquilamente la siesta. Bajo la lluvia de fuego del sol estival
las calles aparecen casi desiertas, aunque los comercios están abiertos,
tranvías y autobuses circulan vacíos y apenas si algún viajero con aire cansino
entra o sale por las bocas del metro.
El interior del Congreso ofrece un violento
contraste con la soledad de veinticuatro horas antes. En la tarde del sábado
conoce la animación y el nerviosismo de las grandes solemnidades políticas.
Periodistas de todos los matices, diputados y ex-diputados, personajes y
personajillos de la más variada catadura forman corros en salas y despachos,
sus voces, lanzan y desmienten verdades como puños y bulos como catedrales. Son
tres los temas predominantes: el fracaso de Casares Quiroga, la solución de la
crisis planteada y si deben entregarse armas al pueblo para que defienda la
República.
Lo primero casi nadie se atreve a discutirlo. El desastre de Casares como
jefe del Gobierno y ministro de la Guerra, corre parejo con el de Moles,
ministro de la Gobernación, y el de Alonso Mallol, director general de
Seguridad. Ninguno de los tres ha dado muestras de previsión para impedir la
sublevación ni de la energía precisa para destrozarla una vez iniciada.
—El único que responde en Gobernación es el general Pozas, inspector de
la Benemérita. De no ser por él, toda la guardia civil estaría ya sublevada de
acuerdo con los militares.
¿Quién puede suceder a Casares? Discrepan las opiniones y los nombres que
surgen se debaten con acaloramiento. Entre los republicanos y socialistas
moderados suenan Martínez Barrio, Albornoz, Marcelino e incluso Sánchez Román.
Las izquierdas prefieren a Prieto o Largo Caballero, aunque resulta más que
dudoso que este último resulte designado por Azaña. En cuanto al reparto de
armas, las pide y exige Caballero y los socialistas que le siguen, los
comunistas y las centrales sindicales UGT y CNT, pero rechazan la posibilidad
el resto de las fuerzas del Frente Popular.
A las seis llega al Congreso la noticia de que el gobierno, en plena
crisis, ha abandonado el Ministerio de la Guerra, para dirigirse al de
Gobernación donde no sólo se reúnen los ministros, sino también diversas
personalidades políticas entre las que están Martínez Barrio, Indalecio Prieto,
Largo Caballero y Sánchez Román.
—Este último, no —rectifica un diputado de Unión Republicana—. Sánchez
Román está en el palacio de Oriente llamado por Azaña.
Esté en uno u otro sitio, es evidente que tanto de la crisis como del
armamento del pueblo se está tratando en la Puerta del Sol y en la plaza de
Oriente. Varios periodistas abandonamos el Congreso. Cuando salimos del
Parlamento ya están en la calle los periódicos de la tarde. La mayoría se
limitan a publicar las notas oficiosas sobre la rebelión, siguiendo las
instrucciones de la censura.
«Claridad», órgano oficial de la Unión General de Trabajadores, no.
«¡Libertad o muerte!», pregona en gruesos titulares en primera página y en
diversas notas anuncia que los trabajadores lucharán en defensa de la
República, exige que el pueblo sea armado inmediatamente y ordena a los obreros
sindicados pelear contra el fascismo por todos los medios a su alcance sin
esperar nuevas órdenes o consignas. La batalla que se libra en Sevilla y la
sublevación de diferentes guarniciones demuestra la gravedad extrema de la
situación y afirma que los mineros asturianos, que están en pie de guerra, se
disponen a salir en trenes especiales hacia Madrid para combatir junto a sus
hermanos de la capital de España.
En sólo dos horas, las calles céntricas han experimentado un cambio tan
radical como increíble. Hay racimos de personas en torno a cada vendedor,
arrebatándole materialmente los periódicos. En las aceras y aun en medio de la
calzada, grupos nutridos discuten a voces. Las tiendas echan precipitadamente
sus cierres y los dependientes se suman a quienes formando una improvisada
manifestación se dirigen hacia la Puerta del Sol.
