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2074. Carta de Víctor Serge a Andreu Nin

Víctor Lvóvich Kibálchich (Victor Serge) 
(Bruselas, 30 de diciembre de 1890 - Ciudad de México, 17 de noviembre de 1947)

Mi querido Andrés, mi viejo amigo:

Estoy muy preocupado por tu suerte, y más satisfecho todavía, al saber, en fin, que estás en la gran tormenta, empleando como es debido tus minutos.

He vacilado en escribirte, dándome cuenta perfecta de la vanidad de las palabras y de todo lo que se puede sentir, pensar y decir de lejos en momentos en que sólo cuenta la acción. Dudo que tu mismo puedas escribir. Sin embargo, hazme llegar algo y envíame vuestras publicaciones. Que me traigan algo del aire tónico de una revolución en la cual yo creo desde hace cerca de 20 años. Yo creo en ella porque conozco bastante a los obreros de España y la situación general en que os encontráis, y porque, desde 1917, me parece que tenéis una misión excepcional que cumplir en el Occidente enfermo. La gran enfermedad de Occidente, esta descomposición del viejo régimen sobre el cual nacen fascismos, es, al fin y al cabo, la debilidad de la clase obrera. En ninguna parte, salvo durante algunos años en Rusia, nuestra clase ha estado a la altura de su misión. La clase obrera ha dejado escapar las mejores ocasiones para poner fin al caos, liberándose: se ha dejado llevar por charlatanes, ingenuos y cobardes, y su carencia revolucionaria ha hecho la fortuna histórica de los Mussolini y de los Hitler. Pero su debilidad se explicaba por la sangría que le había afligido la guerra. ¿Cuál sería hoy la fisonomía de Europa si Francia, Alemania, Italia, Austria tuvieran cinco o seis millones de proletarios más, que ahora serían hombres de unos cuarenta años, curtidos por la experiencia del trabajo y de la lucha? Pero el proletariado español no ha sufrido esa sangría espantosa, ha conservado todas sus fuerzas vivas. Su superioridad numérica y moral (resultado de la integridad de sus fuerzas, imagen del equilibrio interior parejo al del hombre sano) es tal como me parece indiscutiblemente la clase destinada a vencer. Todas las derechas juntas no forman contra la clase obrera más que una minoría instruida, cierto, con generales muy manejables, pero menos capaces de batirse bien incluso con igualdad de fuerzas: los generales saben sobre todo enviar a los otros a las carnicerías... Para que ellos pudiesen vencer, haría falta que existiesen por vuestra parte divisiones insensatas, errores, retrocesos, faltas de visión. O que un hombre de genio, una especie de Bonaparte, nacido providencialmente para apuñalar a su país, se encontrase entre los militares y lograse hacer prodigios. Yo creo que la Historia no produce tales hombres contra las masas: yo no sugiero esta hipótesis sino para presentar el problema en toda su amplitud.

Hay que contar con los acontecimientos para conseguir hombres nuevos, para formar en la hoguera misma el verdadero partido de la revolución llamado a asumir todas las responsabilidades. Hombres de todos los partidos, de todas las tendencias y de ninguna, lo formarán sin pensar demasiado en ello y prodigándose en la acción cotidiana. En todas partes, en cada momento, hay lugar para las iniciativas, el sacrificio, el valor, la inteligencia revolucionaria: al poner cada uno lo que puede, vosotros veréis formarse en todas partes los verdaderos cuadros del proletariado. A mi entender, la propaganda debe dirigirse especialmente a estos nuevos militantes, sin conceder demasiada importancia a la formación que tengan, con un espíritu fraternal, decidido a disminuir todo lo que divide y a fortificar todo lo que une.

