Víctor Lvóvich Kibálchich (Victor Serge)
(Bruselas, 30 de diciembre de 1890 - Ciudad de México, 17 de noviembre de 1947)
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Mi querido Andrés, mi viejo amigo:
Estoy muy preocupado por tu
suerte, y más satisfecho todavía, al saber, en fin, que estás en la gran
tormenta, empleando como es debido tus minutos.
He vacilado en escribirte,
dándome cuenta perfecta de la vanidad de las palabras y de todo lo que se puede
sentir, pensar y decir de lejos en momentos en que sólo cuenta la acción. Dudo
que tu mismo puedas escribir. Sin embargo, hazme llegar algo y envíame vuestras
publicaciones. Que me traigan algo del aire tónico de una revolución en la cual
yo creo desde hace cerca de 20 años. Yo creo en ella porque conozco bastante a
los obreros de España y la situación general en que os encontráis, y porque,
desde 1917, me parece que tenéis una misión excepcional que cumplir en el Occidente
enfermo. La gran enfermedad de Occidente, esta descomposición del viejo régimen
sobre el cual nacen fascismos, es, al fin y al cabo, la debilidad de la clase
obrera. En ninguna parte, salvo durante algunos años en Rusia, nuestra clase ha
estado a la altura de su misión. La clase obrera ha dejado escapar las mejores
ocasiones para poner fin al caos, liberándose: se ha dejado llevar por
charlatanes, ingenuos y cobardes, y su carencia revolucionaria ha hecho la
fortuna histórica de los Mussolini y de los Hitler. Pero su debilidad se
explicaba por la sangría que le había afligido la guerra. ¿Cuál sería hoy la
fisonomía de Europa si Francia, Alemania, Italia, Austria tuvieran cinco o seis
millones de proletarios más, que ahora serían hombres de unos cuarenta años,
curtidos por la experiencia del trabajo y de la lucha? Pero el proletariado
español no ha sufrido esa sangría espantosa, ha conservado todas sus fuerzas
vivas. Su superioridad numérica y moral (resultado de la integridad de sus
fuerzas, imagen del equilibrio interior parejo al del hombre sano) es tal como
me parece indiscutiblemente la clase destinada a vencer. Todas las derechas
juntas no forman contra la clase obrera más que una minoría instruida, cierto,
con generales muy manejables, pero menos capaces de batirse bien incluso con
igualdad de fuerzas: los generales saben sobre todo enviar a los otros a las
carnicerías... Para que ellos pudiesen vencer, haría falta que existiesen por
vuestra parte divisiones insensatas, errores, retrocesos, faltas de visión. O
que un hombre de genio, una especie de Bonaparte, nacido providencialmente para
apuñalar a su país, se encontrase entre los militares y lograse hacer
prodigios. Yo creo que la Historia no produce tales hombres contra las masas:
yo no sugiero esta hipótesis sino para presentar el problema en toda su
amplitud.
Hay que contar con los
acontecimientos para conseguir hombres nuevos, para formar en la hoguera misma
el verdadero partido de la revolución llamado a asumir todas las
responsabilidades. Hombres de todos los partidos, de todas las tendencias y de
ninguna, lo formarán sin pensar demasiado en ello y prodigándose en la acción
cotidiana. En todas partes, en cada momento, hay lugar para las iniciativas, el
sacrificio, el valor, la inteligencia revolucionaria: al poner cada uno lo que
puede, vosotros veréis formarse en todas partes los verdaderos cuadros del
proletariado. A mi entender, la propaganda debe dirigirse especialmente a estos
nuevos militantes, sin conceder demasiada importancia a la formación que
tengan, con un espíritu fraternal, decidido a disminuir todo lo que divide y a
fortificar todo lo que une.
Yo me pregunto cómo os
planteáis el problema del poder. Muchos querrían ahogarlo en la defensa de la
República (¿Qué República? ¿La que mantiene un ejército para asesinar al país?
Porque, al fin y al cabo, la República ha alimentado hasta aquí a vuestros
generales de Melilla). La causa que se halla realmente en juego es la de la
clase obrera y del socialismo. Para algo debe servir la desgracia, para algo
debe servir la sangre de tantos camaradas. Haría falta ser muy cándido o muy
zorro para hacerse ilusiones todavía sobre las fórmulas democráticas
"sensatas" que os han conducido a la situación en que os encontráis.
