Miguel de Unamuno y Jugo
(Bilbao, 29 de septiembre de 1864 - Salamanca, 31 de diciembre de 1936)
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«Me escribe un amigo desde Chile diciéndome que se ha encontrado allí con algunos que, refiriéndose a mis escritos, le han dicho: “Y bien, en resumidas cuentas, ¿cuál es la religión de este señor Unamuno?”. Pregunta análoga se me ha dirigido aquí varias veces. Y voy a ver si consigo no contestarla, cosa que no pretendo, sino plantear algo mejor el sentido de la tal pregunta.
Tanto los
individuos como los pueblos de espíritu perezoso -y cabe pereza espiritual con
muy fecundas actividades de orden económico y de otros órdenes análogos-
propenden al dogmatismo, sépanlo o no lo sepan, quiéranlo o no, proponiéndose o
sin proponérselo. La pereza espiritual huye de la posición crítica o escéptica. Escéptica
digo, pero tomando la voz escepticismo en su sentido etimológico y filosófico,
porque escéptico no quiere decir el que duda, sino el que investiga o rebusca,
por oposición al que afirma y cree haber hallado. Hay quien escudriña un
problema y hay quien nos da una fórmula, acertada o no, como solución de él.
En el orden de
la pura especulación filosófica, es una precipitación el pedirle a uno
soluciones dadas, siempre que haya hecho adelantar el
planteamiento de un problema. Cuando se lleva mal un largo cálculo, el borrar
lo hecho y empezar de nuevo significa un no pequeño progreso. Cuando una casa
amenaza ruina o se hace completamente inhabitable, lo que procede es
derribarla, y no hay que pedir se edifique otra sobre ella. Cabe, sí, edificar
la nueva con materiales de la vieja, pero es derribando antes ésta. Entretanto,
puede la gente albergarse en una barraca, si no tiene otra casa, o dormir a
campo raso.
Y es preciso no perder de vista que para
la práctica de nuestra vida, rara vez tenemos que esperar a las soluciones
científicas definitivas. Los
hombres han vivido y viven sobre hipótesis y explicaciones muy deleznables, y
aun sin ellas. Para castigar al delincuente no se pusieron de acuerdo
sobre si éste tenía o no libre albedrío, como para estornudar no reflexiona uno
sobre el daño que puede hacerle el pequeño obstáculo en la garganta que le
obliga al estornudo.
Los hombres que sostienen que de no
creer en el castigo eterno del infierno serían malos, creo, en honor de ellos,
que se equivocan. Si dejaran de creer en una sanción de ultratumbas no por eso
se harían peores, sino que entonces buscarían otra justificación ideal a su
conducta. El que siendo bueno cree en un orden trascendente, no tanto es bueno
por creer en él cuanto que cree en él por ser bueno. Proposición esta que habrá
de parecer oscura o enrevesada, estoy de ello cierto, a los preguntones de
espíritu perezoso.
Y bien, se me
dirá, “¿Cuál es tu religión?”. Y yo responderé: mi religión es buscar la verdad
en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas
mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi
religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche,
como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con aquello del
Inconocible o Incognoscible, como escriben los pedantes ni con aquello otro de
“de aquí no pasarás”. Rechazo el eternoignorabimus. Y en todo caso,
quiero trepar a lo inaccesible.
“Sed perfectos como vuestro Padre que
está en los cielos es perfecto”, nos dijo el Cristo, y semejante ideal de
perfección es, sin duda, inasequible. Pero nos puso lo inasequible como meta y
término de nuestros esfuerzos. Y ello ocurrió, dicen los teólogos, con la
gracia. Y yo quiero pelear mi pelea sin cuidarme de la victoria. ¿No hay
ejércitos y aun pueblos que van a una derrota segura? ¿No elogiamos a los que
se dejaron matar peleando antes que rendirse? Pues esta es mi religión.
