Pablo Neruda (Parral, Chile, 12 de julio de 1904 - Santiago, Chile, 23 de septiembre de 1973) |
Mis ojos no vinieron para morder olvido
Canto General, "Hacia Recabarren"
Yo te amo, pura tierra, como tantas
cosas amé contrarias:
la flor, la calle, la abundancia, el rito
Canto General, "La arena traicionada"
Tan cercano como está en la vida y en la
muerte, toda tentativa de fijarlo desde la escritura corre el
riesgo de cualquier fotografía, de cualquier testimonio unilateral: Neruda de
perfil, Neruda poeta social, las aproximaciones usuales y casi siempre
falibles. La historia, la arqueología, la biografía, coinciden en la misma
terrible tarea: clavar la mariposa en el cartón. Y el único rescate que las
justifica viene de la zona imaginaria de la inteligencia, de su capacidad para
ver en pleno vuelo esas alas que ya son ceniza en cada pequeño ataúd de museo.
Cuando entré por última vez a su dormitorio de Isla Negra, en febrero de este
año, Pablo Neruda estaba en cama, acaso ya definitivamente inmovilizado, y sin
embargo sé que aquella tarde y aquella noche anduvimos juntos por playas y senderos,
que llegamos aún más lejos que dos años antes, cuando él había venido a
esperarme a la entrada de la casa y había querido mostrarme las tierras que
pensaba donar para que a su muerte alzaran allí una residencia de escritores
jóvenes.
Así, como paseando a su lado y
escuchándolo, quisiera decir aquí mi palabra de latinoamericano ya viejo,
porque muchas veces en el torbellino de la casi impensable aceleración
histórica del siglo he sentido dolorosamente que la imagen universal de Pablo
Neruda era para muchos una imagen maniquea, una estatua ya erigida que los ojos
de las nuevas generaciones miraban con ese respeto mezclado de indiferencia que
parece ser el destino de todo bronce en toda plaza. A esos jóvenes de cualquier
país del mundo quisiera contarles con la llaneza del que encuentra a sus amigos
en el café, las razones de un amor que trasciende la poesía por sí misma, un
amor que tiene otro sentido que mi amor por la poesía de John Keats o de César
Vallejo o de Paul Eluard; hablarles de lo que sucedió en mis tierras
latinoamericanas en esa primera mitad de un siglo que para ellos se confunde ya
en la continuidad de un pasado que todo lo devora y lo confunde.
En el principio fue la mujer; para
nosotros, Eva precedió a Adán en mi Buenos Aires de los años treinta. Éramos
muy jóvenes, la poesía nos había llegado bajo el signo imperial del simbolismo
y del modernismo, Mallarmé y Rubén Darío, Rimbaud y Rainer María Rilke: la
poesía era gnosis, revelación, apertura órfica, desdén de la realidad
convencional, aristocracia rechazando el lirismo fatigado y rancio de tanto
bardo sudamericano. Jóvenes pumas ansiosos de morder en lo más hondo de una
vida profunda y secreta, de espaldas a nuestras tierras, a nuestras voces,
traidores inocentes y apasionados, cerrándose en cónclaves de café y de
pensiones bohemias: entonces entró Eva hablando español desde un librito de
bolsillo nacido en Chile, Veinte poemas de amor y una canción
desesperada. Muy pocos conocían a Pablo Neruda, a ese poeta que
bruscamente nos devolvía a lo nuestro, nos arrancaba a la vaga
teoría de las amadas y las musas europeas para echamos en los brazos a una
mujer inmediata y tangible, para enseñamos que un amor de poeta latinoamericano
podía darse y escribirse hic et nunc, con las simples palabras
del día, con los olores de nuestras calles, con la simplicidad del que descubre
la belleza sin el asentimiento de los grandes heliotropos y la divina
proporción.
