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2119. Coñac

Calle Costanilla de los Angeles (Madrid) AGA


Ha sido una explosión; lejana, sorda, tenue, pero una explosión... Sin embargo, no está muy seguro. Hace tres días, los aeroplanos bombardearon Madrid. Ha oído hablar del subconsciente, y le parece posible que el miedo de lo que ha oído contar en aquella casa de la Puerta del Sol, vaciada, haya obrado, y que sólo el miedo le haya despertado esta madrugada fría de noviembre.

Don Manuel, —le siguen llamando don Manuel a pesar de la revolución— pasea su mirada por la inmensidad de la alcoba. No ve nada, absolutamente nada. Su cerebro vacío y todo en silencio, a excepción del latir del despertador que parece un corazón colocado sobre la mesilla de noche. Suenan también en el silencio de la alcoba, los ronquidos profundos y acompasados de doña Juanita que reposa a su lado, distribuidas sus grasas sobre el colchón en obediencia matemática a las leyes de la gravedad.

Nunca se despierta, don Manuel, durante la noche. Tiene el sueño pesado de hombre que pasó la cincuentena y que sólo ahora puede satisfacer su estómago, cuando éste ya padece un poco de acidez. Sus sueños son densos y tejen una futura apoplejía. Ni su estómago ni la vecina de arriba, que alguna vez le ha despertado en sus juergas ruidosas con sus amiguitos, han sido la causa de su desvelo.

Escucha ansiosamente. No sabe si encender la luz de la mesilla o no. Tiene una pierna bajo las piernas de doña Juanita. Una pierna por la que corre un cosquilleo desagradable por la deficiencia de circulación de sangre, bajo el peso que soporta. La pierna es una obsesión y comienza a liberarla en una labor lenta y paciente que cuando está casi lograda, provoca una reacción de la mole que descansa a su lado. Cuando sólo queda por liberar el pie, resuena la segunda explosión, más neta, más cerca. Tiene como virtud, provocar la retirada seca del pie prisionero y un estremecimiento profundo de doña Juanita que sopla, gruñe y se revuelve en la cama, pero no se despierta.

Don Manuel, se sienta en la cama y apenas lo ha hecho, vibra el aire con el zumbido ronco de los trimotores y suena otra explosión, tan cercana que seguidamente se oye el derrumbar de escombros y el tintineo de vidrios rotos.

Enciende la mariposa con una luz más medrosa que la misma oscuridad. Es una bombilla pequeñita envuelta en una gasa azul índigo que sostiene en la mano una virgen mitológica en bronce barato. No quiere despertar a su esposa ni encender la luz central. Podría filtrarse la luz por las rendijas de las maderas tan cuidadosamente cerradas y esto sería un aviso y una invitación para los aviones.

Se lanzó de la cama pensando que si su esposa despertaba, una obligación fisiológica sería una buena excusa.

Realmente, tenía la boca seca, la lengua gorda como si hubiera comido sal. Le temblaban las manos. ¿Quién sabe dónde puede caer una bomba? Doscientos cincuenta kilos, y su casa era un tercero de una construcción vieja, con esqueleto de madera.

En el comedor había una botella abierta de coñac, de aquel que en tiempos normales buscan los conocedores, como el mejor de España y que ahora no se encontraba a peso de oro. Dos más en reserva. Él no amaba el alcohol, pero por esto mismo, tenía fe en su virtud en este momento de desfallecimiento.

Llegó a tientas al comedor y cerró la puerta tras sí. Seguro de que el reflejo no penetraría en la alcoba; encendió la luz y como un ladrón, con miedo y vergüenza, con precauciones infinitas para no meter ruido, sacó la botella de coñac. Allí mismo, sin copa ni vaso, la boca al gollete, apuró un trago largo, sin sentir el paso del licor por sus fauces secas. Sólo después, sintió subir de su estómago a su frente un ardor violento. ¡Cómo reconfortaba aquello!

La lógica le afirmaba en aquel momento que Madrid tenía cien kilómetros cuadrados. Que su alcoba tenía dieciséis metros cuadrados. Que suponiendo se tiraran cincuenta bombas, las probabilidades de que cayera una en su sagrado recinto, eran de... ¿qué tanto por ciento, era? Volvió a su alcoba sumido en el mar del cálculo. Esto era más difícil que los cálculos de precios en la tienda, pero lo resolvería, porque se consideraba con un cerebro ágil para las matemáticas.

Levantaba el embozo de las sábanas ya afirmado en sí mismo. Sonó el estallido, tan enorme, tan violento, tan bárbaro, tan cerca. Trepidó la casa. Cayó una lluvia de cascotes al exterior, piedras, cristales. Crujieron las maderas. Parpadeó la luz, aquella luz tan insignificante, y por un momento adquirió caracteres de foco. Bailaron sus entrañas.

Cayó allí, de rodillas, al borde de la cama y quedó quieto, inmóvil, quién sabe el tiempo: ¿un minuto, diez, media hora?

Cuando recuperó la conciencia, le rodeaba la neblina azul índigo. Un brazo fuera del embozo, doña Juanita roncaba en ritmo tranquilo. La odió en aquel momento.

De la calle subía un murmullo de gente afanosa. Tintineaban las campanas de los bomberos y de las ambulancias. Gritos descompasados y blasfemias rotundas.

Temblaba don Manuel, quieto en la noche. Despacio, despacito, sin meter ruido, como un ladrón nocturno, con sus pies desnudos, volvió al comedor y a tientas buscó la botella de coñac y se la llevó a la alcoba amorosamente.

Incorporado en la cama, escuchaba y bebía. El alcohol poblaba su cerebro de ruidos y de seguridades. Cuando vencían los ruidos, bebía un traguito; cuando vencían las seguridades: «te vas a emborrachar», se decía a sí mismo.

A las seis y veinte, —don Manuel no ha olvidado este momento exacto— la luz del día se filtraba por las rendijas de las maderas del balcón.

Su último pensamiento fue éste:

—Si llego a encender la luz, estas rendijas hubieran servido de señal a los aviones.

Cayó definitivamente sobre la almohada. Doña Juanita, inocente e ignorante, encontró aquella misma mañana un hombre gordo, canoso, bigotudo, calvo, que roncaba como un fuelle de fragua, y una botella de coñac vacía, caída en la alfombra a los pies de la cama.

Don Manuel entra, con su paso tardo de hombre grueso, en el bar. Pide un coñac y lo bebe con unción. Está rodeado de milicianos con permiso. En estos momentos, comienza su historia: 

—La noche del nueve de noviembre, fue una cosa seria. Vinieron los junkers... Recogíamos los muertos y los heridos; las bombas caían a nuestro alrededor. No podíamos ni encender las linternas. Me recordaba aquellos tiempos en que yo en Cuba...

Llega a casa borracho, y doña Juanita le acuesta resignada. En ella quien ahora pasea su mirada por la negrura de la alcoba y teme encender la luz, ignora la tragedia de don Manuel y la ignorará siempre.

Borracho perdido, jamás don Manuel dirá a doña Juanita que una noche la odió.


Arturo Barea
Valor y miedo, 1938
Capítulo III - Coñac


Valor y miedo fue el primer libro publicado por Arturo Barea. Refleja la realidad social de la ciudad de Madrid cercada por tropas franquistas.










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