Esos, los que
me dirigen esa pregunta, quieren que les dé un dogma, una solución en que pueda
descansar el espíritu en su pereza. Y ni esto quieren, sino que buscan poder
encasillarme y meterme en uno de los cuadriculados en que colocan a los
espíritus, diciendo de mi: es luterano, es calvinista, es católico, es ateo, es
racionalista, es místico, o cualquier otro de estos motes, cuyo sentido claro
desconocen, pero que les dispensa de pensar más. Y yo no quiero dejarme
encasillar, porque yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que aspire
a conciencia plena, soy una especie única. “No hay enfermedades, sino enfermos”,
suelen decir algunos médicos, y yo digo que no hay opiniones, sino opinantes.
En el orden religioso apenas hay cosa
alguna que tenga racionalmente resuelta, y como no la tengo, no puedo
comunicarla lógicamente, porque sólo es lógico y transmisible lo racional.
Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el sentimiento, una fuerte
tendencia al cristianismo sin atenerme a dogmas especiales de esta o de aquella
confesión cristiana. Considero cristiano a todo el que invoca con respeto y
amor el nombre de Cristo, y me repugnan los ortodoxos, sean católicos o
protestantes éstos suelen ser tan intransigentes como aquéllos que niegan
cristianismo a quienes no interpretan el Evangelio como ellos. Cristiano
protestante conozco que niega el que los unitarios sean cristianos.
Confieso sinceramente que las supuestas
pruebas racionales la ontológica, la cosmológica, la ética, etcétera de la
existencia de Dios no me demuestran nada; que cuantas razones se quieren dar de
que existe un Dios me parecen razones basadas en paralogismos y peticiones de
principio. En esto estoy con Kant. Y siento, al tratar de esto, no poder hablar
a los zapateros en términos de zapatería.
Nadie ha logrado convencerme
racionalmente de la existencia de Dios, pero tampoco de su no existencia; los
razonamientos de los ateos me parecen de una superficialidad y futileza mayores
aún que los de sus contradictores. Y si creo en Dios, o, por lo menos, creo
creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista, y después, porque se
me revela, por vía cordial, en el Evangelio y a través de Cristo y de la
Historia. Es cosa de corazón. Lo cual quiere decir que no estoy convencido de
ello como lo estoy de que dos y dos hacen cuatro.
Si se tratara de algo en que no me fuera
la paz de la conciencia y el consuelo de haber nacido, no me cuidaría acaso del
problema; pero como en él me va mi vida toda interior y el resorte de toda mi
acción, no puedo aquietarme con decir: ni sé ni puedo saber. No sé, cierto es;
tal vez no pueda saber nunca, pero “quiero” saber. Lo quiero, y basta. Y me pasaré la vida luchando con el misterio
y aun sin esperanza de penetrarlo, porque esa lucha es mi alimento y es mi
consuelo. Sí, mi consuelo. Me he acostumbrado a sacar esperanza de la
desesperación misma. Y no griten ¡Paradoja! los mentecatos y los superficiales.
No concibo a un hombre culto sin esta
preocupación, y espero muy poca cosa en el orden de la cultura y cultura no es
lo mismo que civilización de aquellos que viven desinteresados del problema
religioso en su aspecto metafísico y sólo lo estudian en su aspecto social o
político. Espero muy poco para el enriquecimiento del tesoro espiritual del
género humano de aquellos hombres o de aquellos pueblos que por pereza mental,
por superficialidad, por cientificismo, o por lo que sea, se apartan de las grandes
y eternas inquietudes del corazón. No espero nada de los que dicen: “¡No se
debe pensar en eso!”; espero menos aún de los que creen en un cielo y un
infierno como aquel en que creíamos de niños, y espero todavía menos de los que
afirman con la gravedad del necio: “Todo eso no son sino fábulas y mitos; al
que se muere lo entierran, y se acabó”. Sólo espero de los que ignoran, pero no se resignan a ignorar; de los que
luchan sin descanso por la verdad y ponen su vida en la lucha misma más que en
la victoria.
Y lo más de mi labor ha sido siempre
inquietar a mis prójimos, removerles el poso del corazón, angustiarlos, si
puedo. Lo dije ya en mi Vida de Don Quijote y Sancho, que es mi más extensa
confesión a este respecto. Que busquen ellos, como yo busco; que luchen, como
lucho yo, y entre todos algún pelo de secreto arrancaremos a Dios, y, por lo
menos, esa lucha nos hará más hombres, hombres de más espíritu.