Pablo lo sabía, lo supo muy pronto: no
opusimos resistencia a esa invasión que nos liberaba, a esa fulminante
reconquista. Por eso, cuando leímos Residencia en la tierra no éramos
ya los mismos, los jóvenes pumas se lanzaban ya por su cuenta a la caza de
presas tanto tiempo despreciadas. Después de Eva veíamos llegar al Demiurgo,
resuelto a trastrocar un orden bíblico que no habíamos establecido los
latinoamericanos; ahora íbamos a asistir a la creación verbal del continente,
el pez iba a llamarse pez por boca americana, las cosas y los seres se
proponían y se dibujaban desde la matriz original que nos había hecho a todos,
sin la sanción tranquilizadora de los Linneo y los Cuvier y los Humboldt y los
Darwin que nos habían legado paternalmente sus modelos y sus nomenclaturas. Me
acuerdo, me acuerdo tanto: Rubén Darío se desplazó vertiginosamente en mi
geografía poética, de la noche a la mañana pasó a ser un gran poeta lejano,
como Quevedo o Shelley o Walt Whitman; en nuestra dilatada,
desierta y salvaje tierra mental, que habíamos llenado de necesarias y
vagarosas mitologías, Residencia se precipitó en la Argentina
como antaño San Martín en Chile para liberarlo, como Bolívar picando sus
águilas desde el norte; la poesía tiene su historia militar, sus conquistas y
sus batallas, el verbo es legión y carga, y la vida de todo hombre sensible a
la palabra guarda en su memoria incontables cicatrices de esos profundos,
indecibles arreglos de cuentas entre el ayer y el hoy, entre lo artificial y lo
auténtico; inútil murmurar que lo recíproco no existe, que Chile está hoy ahí
para probar hasta qué punto la historia militar ignora la poesía, eso que en
última instancia es lo humano en su exigencia más alta, allí donde la justicia
se quita la venda que el sistema le ha puesto en los ojos, y sonríe como una
mujer que ve jugar a un niño.
Neruda no nos dio demasiado tiempo para
recobrarnos, para tomar esa distancia que la inteligencia establece hasta con
lo más amado puesto que su razón de ser está en un plus ultra incesante.
Aceptar, asimilar Residencia en la tierra exigía acceder a una
dimensión diferente de la lengua y, desde allí, ver americanocomo
jamás se había visto hasta entonces. (Ya algunos de nosotros, movidos por el
azar de librerías o amistades, entrábamos con el mismo asombro en una nueva
faceta de esa inconcebible metamorfosis de nuestra palabra: Trilce, de
César Vallejo, llegaba a Buenos Aires desde el norte, viajera secreta y
temblorosa trayendo claves diferentes para un mismo reconocimiento americano). Pero Pablo no nos dio tiempo a mirar en torno, a hacer un primer balance de esa
multiplicada explosión de la poesía. Vastos poemas que formarían luego parte de
la tercera Residencia se sumaban tumultuosos a la primera gran
cosmogonía para afinarla, especializarla, traerla cada vez más al presente y a
la historia. Cuando la guerra civil española lo lleva a escribir España
en el corazón, Neruda ha dado el paso final que lo desplaza del
escenario a los actores, de la tierra a los hombres; su definición política
que tanto malentendido innoble haría surgir (y pudrir) en América Latina, tiene
la necesidad y la llaneza del cumplimiento amoroso, de la posesión en la
entrega última; y es fácil advertir que el signo ha cambiado, que a la lenta,
apasionada enumeración de los frutos terrestres por boca de un hombre solitario
y melancólico, sucede ahora la insistente llamada a recobrar esos frutos jamás
gozados o injustamente perdidos, la proposición de una poesía de combate
lentamente forjada desde la palabra y desde la acción. En Buenos Aires, capital
de la prescindencia histórica, este segundo y más terrible espolazo de Neruda
bastó para hacer caer muchas máscaras; me tocó ver, testigo irónico, cómo
nerudianos fanáticos repudiaban bruscamente su poesía, mientras oportunistas al
viento de las reivindicaciones exaltaban una obra que les era palpablemente
ininteligible salvo en sus significados más obvios. Quedaron los que lo
merecían, comprometidos o no en el plano político (lo digo expresamente, puesto
que a mí me faltaba aún la Revolución Cubana para despertarme), y para ésos la
obra de Neruda siguió siendo como un pulso, una vasta respiración americana
frente a las delicuescencias pasatistas y las fidelidades cada vez más
ridículas a los cánones extranjeros. Sé que le debo a Neruda el acceso a
Vallejo, a Octavio Paz, a Lezama Lima, a Cardenal, poetas tan diferentes como
unidos, tan individuales como fraternos. Pero lo repito, él no nos daba tregua,
no nos dio nunca tregua; poema tras poema, libro tras libro, su imperiosa
brújula exigía la revisión de nuestros rumbos, nos llamaba sin proponérselo,
sin el menor paternalismo de poeta mayor, de abuelo Hugo latinoamericano;
simplemente ponía otro libro sobre la mesa, y pálidos fantasmas corrían a
esconderse. Cuando llegó el Canto general, el ciclo de
creación entró en su último día necesario; luego seguirían muchos otros,
memorables o de simple fiesta, vendrían los poemas bien ganados del que se
sienta a recordar su vida con los amigos, como el entrañable Extravagario
y tantos momentos del Memorial de Isla Negra; Neruda
envejecía sin renunciar a su sonrisa de muchacho travieso, entraba por la
fuerza de las cosas en el ciclo de las solemnidades, los paseos utilizables, la
más que innecesaria consagración del Premio Nobel, último manotazo del sistema
para recuperar lo irrecuperable, el aire libre, el gato en el tejado jugando
con la luna.
