Luis Cernuda Bidón (Sevilla, 21 de septiembre de 1902 - Ciudad de México, 5 de noviembre de 1963) |
Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso
esto bien.) Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y
obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada
centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre ha vivido una
vez libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe!
Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en
las horas de un niño?
Recuerdo aquel rincón del patio en la casa natal, yo a solas y sentado en
el primer peldaño de la escalera de mármol. La vela estaba echada, sumiendo el
ambiente en una fresca penumbra, y sobre la lona, por donde se filtraba
tamizada la luz del mediodía, una estrella destacaba sus seis puntas de paño
rojo. Subían hasta los balcones abiertos, por el hueco del patio, las hojas
anchas de las latanias, de un verde oscuro y brillante, y abajo, en torno de la
fuente, agrupadas, las matas floridas de adelfas y azaleas. Sonaba el agua al
caer con un ritmo igual, adormecedor, y allá en el fondo del agua unos peces
escarlata nadaban con inquieto movimiento, centelleando sus escamas en un
relámpago de oro. Disuelta en el ambiente había una languidez que lentamente
iba invadiendo mi cuerpo.
Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los
ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las
cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la
nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar.
Luis Cernuda
Ocnos, 1942
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