Para esta obra obra religiosa me ha sido
menester, en pueblos como estos pueblos de lengua castellana, carcomidos de
pereza y de superficialidad de espíritu, adormecidos en la rutina del
dogmatismo católico o del dogmatismo librepensador o cientificista, me ha sido
preciso aparecer unas veces impúdico e indecoroso, otras duro y agresivo, no
pocas enrevesado y paradójico. En
nuestra menguada literatura apenas se le oía a nadie gritar desde el fondo del
corazón, descomponerse, clamar. El grito era casi desconocido. Los
escritores temían ponerse en ridículo. Les pasaba y les pasa lo que a muchos
que soportan en medio de la calle una afrenta por temor al ridículo de verse
con el sombrero por el suelo y presos por un polizonte. Yo, no; cuando he
sentido ganas de gritar, he gritado. Jamás me ha detenido el decoro. Y ésta es
una de las cosas que menos me perdonan estos mis compañeros de pluma, tan
comedidos, tan correctos, tan disciplinados hasta cuando predican la
incorrección y la indisciplina. Los anarquistas literarios se cuidan, más que
de otra cosa, de la estilística y de la sintaxis. Y cuando desentonan lo hacen
entonadamente; sus desacordes tiran a ser armónicos.
Cuando he sentido un dolor, he gritado,
y he gritado en público. Los salmos que figuran en mi volumen de Poesías no son
más que gritos del corazón, con los cuales he buscado hacer vibrar las cuerdas
dolorosas de los corazones de los demás. Si no tienen esas cuerdas, o si las
tienen tan rígidas que no vibran, mi grito no resonará en ellas, y declararán
que eso no es poesía, poniéndose a examinarlo acústicamente. También se puede
estudiar acústicamente el grito que lanza un hombre cuando ve caer muerto de repente
a su hijo, y el que no tenga ni corazón ni hijos, se queda en eso.
Esos salmos de mis Poesías, con otras
varias composiciones que allí hay, son mi religión, y mi religión cantada, y no
expuesta lógica y razonadamente. Y la canto, mejor o peor, con la voz y el oído
que Dios me ha dado, porque no la puedo razonar. Y el que vea raciocinios y
lógica, y método y exégesis, más que vida, en esos mis versos porque no hay en
ellos faunos, dríades, silvanos, nenúfares, “absintios” (o sea ajenjos), ojos
glaucos y otras garambainas más o menos modernistas, allá se quede con lo suyo,
que no voy a tocarle el corazón con arcos de violín ni con martillo.
De lo que
huyo, repito, como de la peste, es de que me clasifiquen, y quiero morirme
oyendo preguntar de mí a los holgazanes de espíritu que se paren alguna vez a
oírme: “Y este señor, ¿qué es?”. Los liberales o progresistas tontos me
tendrán por reaccionario y acaso por místico, sin saber, por supuesto, lo que
esto quiere decir, y los conservadores y reaccionarios tontos me tendrán por
una especie de anarquista espiritual, y unos y otros, por un pobre señor
afanoso de singularizarse y de pasar por original y cuya cabeza es una olla de
grillos. Pero nadie debe cuidarse de lo que piensen de él los tontos, sean
progresistas o conservadores, liberales o reaccionarios.
Y como el hombre es terco y no suele
querer enterarse y acostumbra después que se le ha sermoneado cuatro horas a
volver a las andadas, los preguntones, si leen esto, volverán a preguntarme:
“Bueno; pero ¿qué soluciones traes?” Y yo, para concluir, les diré que si
quieren soluciones, acudan a la tienda de enfrente, porque en la mía no se
vende semejante artículo. Mi empeño ha sido, es y será que los que me lean,
piensen y mediten en las cosas fundamentales, y no ha sido nunca el de darles
pensamientos hechos. Yo he buscado siempre agitar, y, a lo sumo, sugerir, más
que instruir. Si yo vendo pan, no es pan, sino levadura o fermento».
Miguel de Unamuno
Mi religión
Salamanca, 6 de noviembre de 1907
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