Mucho se ha escrito sobre el Canto
general, pero su sentido más hondo escapa a la crítica textual, a toda
reducción sólo centrada en la expresión poética. Esa obra inmensa es una
monstruosidad anacrónica (se lo dije un día a Pablo, que me contestó con una de
sus lentas miradas de tiburón varado), y por ello una prueba de que América
Latina no solamente está fuera del tiempo histórico europeo sino que tiene el
perfecto derecho y, lo que es más, la penetrante obligación de estarlo. Como,
en un terreno no demasiado diferente al fin y al cabo, Paradiso de
José Lezama Lima, el Canto general decide hacer tabla rasa y
empezar de nuevo por si fuera poco, lo hace. Porque apenas se piensa en esto,
es casi obvio que la poesía contemporánea de Europa y de las Américas es una
empresa definidamente limitada, una provincia, un territorio, a la vez dentro
del campo de expresión verbal y dentro de la circunstancia personal del poeta.
Quiero decir que la poesía contemporánea, incluso la de
intención social como la de un Aragon, un Nazim Hikmet o un Nicolás Guillén,
que me vienen los primeros a la memoria y están lejos de ser los únicos, se da
circunstancia a determinadas situaciones e intenciones. Más perceptible es esto
todavía en la poesía no comprometida, que en nuestros tiempos y en todos los
tiempos tiende a concentrarse en lo elegíaco, lo erótico o lo costumbrista. Y
en ese contexto, cuya infinita riqueza y hermosura no sólo no niego sino que me
ha ayudado a vivir, llega un día el Canto general como una especie
de absurda, prodigiosa geogonía latinoamericana, quiero decir una empresa
poética de ramos generales, un gigantesco almacén de ultramarinos, una de esas
ferreterías donde todo se da desde un tractor hasta un tornillito; con la
diferencia de que Neruda rechaza soberanamente lo prefabricado en el plano de
la palabra, sus museos, galerías, catálogos y ficheros que de alguna manera nos
venían proponiendo un conocimiento vicario de nuestras tierras físicas y
mentales, deja de lado todo lo hecho por la cultura e incluso por la
naturaleza; él es un ojo insaciable retrocediendo al caos original, una lengua
que lame las piedras una a una para saber de su textura y sus sabores, un oído
donde empiezan a entrar los pájaros, un olfato emborrachándose de arena, de
salitre, del humo de las fábricas. No otra cosa había hecho Hesíodo para
abarcar los cielos mitológicos y las labores rurales; no otra cosa intentó
Lacrecio, y por qué no Dante, cosmonauta de almas. Como algunos de los
cronistas españoles de la conquista, como Humboldt, como los viajeros ingleses
del Río de la Plata, pero en el límite de lo tolerable, negándose a describir
lo ya existente, dando con cada verso la impresión de que antes no había nada,
de que ese pájaro no tenía ese nombre y que esa aldea no existía. Y cuando yo
le hablé de eso, él me miraba con soma y volvía a llenarme el vaso, señal
inequívoca de que estabas bastante de acuerdo, hermano viejo.
