Ernest Hemingway y John Dos Passos (primeros por la derecha e izquierda, en Madrid, 1937 |
Madrid,
30 de septiembre
Dicen que uno nunca oye la que le acierta. Esto es verdad
sobre las balas, porque cuando se oyen, ya han pasado de largo. Pero este
corresponsal oyó la última granada que cayó en este hotel. La oyó salir de la
batería, venir con un fuerte silbido, como el de un tren metropolitano, chocar
contra una cornisa y llenar la habitación de yeso y cristales rotos. Y mientras
el cristal aún tintineaba y ya esperaba oír la próxima, me
di cuenta de que ahora, por fin, había vuelto a Madrid.
Madrid
está tranquilo ahora. Aragón es el frente activo. Se lucha poco alrededor de
Madrid, exceptuando el minado, contraminado, ataques a trincheras, disparos de
mortero y emboscadas en la constante guerrilla de sitio que continúa en
Carabanchel, Usera y la Ciudad Universitaria. La ciudad se bombardea muy poco.
Algunos
días no hay bombardeo y el tiempo es espléndido y las calles están atestadas.
Las tiendas rebosan de ropa y todas las joyerías, tiendas de fotografía,
galerías de arte y tiendas de antigüedades están abiertas y los bares se
llenan. La cerveza escasea y el whisky es casi imposible de obtener. Los
escaparates están llenos de imitaciones españolas de toda clase de cordiales,
whiskys y vermuts. Estos no se recomiendan para uso interno, aunque yo empleo
algo llamado «Milords Escocés Whiskey» para después del afeitado. Escuece un
poco pero me siento muy higiénico. Creo que serviría para curar el pie de
atleta, pero hay que tener mucho cuidado para no derramarlo sobre el propio
traje porque se come la lana. La gente está alegre y los cines, con las
fachadas protegidas por sacos de arena, se llenan todas las tardes. Cuanto más
cerca está uno del frente, tanto más alegre
y optimista es la población.
En
el propio frente el optimismo llega a tal punto que este corresponsal, muy en
contra de su sentido común, se sintió inducido anteayer a nadar en un pequeño
río que forma una tierra de nadie en el frente de Cuenca. El río fluía con
rapidez y estaba muy frío y completamente dominado por las posiciones
fascistas, lo cual me hizo sentir el frío todavía más. Me heló tanto la idea de
nadar en el río en aquellas circunstancias que cuando entré en el agua la
encontré bastante agradable. Pero aún me pareció más agradable cuando salí del
agua y me escondí detrás de un árbol. En aquel momento un oficial
del gobierno, que era miembro del equipo de nadadores optimistas, disparó
contra una serpiente de agua con su pistola y le acertó en el tercer intento.
Esto le ganó la reprimenda de otro oficial, un miembro no tan optimista, que le
preguntó qué pretendía con aquellos disparos ¿atraer a las ametralladoras
contra nosotros?
No
matamos más serpientes de agua aquel día, pero vi en el río tres truchas que
pesarían un kilo cada una. Eran viejas, pesadas y gordas, y rodaron hacia arriba
para atrapar los saltamontes que les eché, haciendo profundos remolinos en el
agua, como si hubiera echado un adoquín al río. A todo lo largo
del agua, a la que antes de la guerra no llevaba ningún camino, podían verse
truchas, pequeñas en la orilla y las más grandes en la parte honda y a la
sombra de la escarpada ribera. Es un río por el que merece la pena luchar, pero
un poco demasiado frío para la natación.
En
este momento ha caído una bomba en una casa de esta calle, un poco más arriba
del hotel donde estoy escribiendo esto. Un niño llora en la calle. Un miliciano
lo recoge y consuela. No ha matado a nadie en nuestra calle y la gente que
había empezado a correr, afloja el paso y ríe nerviosamente. Quien no había
hecho ademán de correr mira a los demás con aire superior y la ciudad
donde vivimos ahora se llama Madrid.
Ernest Hemingway
Despachos de la Guerra civil española (1937-1938)
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