Siempre que, vuelto hacia mí, reculando en el tiempo, he querido llegar a lo más antiguo y más escondido de la memoria, a ese primer instante de conciencia animal pura que ha de ser, por lo visto, de donde arranque ya toda nuestra vida, desemboco invariablemente en una imagen muy simple: una rama de nisperero recortándose sobre un cielo azul. Eso es todo. ¿Qué hace ahí, en lo profundo, esa rama de árbol sin más ni más? Sabiéndome nacido en un huerto –Murcia, Huerto del Conde, en la Puerta de Orihuela, el 10 de octubre de 1910-, la verdad es que no puede parecerme demasiado extraño que mi primer recuerdo consista, precisamente, en unas cuantas hojas (esas hojas de nisperero, un tanto ríspidas, que sin dejar de ser vegetales parecen tener, por un lado, algo metálico, y por el otro, su reverso, algo aterciopelado); pero lo que me intriga de esta imagen no es lo que aparece, sino lo que no aparece en ella, lo que... falta en ella; y lo que falta, sorprendentemente, es... el yo, un yo que habitara y viviera esa imagen, ya que el hombre no suele recordar nada como no sea recordándose a sí propio en algún contacto, en algún comercio con los demás. Pero lo cierto es que aquí todavía no hay nadie, “personne”, no hay persona, sólo esa rama sin qué ni por qué, o sea, sin argumento, sin sujeto, incluso sin representar o simbolizar cosa alguna, en una especie de... estar puro, mondo y lirondo, como algunas de esas flores, rodeadas de vacío, que aparecen en las viejas pinturas chinas y japonesas. Se trata, pues, de algo –una imagen de algo- que ya me pertenece, de algo ya mío, pero sin mí, todavía sin mí.
Ramón Gaya
Huerto y Vida, Tomo II, Ed. Pre-Textos
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