Impresiona el aspecto de la Puerta del Sol. Vacía, adormilada por el
calor a las cuatro de la tarde, se ha convertido a las seis en un hervidero
humano. De Ventas, de Chamberí, del Pacífico, de los puentes de Toledo y
Segovia llegan los tranvías abarrotados de gentes excitadas y vociferantes; las
bocas del metro arrojan una tras otra incesantes oleadas de obreros airados y
nerviosos. La muchedumbre ha desbordado ya las aceras, especialmente frente al
edificio de Gobernación, dificultando la circulación rodada. Millares y
millares de personas acuden desde todos los puntos de Madrid reclamando armas
para defenderse contra el fascismo. La rotunda negativa de Casares a facilitar
elementos de combate, mientras la rebelión militar salta de una ciudad a otra,
se le antoja a la mayoría una traición.
—¡Deberíamos empezar —gritan algunos— por colgar a quienes nos las
niegan!
Gobernación ha cerrado sus puertas. Ante ellas una doble fila de guardias
de seguridad y asalto. Otros grupos de hombres uniformados, más numerosos aún,
vigilan en la calle de Carretas, en la de Correos y en la plaza de Pon-tejos,
junto al antiguo edificio de Telégrafos que les sirve de cuartel. Pero o han
recibido orden de no enfrentarse con la multitud, o han resuelto no hacerlo por
propia iniciativa. Muchos guardias dialogan con los manifestantes, cuyos
sentimientos comparten sin la menor sombra de duda y se limitan a impedir, sin
violencias, que la gente derribe las puertas para entrar en el Ministerio.
—No pierdas el tiempo entrando, porque dentro no encontrarás a nadie.
Me lo aconseja Ignacio Barrado, redactor de Havas, que acaba de salir del
edificio. Sabe lo poco que se puede saber y desconfía que nadie sepa más. El
Consejo de Ministros, al que asistieron Martínez Barrio, Prieto y Largo
Caballero, concluyó hace media hora, pero los periodistas no pudieron ver ni
hablar más que con Caballero.
—Salió echando chispas. Fue a pedir armas para los trabajadores y tropezó
con una negativa rotunda.
Casares está dimitido y hundido. Lo más probable es que al salir de
Gobernación haya ido al Palacio para entregar oficialmente su renuncia. También
es probable que Azaña reciba inmediatamente, si no lo ha recibido ya, al hombre
que haya de sustituirle. Aunque en la Puerta del Sol aumenta por momentos la
afluencia de público, las noticias están en la Plaza de Oriente.
Las tiendas de la calle Arenal han cerrado precipitadamente sus puertas.
Grupos nutridos y amenazantes van y vienen entre la Puerta del Sol y la plaza
de Oriente. En la plaza del Celenque una veintena de obreros meten
apresuradamente en dos taxis los rifles y escopetas sacados de una armería que
acaban de asaltar, mientras otros cargan los revólveres y pistolas de que se
han apoderado.
—Como Casares no quiere darnos armas —explica uno de ellos a un grupo de
curiosos—, tenemos que cogerlas donde las haya.
La plaza de Oriente es más grande que la Puerta del Sol, y hay mucha
menos gente. Aparte de la guardia oficial de Palacio, soldados de la escolta
presidencial ocupan posiciones de combate dentro y alrededor del edificio
dispuestos a rechazar cualquier ataque. Junto a los jardines de Caballerizas y
en la cercana plaza de España, aparecen estacionados numerosos camiones de
guardias de asalto, formando una especie de barrera entre el cuartel de la
Montaña y la residencia del presidente de la República.
Un grupo de periodistas aguardan expectantes en la puerta de la calle
Bailén y otros hacen lo mismo en la plaza de la Armeria. Llevan varias horas
allí y es poco lo que han podido ver o averiguar. Rehuyendo su curiosidad, las
personalidades políticas llamadas por Azaña pueden entrar y salir de Palacio
sin ser vistas utilizando la puerta del Campo del Moro.
