Recuerda, al pronto, un poco a Gómez de Baquero. Al pronto nada más. Luego se advierten diferencias hondas. Aquél era más gustoso de acicalarse; en el indumento, también. Era más adusto, y no miraba nunca, o rara vez, a su interlocutor. Tenía una cara muy larga y muy triste, y una mirada que cuando se la pescaba uno daba sensación de íntima tristeza insospechada.
Alomar es un viejecito vivo, sonriente, descuidado y amable. Su sonrisa es una sonrisa colmada de luz interior –luz mediterránea de fuertes lumbradas de oro– que ilumina y anima su rostro rasurado, tostado suavemente por el sol y el mar.
Su luz interior resplandece en sus ojillos inquietos, que buscan en todas las miradas y en todos los rostros, con un gran afán interrogante, unas respuestas a preguntas que no hace o la impresión que nos producen sus frases.
Y él mismo, con su rostro irónico... sonríe mucho, con una pura e ingenua alegría infantil que le rebosa a raudales.
Tiene un gran deseo en ser interrogado y en responder; se advierte esto en su mirada atenta, en el ademán y en el gesto ávido de tantas cosas. Es el hombre que tiene mucho que decir y que no quiere quedarse con nada dentro. Si se le interroga la dice. Si no, coge la pluma y unas cuartillas, y vierte sus pensamientos claros y rotundos, y los esparce por ahí... ¿Qué son, si no, esas dos notas admirables que ha dado a la publicidad a los dos días justos de llegar a Madrid? ¿Qué son, si no, todos sus libros y artículos?...
«Es necesario –vuelve a repetir– que todos los verdaderos amigos de la República se percaten del momento gravísimo que atravesamos y tributen al nuevo régimen el mayor sacrificio: el de llenarse las honduras del alma con el sentido de la responsabilidad histórica; con el peso de la coparticipación alícuota en la plena soberanía recobrada... Pensemos todos que el mundo tiene la vista fija en nosotros y que en nuestra mano está la alternativa entre el baldón y la gloria.»
Después, Alomar condena los sucesos pasados; ese «desbordamiento pasional para el cual no hubo audacia en los días vergonzosos de la tiranía...» El pensamiento de Alomar está condensado en estas otras palabras que ha pronunciado para un periódico y que nos lee: «Ningún Gobierno, y menos un Gobierno de ideal, puede permitir que la iniciativa gubernamental esté en las calles. El mayor enemigo de la democracia es la demagogia. Y la demagogia acaba siempre por la improvisación de los caudillajes pretorianos, que son las mayores vergüenzas políticas, y que infortunadamente parecen vinculadas a la raza ibérica...»
La obra toda de Alomar es una obra de expansión cordial de sus sentimientos y de sus ideas. Puede decir con Beethoven: «Escribo porque es preciso que se esparza lo que llevo dentro del corazón.»
El gran pensador nació en Mallorca, pero desde muy joven ha figurado en la extrema izquierda del catalanismo intransigente. No puede silenciarse ahora que es el creador del Futurismo –un Futurismo que nada tiene que ver con el de Marinetti– y del ideal de Filia contrapuesto al de Patria...
Antes preconizaba el imperio de la ciudad frente al ruralismo. Para él, la ciudad, flor de la nación, esencialmente aristártica y futurista, había que oponerla contra el patriotismo, el arcaísmo, el tradicionalismo del agro. En suma, el Pueblo, que hace y crea la ley frente a la plebe, «fabricadora de plebiscitos»…
—¿Qué solución ve usted para el problema catalán?– le decimos de pronto, pensando en todo esto.
Alomar sonríe. Hace unos ligeros aspavientos y nos hurta la respuesta con habilidad.
—¡Oh!... Es imposible responder a esa pregunta. ¿Cómo quiere que condense en unas palabras toda una actuación política de tantos años? No es para una pregunta de una interviú, es para hacer un libro... Es muy difícil sintetizar... No le puedo ahora responder.
Recordando entonces también su reiterada situación política de siempre, le espetamos de pronto otra pregunta:
—¿Desde cuándo es usted republicano?
