Luis Cernuda Bidón
(Sevilla, 21 de septiembre de 1902 - Ciudad de México. 5 de noviembre de 1963)
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La estación sin duda hubiera tenido que mostrar animación, vida,
aun más por ser estación de frontera; pero cuando en aquel anochecer de febrero
llegaste a ella, estaba desierta y oscura. Al ver luz tras de unos visillos,
hacia un rincón del andén vacío, allá te encaminaste.
Era el café. Qué paz había dentro. Qué silencio. Una mujer con un
niño en los brazos estaba sentada junto al hogar encendido. Se podía escuchar
el murmullo ensordecido y sosegador de las llamas en la estufa.
Pediste leche fría y pan tostado, con el recelo de quien cree pedir
la luna. Y al ser asentida sin sarcasmo tu demanda, te animaste a solicitar
también unos cigarrillos.
Sentado en medio de aquella paz y aquel silencio recuperados,
existir era para ti como quien vive un milagro. Sí, todo resultaba otra vez
posible. Un escalofrío, como cuando nos recuperamos pasado un peligro que no
reconocimos por tal al afrontarlo, sacudió tu cuerpo.
Era la vida de nuevo; la vida, con la confianza en que ha de ser
siempre así de pacífica y de profunda, con la posibilidad de su repetición
cotidiana, ante cuya promesa el hombre ya no sabe sorprenderse.
*
Atrás quedaba tu tierra sangrante y en ruinas. La última estación,
la estación al otro lado de la frontera, donde te separaste de ella, era sólo
un esqueleto de metal retorcido, sin cristales, sin muros —un esqueleto
desenterrado al que la luz postrera del día abandonaba.
¿Qué puede el hombre contra la locura de todos? Y sin volver los
ojos ni presentir el futuro, saliste al mundo extraño desde tu tierra en
secreto ya extraña.
Luis Cernuda
Ocnos, 1942
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