—Estamos perdiendo lastimosamente el tiempo —gruñe uno malhumorado—.
Cuando nos enteremos aquí quién es el nuevo jefe de Gobierno ya lo sabrá media
España.
Saben únicamente que en el curso de la tarde han sido varios los
políticos que han visitado al presidente de la República. Además de Sánchez
Román, entre los llamados por Azaña figuran Ossorio y Gallardo, Lluhí Vallewcá
y Albornoz. Sin embargo, todos tienen la impresión de que será Martínez Barrio
quien en definitiva recibirá el encargo de sustituir a Casares. Será, caso de
formarlo, un gobierno más a la derecha que desde luego no armará al pueblo.
—Pues si no lo hace, facilitará el triunfo fascista.
En el vecino cuartel de la Montaña están acuarteladas las tropas —un
regimiento de infantería, otro de ingenieros y un batallón de alumbrado— y no
precisamente por orden del gobierno. Parece que igual sucede en Campamento y
Getafe, y que en Pamplona el teniente coronel jefe de la guardia civil, Medel,
ha sido asesinado por sus propios subordinados por oponerse a la rebelión. La
impresión de todos es francamente pesimista.
Ha caído la noche cuando abandono la plaza de Oriente para dirigirme al
periódico. En Santo Domingo y la Gran Via, la tensión ha subido muchos enteros.
Los guardias parecen haber desaparecido de las calles, abundan los grupos
vociferantes y muchos automóviles van ocupados por gentes que no hacen nada por
ocultar las armas. Es evidente que la lucha no tardará mucho en estallar. A la
entrada de la calle Silva, un grupo de obreros armados piden la documentación y
cachean a los transeúntes que les parecen sospechosos. Un poco más allá
descubro lo que sucede. En un caserón de la calle de la Luna, con vuelta a la
de Tudescos y Silva, está instalada hace más de un año la sede de la
Confederación Nacional del Trabajo. A finales de junio, cuando Casares declaró
ilegal la huelga de la construcción, Los locales fueron clausurados al tiempo
que se procedía a la detención de varias docenas de militantes. Vigiladas sus
puertas por varias parejas de seguridad, esta tarde los locales han sido
abiertos por los trabajadores que se agolpan en el amplio portalón, en la
escalera y en los distintos pisos y salones del edificio.
Abriéndome paso a empujones consigo llegar hasta la planta principal. Por
todas partes suena la misma unánime petición de cuantos llenan los locales.
Aunque hay muchos hombres arma-dos ya, quienes no lo están aún reclaman
elementos de combate para luchar contra la intentona reaccionaria.
—No hay más armas, compañeros. Cuando las tengamos, que será pronto, las
repartiremos inmediatamente. En una habitación apartada, unos hombres llenan
botellas de gasolina a fin de utilizarlas como bombas incendiarias; en otra, un
grupo de metalúrgicos manejan cartuchos de dinamita para fabricar rudimentarias
bombas de mano. Militantes conocidos responden a mis preguntas. Han abierto los
locales por cuenta propia y sin contar para nada con el gobierno, que es un
cadáver insepulto. Los guardias que pretendieron oponerse a su acción fueron
arrollados por acción fueron arrollados por la multitud. Antonio More-no, que
ocupa de manera accidental la secretaría del Comité Nacional —el secretario,
David Antonia se halla detenido— me repite lo que de antemano doy por
descontado.
—La CNT luchará a muerte contra la intentona fascista.
Esta misma tarde han salido delegados del Comité Nacional para las
distintas regiones con instrucciones concretas. Todos los militantes, afiliados
o simpatizantes de la organización deben armarse como sea, contestando con la
huelga general revolucionaria a la declaración del estado de guerra y hacerse
matar antes de permitir el triunfo de los enemigos del pueblo.
Cerca de las diez de la noche entro en la redacción de «La Libertad».