—¿Yo? –respondió con viveza–. ¡De toda mi vida!...
—¿Por qué?
Rápidamente tronza mi pregunta y responde con gran presteza:
—Por reacción contra el medio. Toda mi familia es de ideas opuestas a las que tengo. Entre los míos hay muchos eclesiásticos. Mi padre fue militar...
—¿Y no aspiró usted nunca a seguir la carrera de las armas o la eclesiástica?
—Verá usted; de chico, cuando me preguntaban que qué quería ser, respondía siempre que obispo. Me aficioné mucho entonces a los estudios eclesiásticos, y no he dejado nunca esta afición. La carrera militar no me sedujo jamás. Mi padre me decía siempre: «Hijo mío. Puedes ser todo lo que quieras. Todo menos una cosa: militar...»
Tras un breve silencio reanudó la conversación el señor Alomar.
—Después del Bachillerato cursé los estudios de Filosofía y Letras, y luego hice oposiciones a cátedras. Estuve de director del Instituto de Figueras y luego pasé trasladado a Palencia...
—¿Qué ha explicado usted?
—Latín, Historia de la Literatura y Preceptiva Literaria.
—¿No le cansa la enseñanza?
—No. Sólo abandoné la cátedra durante algún tiempo, cuando fui diputado a Cortes...
—¿Cree usted que la actuación de nuestros estudiantes ha sido bastante decisiva en la revolución?
—Desde luego han hecho mucho. Y sobre todo es de elogiar que ahora han sabido retenerse después de la revolución. Lo interesante es que hoy la casi totalidad de los estudiantes son republicanos, y esto es muy importante para mañana... Es un acierto la rebaja de la edad electoral. ¡Se lo han ganado los muchachos!
Y al decir esto Alomar sonríe como un bendito.
Hay en su sonrisa una gran complacencia de triunfo legítimamente adquirido. Porque no puede olvidarse que Alomar ha contribuido más que nadie en imprimir un carácter francamente izquierdista a las juventudes catalanas.
Sus primeros escritos también están en catalán. En catalán, en prosa y verso. (Versos puramente parnasianos, frente al naturalismo en decadencia ya.) La columna de fuego es uno de sus primeros libros. Siguió, también en catalán, El Futurismo; luego, Sobre poetización, y ya en castellano los últimos: La guerra a través de un alma, El frente espiritual, Verba, La formación de sí mismo, La política idealista...
—¿Cuál de ellos le ha costado más trabajo escribirlo?
—En general, el verso me es fácil hacerlo en catalán; la prosa, en cambio, en castellano.
—¿Cuál prefiere usted de toda su obra?
—La Vía sacra, en castellano...
Hace una pausa. Nosotros, mentalmente, recordamos su obra, sobre todo la de sus años mozos, impregnada de un vago romanticismo y de una nueva concepción poética con raigambre helénico, y la evolución de su catalanismo, que al igual que el de todos los escritores de su época, puede decirse que pasó de una vaga y romántica protesta, callada y hondamente sentida, a una viva actuación con aires y viso nacionalista. De motivo de Juegos Florales a motivos de honda preocupación gubernamental. Primero, enardeció a unas minorías en salas de concierto, en unas fiestas íntimas. Luego levantó en clamor a España entera.
Entonces le pregunto:
—¿Ha sentido usted alguna vez la tentación de modificar algo de lo publicado?
—No tengo nada que rectificar. Mi vida, mi pensamiento, ha sido siempre rectilíneo...
Y no dice más. Alomar, cuando habla, gusta de ser conciso y breve en la respuesta. Breve y rotundo.
Lo dice todo, con una cordial solicitud encantadora; en un tono suave, confidencial, y de un modo liso y llano.
—Sentiría un poco –dice ahora– dejar mi Palma, mis clases, mi tertulia diaria a las once, a la que por cierto no deja nunca de acudir un canónigo de la Catedral, y mi casa, que tiene delante el mar y detrás los pinos...
No dijo más. Pero pudo añadir: «Y mi vida tranquila, obscura, mis libros, mi tranquilidad...»
Enrique Estévez-Ortega
Nuevo Mundo. Madrid, 26 de junio de 1931
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