Calle Costanilla de los Angeles (Madrid) AGA |
Ha sido una explosión; lejana, sorda, tenue, pero una explosión... Sin embargo, no está muy seguro. Hace tres días, los aeroplanos bombardearon Madrid. Ha oído hablar del subconsciente, y le parece posible que el miedo de lo que ha oído contar en aquella casa de la Puerta del Sol, vaciada, haya obrado, y que sólo el miedo le haya despertado esta madrugada fría de noviembre.
Don Manuel,
—le siguen llamando don Manuel a pesar de la revolución— pasea su mirada por la
inmensidad de la alcoba. No ve nada, absolutamente nada. Su cerebro vacío y
todo en silencio, a excepción del latir del despertador que parece un corazón
colocado sobre la mesilla de noche. Suenan también en el silencio de la alcoba,
los ronquidos profundos y acompasados de doña Juanita que reposa a su lado,
distribuidas sus grasas sobre el colchón en obediencia matemática a las
leyes de la gravedad.
Nunca se despierta, don Manuel, durante la noche. Tiene
el sueño pesado de hombre que pasó la cincuentena y que sólo ahora puede
satisfacer su estómago, cuando éste ya padece un poco de acidez. Sus sueños son
densos y tejen una futura apoplejía. Ni su estómago ni la vecina de arriba, que
alguna vez le ha despertado en sus juergas ruidosas con sus amiguitos, han
sido la causa de su desvelo.
Escucha ansiosamente. No sabe si encender la luz
de la mesilla o no. Tiene una pierna bajo las piernas de doña Juanita. Una
pierna por la que corre un cosquilleo desagradable por la deficiencia de
circulación de sangre, bajo el peso que soporta. La pierna es una obsesión y
comienza a liberarla en una labor lenta y paciente que cuando está casi
lograda, provoca una reacción de la mole que descansa a su lado. Cuando sólo queda
por liberar el pie, resuena la segunda explosión, más neta, más cerca. Tiene
como virtud, provocar la retirada seca del pie prisionero y un estremecimiento
profundo de doña Juanita que sopla, gruñe y se revuelve en la cama, pero no se
despierta.
Don Manuel, se sienta en la cama y apenas lo ha hecho, vibra el aire
con el zumbido ronco de los trimotores y suena otra explosión, tan cercana que
seguidamente se oye el derrumbar de escombros y el tintineo
de vidrios rotos.
Enciende la mariposa con una luz más medrosa que la misma
oscuridad. Es una bombilla pequeñita envuelta en una gasa azul índigo que
sostiene en la mano una virgen mitológica en bronce barato. No quiere despertar
a su esposa ni encender la luz central. Podría filtrarse la luz por las
rendijas de las maderas tan cuidadosamente cerradas y esto sería un aviso y una
invitación para los aviones.
Se lanzó de la cama pensando que
si su esposa despertaba, una obligación fisiológica sería una buena excusa.
Realmente, tenía la boca seca, la lengua gorda como si hubiera comido sal. Le
temblaban las manos. ¿Quién sabe dónde puede caer una bomba? Doscientos
cincuenta kilos, y su casa era un tercero de una construcción vieja, con
esqueleto de madera.
En el comedor había una botella abierta de coñac, de aquel
que en tiempos normales buscan los conocedores,
como el mejor de España y que ahora no se encontraba a peso de oro. Dos más en
reserva. Él no amaba el alcohol, pero por esto mismo, tenía fe en su virtud en
este momento de desfallecimiento.
Llegó a tientas al comedor y cerró la puerta
tras sí. Seguro de que el reflejo no penetraría en la alcoba; encendió la luz y
como un ladrón, con miedo y vergüenza, con precauciones infinitas para no meter
ruido, sacó la botella de coñac. Allí mismo,
sin copa ni vaso, la boca al gollete, apuró un trago largo, sin sentir el paso
del licor por sus fauces secas. Sólo después, sintió subir de su estómago a su
frente un ardor violento. ¡Cómo reconfortaba aquello!
La lógica le afirmaba en
aquel momento que Madrid tenía cien kilómetros cuadrados. Que su alcoba tenía
dieciséis metros cuadrados. Que suponiendo se tiraran cincuenta bombas, las
probabilidades de que cayera una en
su sagrado recinto, eran de... ¿qué tanto por ciento, era? Volvió a su alcoba
sumido en el mar del cálculo. Esto era más difícil que los cálculos de precios
en la tienda, pero lo resolvería, porque se consideraba con un cerebro ágil
para las matemáticas.
Levantaba el embozo de las sábanas ya afirmado en sí
mismo. Sonó el estallido, tan enorme, tan violento, tan bárbaro, tan cerca.
Trepidó la casa. Cayó una lluvia de cascotes al exterior, piedras, cristales.
Crujieron las maderas. Parpadeó la luz, aquella luz tan insignificante, y por
un momento adquirió caracteres de foco. Bailaron sus entrañas.
Cayó allí, de
rodillas, al borde de la cama y quedó quieto, inmóvil, quién sabe el tiempo:
¿un minuto, diez, media hora?
Cuando recuperó la conciencia, le rodeaba la
neblina azul índigo. Un brazo fuera del embozo, doña Juanita roncaba en ritmo
tranquilo. La odió en aquel momento.
De la calle subía un murmullo de gente afanosa. Tintineaban las campanas de los
bomberos y de las ambulancias. Gritos descompasados y blasfemias rotundas.
Temblaba don Manuel, quieto en la noche. Despacio, despacito, sin meter ruido,
como un ladrón nocturno, con sus pies desnudos, volvió al comedor y a tientas
buscó la botella de coñac y se la llevó a la alcoba amorosamente.
Incorporado
en la cama, escuchaba y bebía. El alcohol poblaba su cerebro de ruidos y de
seguridades. Cuando vencían los ruidos, bebía un traguito; cuando vencían las
seguridades: «te vas a emborrachar», se decía a sí mismo.
A las seis y veinte,
—don Manuel no ha olvidado este momento exacto— la luz del día se filtraba por
las rendijas de las maderas del balcón.
Su último pensamiento fue éste:
—Si
llego a encender la luz, estas rendijas hubieran servido de señal a los
aviones.
Cayó definitivamente sobre la almohada. Doña Juanita, inocente e
ignorante, encontró aquella misma mañana un hombre gordo, canoso, bigotudo,
calvo, que roncaba como un fuelle de fragua, y una botella de coñac vacía,
caída en la alfombra a los pies de la cama.
Don Manuel entra, con su paso tardo
de hombre grueso, en el bar. Pide
un coñac y lo bebe con unción. Está rodeado de milicianos con permiso. En estos
momentos, comienza su historia:
—La noche del nueve de noviembre, fue una cosa
seria. Vinieron los junkers... Recogíamos los muertos y los heridos; las bombas
caían a nuestro alrededor. No podíamos ni encender las linternas. Me recordaba
aquellos tiempos en que yo en Cuba...
Llega a casa borracho, y doña Juanita le
acuesta resignada. En ella quien
ahora pasea su mirada por la negrura de la alcoba y teme encender la luz,
ignora la tragedia de don Manuel y la ignorará siempre.
Borracho perdido, jamás
don Manuel dirá a doña Juanita que una noche la odió.
Arturo
Barea
Valor
y miedo, 1938
Capítulo
III - Coñac
Valor
y miedo fue el primer libro publicado por Arturo Barea. Refleja la realidad
social de la ciudad de Madrid cercada por tropas franquistas.
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