Yo me pregunto cómo os planteáis el problema del poder. Muchos querrían ahogarlo en la defensa de la República (¿Qué República? ¿La que mantiene un ejército para asesinar al país? Porque, al fin y al cabo, la República ha alimentado hasta aquí a vuestros generales de Melilla). La causa que se halla realmente en juego es la de la clase obrera y del socialismo. Para algo debe servir la desgracia, para algo debe servir la sangre de tantos camaradas. Haría falta ser muy cándido o muy zorro para hacerse ilusiones todavía sobre las fórmulas democráticas "sensatas" que os han conducido a la situación en que os encontráis. Si los generales yerran el golpe, os prestarán un gran servicio, arrancando los antifaces, destruyendo las ilusiones, obligando finalmente al proletariado a dar los pasos decisivos hacia una república totalmente distinta, en donde la democracia sea la libertad y el poder los trabajadores, en lugar de ser un compromiso con la contrarrevolución emboscada detrás del parapeto de las leyes de las que no tiene inconveniente en burlarse cuando le conviene. Después de esta lección yo creo que ya no se trata de volver al punto de partida y que los elementos sinceramente republicanos de la pequeña burguesía y la burguesía misma, bastante inteligentes para tratar de economizarse una guerra civil todavía más atroz, deben comprenderlo. Sólo la clase obrera puede vencer al fascismo: sólo ella puede construir una república digna de ese nombre, una democracia que ya no será una trampa. La clase obrera tiene el derecho al poder. Ella puede y debe comenzar a curar sus heridas, a suprimir la miseria, a transformar la sociedad. Vacilar hoy en este punto sería tanto como comprometerlo todo, porque no se puede pedir a los obreros que se hagan matar si no tienen otra cosa más seria que defender que la república de los señores Alcalá Zamora y Azaña. He visto con alegría que las necesidades mismas de la lucha habían conducido al armamento del proletariado, y después a medidas de nacionalización y de control obrero en diversas esferas. Quizás recuerdes que hace algunos años yo te envié, desde Leningrado donde me hallaba entonces, casi como un prisionero, una especie de mensaje que había de servir de prólogo a un librito mío que tú tenían intención de editar: "Lenin en 1917". Yo te citaba las primeras cartas de Lenin, escritas en los primeros días de la revolución rusa, en Zurich. Yo las titulaba: "El arte de comenzar la revolución". Armamento de los obreros, escribía Lenin en marzo de 1917, formación de las milicias obreras, he aquí la única salvación. Ya está hecho. Ahora, a conservar las armas recordando las experiencias de 1848 y de siempre: el pueblo lucha en las barricadas y después los políticos escamotean el poder y hacen asesinar a las vanguardias revolucionarias. Así se fundan generalmente las repúblicas burguesas. Desconfiad, amigos míos: no hay que temer solamente a los generales. Hay abogados más hábiles, mejor disfrazados, que mañana os pedirán que devolváis los fusiles, que no vayáis demasiado deprisa y que dejéis intactas las cajas de caudales. Después de correr el riesgo de ser asesinados, vais a correr el riesgo de ser engañados.

Pero podemos tener en vosotros una inmensa confianza. Vuestra salvación está en vosotros mismos. De vuestra firmeza y de vuestra justa visión depende todo. No hay poder más legítimo que el de un pueblo en armas y en estado de legítima defensa. ¿Qué instituciones obreras pueden llenar en España las funciones que ejercieron los soviets en la Revolución Rusa? ¿Las alianzas obreras? ¿Los sindicatos? ¿Los Comités revolucionarios? No se puede discernir de tan lejos vuestras posibilidades. Pero una cosa es cierta: y es que so pena de ser vencida finalmente (incluso si comienza victoriosamente), la clase obrera debe controlarlo todo por medio de sus organizaciones y la iniciativa de todos: el poder, la producción, el ejército, el abastecimiento, las comunicaciones. La clase obrera no puede contar más que con ella misma. El Frente Popular no será útil sino en la medida en que esté controlado por la clase obrera. Control obrero del poder, control obrero de la producción, control obrero de las fuerzas armadas. Este último punto es indiscutiblemente uno de los más importantes.


He leído que Ascaso ha muerto. Esa muerte me ha conmovido enormemente, aunque sólo conocía de él su leyenda de militante. Los periódicos han hablado de incidentes graves, provocados por otros anarquistas. Yo he recordado la revolución rusa. Allí tuvimos también nuestros Ascaso, como Justin Jouk, que después de salir de la prisión de Schlusselburg, sovietizó la ciudad pagando con su vida; como Jelezn Ian, que expulsó a los charlatanes de la Constituyente (muerto en Ucrania por los blancos). Pero no supieron salvar del desastre al movimiento anarquista ruso, ni dar a la revolución proletaria todo cuanto su capacidad les hubiera permitido porque los desordenados, los instintivos, los sin escrúpulos, los incontrolables, acumulaban demasiados errores y algo peor. Es necesario que esta triste historia no se repita en España. Si los camaradas de la CNT y de la FAI saben imponerse una disciplina de hombres libres en un período revolucionario, su influencia constituirá un antídoto precioso frente a las tendencias estatales y burocráticas del movimiento obrero: su colaboración vivificará la libertad obrera. Yo pienso en todo esto con una tensión de todo mi ser. ¿Acaso el peligro común, la común voluntad de vencer y de transformar el mundo, la comunidad de sangre y de aspiraciones, ya que tanto para los unos como para los otros "La emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos", no son suficientes para reconciliar en la acción y por la acción y la emulación al servicio de la revolución, a los anarquistas y a los marxistas?


Victor Serge
Bruselas, 7 de agosto de 1936









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