Si los generales yerran el golpe, os prestarán un gran servicio, arrancando los
antifaces, destruyendo las ilusiones, obligando finalmente al proletariado a
dar los pasos decisivos hacia una república totalmente distinta, en donde la
democracia sea la libertad y el poder los trabajadores, en lugar de ser un
compromiso con la contrarrevolución emboscada detrás del parapeto de las leyes
de las que no tiene inconveniente en burlarse cuando le conviene. Después de
esta lección yo creo que ya no se trata de volver al punto de partida y que los
elementos sinceramente republicanos de la pequeña burguesía y la burguesía
misma, bastante inteligentes para tratar de economizarse una guerra civil
todavía más atroz, deben comprenderlo. Sólo la clase obrera puede vencer al
fascismo: sólo ella puede construir una república digna de ese nombre, una
democracia que ya no será una trampa. La clase obrera tiene el derecho al
poder. Ella puede y debe comenzar a curar sus heridas, a suprimir la miseria, a
transformar la sociedad. Vacilar hoy en este punto sería tanto como
comprometerlo todo, porque no se puede pedir a los obreros que se hagan matar
si no tienen otra cosa más seria que defender que la república de los señores
Alcalá Zamora y Azaña. He visto con alegría que las necesidades mismas de la
lucha habían conducido al armamento del proletariado, y después a medidas de
nacionalización y de control obrero en diversas esferas. Quizás recuerdes que
hace algunos años yo te envié, desde Leningrado donde me hallaba entonces, casi
como un prisionero, una especie de mensaje que había de servir de prólogo a un
librito mío que tú tenían intención de editar: "Lenin en 1917". Yo te
citaba las primeras cartas de Lenin, escritas en los primeros días de la
revolución rusa, en Zurich. Yo las titulaba: "El arte de comenzar la
revolución". Armamento de los obreros, escribía Lenin en marzo de 1917,
formación de las milicias obreras, he aquí la única salvación. Ya está hecho.
Ahora, a conservar las armas recordando las experiencias de 1848 y de siempre:
el pueblo lucha en las barricadas y después los políticos escamotean el poder y
hacen asesinar a las vanguardias revolucionarias. Así se fundan generalmente
las repúblicas burguesas. Desconfiad, amigos míos: no hay que temer solamente a
los generales. Hay abogados más hábiles, mejor disfrazados, que mañana os
pedirán que devolváis los fusiles, que no vayáis demasiado deprisa y que dejéis
intactas las cajas de caudales. Después de correr el riesgo de ser asesinados,
vais a correr el riesgo de ser engañados.
Pero podemos tener en vosotros
una inmensa confianza. Vuestra salvación está en vosotros mismos. De vuestra
firmeza y de vuestra justa visión depende todo. No hay poder más legítimo que
el de un pueblo en armas y en estado de legítima defensa. ¿Qué instituciones
obreras pueden llenar en España las funciones que ejercieron los soviets en la
Revolución Rusa? ¿Las alianzas obreras? ¿Los sindicatos? ¿Los Comités
revolucionarios? No se puede discernir de tan lejos vuestras posibilidades.
Pero una cosa es cierta: y es que so pena de ser vencida finalmente (incluso si
comienza victoriosamente), la clase obrera debe controlarlo todo por medio de
sus organizaciones y la iniciativa de todos: el poder, la producción, el
ejército, el abastecimiento, las comunicaciones. La clase obrera no puede
contar más que con ella misma. El Frente Popular no será útil sino en la medida
en que esté controlado por la clase obrera. Control obrero del poder, control
obrero de la producción, control obrero de las fuerzas armadas. Este último
punto es indiscutiblemente uno de los más importantes.
He leído que Ascaso ha muerto.
Esa muerte me ha conmovido enormemente, aunque sólo conocía de él su leyenda de
militante. Los periódicos han hablado de incidentes graves, provocados por
otros anarquistas. Yo he recordado la revolución rusa. Allí tuvimos también
nuestros Ascaso, como Justin Jouk, que después de salir de la prisión de
Schlusselburg, sovietizó la ciudad pagando con su vida; como Jelezn Ian, que
expulsó a los charlatanes de la Constituyente (muerto en Ucrania por los
blancos). Pero no supieron salvar del desastre al movimiento anarquista ruso,
ni dar a la revolución proletaria todo cuanto su capacidad les hubiera
permitido porque los desordenados, los instintivos, los sin escrúpulos, los
incontrolables, acumulaban demasiados errores y algo peor. Es necesario que
esta triste historia no se repita en España. Si los camaradas de la CNT y de la
FAI saben imponerse una disciplina de hombres libres en un período
revolucionario, su influencia constituirá un antídoto precioso frente a las
tendencias estatales y burocráticas del movimiento obrero: su colaboración
vivificará la libertad obrera. Yo pienso en todo esto con una tensión de todo
mi ser. ¿Acaso el peligro común, la común voluntad de vencer y de transformar
el mundo, la comunidad de sangre y de aspiraciones, ya que tanto para los unos
como para los otros "La emancipación de los trabajadores será obra de los
trabajadores mismos", no son suficientes para reconciliar en la acción y
por la acción y la emulación al servicio de la revolución, a los anarquistas y
a los marxistas?
Victor Serge
Victor Serge
Bruselas, 7 de agosto de 1936
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