Por cosas así pienso que la obra de
Pablo Neruda ha sido para los latinoamericanos de mi tiempo algo que trasciende
los parámetros usuales en que dialécticamente se mueven el hacedor y el lector
de poesía. Cuando pienso en ella, la palabra obra tiene para
mí una consistencia arquitectónica, un peso de mampostería, porque su acción en
muchos de nosotros no sólo se cumplió en ese plano general de enriquecimiento
ontológico que da toda gran poesía, sino en el de una toma directa de contacto
con materias, formas, espacios y tiempos de nuestra América. ¿Quién podrá
llegar hasta el litoral chileno y asomarse al Pacífico implacable sin que los
versos de la Barcarola vuelvan desde la ya remota Residencia
en la tierra,quién subirá a Macchu Picchu sin sentir que Pablo lo precede
en la interminable teoría de peldaños y colmenas? Lo digo con riesgo, lo digo
con dolor: cuánta poesía querida se me adelgazó entre las manos después de esa
terrible precipitación mineral y celular. Y lo digo también con gratitud:
porque ningún poeta mata a los demás poetas, simplemente los ordena de otra
manera en la trémula biblioteca de la sensibilidad y la memoria. Habíamos
vivido y leído de prestado, aunque los préstamos fueran tan hermosos; habíamos
amado en poesía algo como un privilegio diplomático, una extraterritorialidad,
el nepente verbal de tanta torpe tiranía y tanta insolente expoliación de
nuestras vidas civiles; sin soberbia, sin jamás reprocharnos nuestras delicadas
prescindencias, Neruda nos abrió la más ancha de las puertas hacia esa toma de
conciencia que algún día se llamará de veras libertad. Ahora podíamos seguir
leyendo a Mallarmé y a Rilke, puestos en su órbita precisa, pero ahora no
podíamos negar que éramos latinoamericanos; yo sé, lo sabe lo más exigente de
mi ser, que nadie salió perdiendo en esa furiosa confrontación de materias
poéticas.
Por eso, a los que demasiado fácilmente
olvidan, los invito a releer el Canto general para que a la
luz (no, a la tiniebla) de lo que ocurre en Chile, en Uruguay, en Bolivia
-complete usted mismo la lista interminable- verifiquen la implacable profecía
y la invencible esperanza de uno de los hombres más lúcidos de nuestro tiempo.
Imposible abarcar ese horizonte, esa rosa de los vientos que se vuelve húmedo
erizo para apuntar a sus multiplicados rumbos; sólo aludiré al retrato de tanto
dictador, de tanto tirano que Neruda nombró y describió sin vacilar en ese
libro como si supiera que iba más allá de sus miserables personas, que su
denuncia abarcaba un futuro donde habría de esperarlo otra vez la pesadilla.
Los invito, para no citar más que uno, a releer el poema en que González Videla
es acusado de traidor a su patria, y a sustituir su nombre por el de Pinochet,
a quien Salvador Allende también habría de llamar traidor antes de caer
asesinado; los invito a releer los versos en que Neruda transcribe cartas y
testimonios de chilenos torturados, vejados y muertos por la dictadura ; habría
que estar ciego y sordo para no sentir que esas páginas del Canto
general fueron escritas hace dos meses, hace quince días, anoche,
ahora mismo, escritas por un poeta muerto, escritas para nuestra vergüenza y
acaso, si alguna vez lo merecemos, para nuestra esperanza.
Conocí muy poco al hombre Pablo Neruda,
porque entre mis defectos está el de no acercarme a los
escritores, preferir egoístamente la obra a la persona. Dos testimonios había
tenido de su afecto por mí: un par de libros dedicados que me hizo llegar a
París, sin que jamás hubiera recibido nada mío, y una página que envió a alguna
revista cuyo nombre no recuerdo, y en la que generosamente trataba de aplacar
una falsa, absurda polémica entre José María Agüedas y yo a
propósito de escritores «residentes» y escritores «exiliados». Cuando Salvador
Allende asumió la presidencia en noviembre de 1970, quise estar
en Santiago cerca de mis hermanos chilenos, asistir a algo que era harto más
que una ceremonia, la primera apertura hacia el socialismo en el sector austral
del continente. Alguien llamó a mi hotel con una voz de lento río: «Me dicen
que estás muy cansado, ven a Isla Negra y quédate unos días, ya sé que no te
gusta ver gente, estaremos solos con Matilde y mi hermana, Jorge Edwards te
traerá el auto, vendrán Matta y Teresa a almorzar, nadie más».