Basta con ver las caras de redactores, colaboradores y amigos para comprender
que son malas todas las noticias recibidas. En efecto, si esta mañana el
alzamiento estaba reducido a Marruecos y Canarias, doce horas después arde ya
en Navarra, Burgos, Huesca, Andalucía y puntos aislados del Norte, de los de
Castilla y de Extremadura.
—Otras doce horas y se habrá extendido al resto de la nación —afirma
Haro, rabioso—. ¡Y lo peor de todo es la sensación de impotencia y estupidez
del propio gobierno!
Aunque Casares lleva varias horas dimitido en vista de su estruendoso
fracaso, la censura sigue en pie y con la misma cerrazón mental de los dos
últimos días. No se pueden publicar más noticias de la situación que las notas
oficiales; tampoco hablar de la crisis hasta que esté formado el nuevo gobierno
ni retrasar el cierre y la salida del periódico para dar cuenta de la solución
política de la grave situación planteada.
—¡Mandarles a hacer puñetas de una vez por todas! ¿O es que con nuestro
silencio vamos a facilitar el triunfo de los rebeldes?
La mayoría de los redactores opina igual que yo: prescindir de la censura
y hablar con entera sinceridad y amplitud como ha hecho la tarde anterior
«Claridad»
Hermosilla, director del diario, vacila y Haro propone una solución
viable: consultar con los periódicos de parecida significación política —«EI
Socialista», «Política,. «El Sol» y «El Liberal»— y obrar todos de común
acuerdo con respecto a la censura. Las consultas dan por resultado aceptar las
instrucciones de la censura arguyendo que la Re-pública corre demasiado peligro
para que los más interesados en defenderla creemos al inminente gobierno mayores
problemas.
En vista que no hay mucho que escribir, son varios los redactores que se
desplazan a Gobernación, a Palacio, a la Casa del Pueblo, la Dirección General
de Seguridad y las sedes de los partidos. A las once llama Gómez Hidalgo para
anunciar que Martinez Barrio, encargado por Azaña, va a constituir un nuevo
gobierno integrado por los partidos republicanos y el apoyo del sector moderado
de los socialistas. Media hora después, Antonio de Lezama telefonea desde
Izquierda Republicana de la calle Mayor:
—Circula el rumor —dice malhumorado— de que Martínez Barrio trata de
llegar a un acuerdo con los militares sublevados y ha hablado con Mola
ofreciéndole la cartera de Guerra. Si se confirma esta traición...
Los gritos del local en que se halla Lezama impiden oír el final de la
frase. Lezama, optimista esta misma tarde, habla ahora indignado y violento.
Aún duda de que sean ciertos los propósitos que se atribuyen a Martínez Barrio;
pero de serlo, no cree que ningún republicano pueda secundarle.
—iNi aunque lo mande, que no lo mandara —concluye—, don Manuel Azaña en
persona...!
Las palabras de Lezama producen enorme y desagradable impresión entre los
redactores de «La Libertad». Cuando las discusiones están en su punto
culminante se lee por los micrófonos de Unión Radio un manifiesto conciso y
enérgico de Confederación Nacional del Trabajo. Está en abierta contradicción
con las instrucciones de la censura. Sin nombrar siquiera a Martínez Barrio
sale al paso de sus maniobras, ordenando en toda España la huelga general
revolucionaria y la movilización inmediata de los trabajadores para luchar a
tiros contra la amenaza fascista. ¿Cómo lo habrá autorizado la censura?
—La CNT no cuenta para nada con el Gobierno
—contesto, seguro de no equivocarme— como no cuenta la UGT para repartir
fusiles entre sus militantes. Casares ya no pasa de ser un cadáver, pero sigue
destrozando a la República con sus instrucciones a la censura...
Eduardo
de Guzmán
La
muerte de la esperanza, 1973
Primera
Parte: Nuestro día más largo (Así comenzó la Guerra de España
No hay comentarios:
Publicar un comentario