Fui, claro, y Pablo me regaló un poncho de Temuco y me mostró la casa, el mar,
los solitarios campos. Como si tuviera miedo de cansarme, me dejó andar por los
salones vacíos, mirar despacio y a mi gusto la caverna de Aladino, su Xanadú de
interminables maravillas. Casi inmediatamente comprendí esa correspondencia
rigurosa entre la poesía y las cosas, entre el verbo y la materia. Pensé en
Anna de Noailles preguntándole a una amiga el nombre de una flor entrevista en
un paseo, y asombrándose: «Ah, pero si es la misma que tantas veces he nombrado
en mis poemas», y sentí lo que iba de eso a un poeta que jamás nombró sin antes
palpar, vivir lo nombrado. Cuánto resentido, cuánto envidioso ironizó en su día
sobre los mascarones de proa, los atlas, los compases, los barcos en las
botellas, las primeras ediciones, las estampas y los muñecos, sin
comprender que esa casa, que todas las casas de Neruda eran también poemas,
réplica corroboración de las nomenclaturas de Residencia y del Canto, prueba
de que nada, ninguna sustancia, ninguna flor había entrado en sus versos sin
ser lentamente mirada y olida, sin darle y ganarse el derecho a vivir para
siempre en la memoria de los que recibirían en pleno pecho esa poesía de
encarnación verbal, de contacto sin mediaciones. Incluso la muerte de Pablo
Neruda entre escombros y alimañas uniformadas, ¿no es un último poema de
combate? Sabíamos que estaba condenado por el cáncer que era una cuestión de
tiempo y que acaso hubiera muerto el día en que murió aunque la ralea vencedora
no le hubiera destrozado y saqueado la casa. Pero el destino habría de
dibujarlo hasta el fin como lo que él había querido ser; voluntariamente o no,
ya ajeno a lo circundante o mirando las ruinas de su casa con esos ojos de
alcatraz a los que nada escapaba, su muerte es hoy su verso más terrible, el
salivazo en plena cara del verdugo. Como en su día el Che Guevara, como Nguyen
Van Troy, como tantos que mueren sin rendirse. Me acuerdo de la última vez que
lo vi, en febrero de este año; cuando llegué a Isla Negra me bastó ver la gran
puerta cerrada para comprender, con algo que ya no eran las certidumbres de la
ciencia médica, que Pablo me citaba para despedirse. Mi mujer había esperado
grabar una charla con él para la radio francesa; nos miramos sin hablar, y el
grabador quedó en el auto. Matilde y la hermana de Pablo nos llevaron al
dormitorio desde donde él continuaba su diálogo con el océano, con esas olas en
las que había visto los gigantescos párpados de la vida. Lúcido y esperanzado
(eran las vísperas de las elecciones en las que la Unidad Popular afirmó su
derecho a gobernar) nos dio su último libro. «Ya que no puedo ir a las
manifestaciones ni hablarle al pueblo, quiero estar presente con estos versos
que escribí en tres días». El título lo explicaba todo: Incitación al
nixonicidio y alabanza de la revolución chilena; versos para gritar en
las esquinas, para que los cantores populares les pusieran música,
para que los obreros y los campesinos los leyeran en sus centros y en sus
casas. Un televisor a los pies de la cama lo mantenía al tanto del proceso
electoral; novelas policiales, que tanto le gustaban eran mejor sedante que las
inyecciones cada vez mas necesarias. Hablamos de Francia, de su último
cumpleaños en la casa de Normandía donde los amigos habíamos llegado de todas
partes para que Pablo sintiera un poco menos la geométrica soledad del
diplomático famoso, y donde con gorros de papel, largos tragos y música lo
despedimos (él lo sabía, y nosotros sabíamos que él lo sabía). Hablamos de
Salvador Allende que había venido a visitarlo en esos días sin previo aviso,
sembrando la estupefacción con un helicóptero inconcebible en Isla Negra; y por
la noche, aunque insistíamos en irnos, en que descansara, Pablo nos obligó a
mirar con él un horrendo folletín de vampiros en la televisión, fascinado y
divertido al mismo tiempo, abandonándose a un presente de fantasmas más reales
para él que un futuro que sabía cerrado. En mi primera visita, dos años atrás,
me había abrazado con un hasta pronto que habría de cumplirse
en Francia; ahora nos miró un momento, sus manos en las i nuestras, y dijo:
«Mejor no despedirse, verdad», los fatigados ojos ya distantes.
Era así, no había que despedirse; esto
que he escrito es mi presencia junto a él y junto a Chile. Sé que un día
volveremos a Isla Negra, que su pueblo entrará por esa puerta y encontrará en
cada piedra, en cada hoja de árbol, en cada grito de pájaro marino, la poesía
siempre viva de ese hombre que tanto lo amó.
Julio Cortázar
Julio Cortázar
Ginebra, 1973
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