Señor director de El Sol,
Mi querido amigo: Me parece muy bien que El Sol
defienda a la Prensa frente a mis elucubraciones si cree que yo la he atacado.
Todo ataque justifica no solo la defensa, sino el contraataque. Pero lo que
francamente ya no me parece tan bien es que El Sol crea en efecto o finja creer
que yo la he atacado. Por varias razones. La primera es que, deleznable o no,
mi producción ha pasado casi íntegra por las columnas mismas de El Sol. Son
trece años de casi continuo gravitar mi prosa, a veces kilométrica, sobre este
periódico. No es un día ni dos. Al cabo de esos trece años, por fuerza tiene
que haberse acusado en la mente de los lectores, y más aún de los compañeros de
casa periodística, el carácter propio a mi manera de escribir. Y es lo más
característico de ese carácter, que no he «atacado» nunca a nadie ni a nada.
Desde que comencé a escribir he procurado ejercer con rigurosa escrupulosidad
mi oficio de intelectual. El intelectual, en mi entender, ha venido al mundo
nada más que para esforzarse en perseguir la verdad, y una vez encontrada
lanzarla canoramente al viento. Se puede pensar que ese menester de veracidad
es superfluo y aun funesto. Por eso, con innegable lógica, los hombres que
piensan así se han dedicado de cuando en cuando a ahorcar intelectuales. Pero
lo que carece de lógica es admitir al intelectual y, al mismo tiempo, enfadarse
porque sus verdades son ásperas y considerarlas como «ataques». El caso
presente es el mejor ejemplo.
Yo he insinuado varias veces, y más enérgicamente en
mi último artículo, que la situación de la Prensa en Europa tiene que cambiar
si Europa quiere salvarse.
Pongamos que esto es una opinión errónea. ¿Pero puede
significar eso lo que se llama un «ataque»? La diferencia es importante. Cuando
alguien nos ataca no tenemos porqué entretenernos en sopesar serenamente si
tiene razón o no; antes bien, procuraremos colocarnos desde luego en actitud
defensiva y de represalia, dejando para otro tiempo la obligación de ser
veraces. Pero solo hay ataque cuando es al menos presumible la intención de
atacar. Ahora bien; ¿quiere usted decirme qué sentido tiene que alguien, sea
quien sea, ataque a la Prensa, y no ya a la de una nación, sino a la de Europa
entera? Recuerde usted el cuento de Manolito Gázquez, en que este héroe andaluz
se jacta de haber evitado por completo que le toque una gota de agua durante un
aguacero, no más que esgrimiendo contra la lluvia su florete. Atacar a la
Prensa así, in genere, seria dar una puñalada al mar o un mordisco al aire.
Es, pues, ridículo que cuando se subraya un defecto, o
simplemente una limitación nativa de la Prensa, se revuelva esta ofendida, como
si fuese una persona individual o un grupo particular y definido. No, querido
amigo, la Prensa no es usted ni soy yo ni las docenas de periodistas madrileños
con sus nombres propios e inalienables: es una fuerza histórica elemental y
tremenda, sobre la cual tenemos que meditar todos, usted y yo, los periodistas
madrileños y los ciudadanos de todas las naciones. Diga usted, pues, que yo me
he equivocado de medio a medio; pero no diga usted que he herido su amor
propio. Yo no he visto que el terremoto proteste porque en un periódico se
diga: «El movimiento sísmico causó graves daños. Se produjo el fenómeno porque
el terreno, de índole volcánica, es poco sólido.»
Otra razón que debió impedir colocarse ante mis
párrafos en actitud defensiva es la ficción que el propio editorial de El Sol
emplea para contestarme. Me trata en él reiterada y acentuadamente como
profesor de la Universidad, es decir, como un extraño que desde fuera de la
Prensa opina sobre ella. Con esta ficción se gana la mitad de camino para que
en efecto parezcan mis frases un ataque oriundo de una clase intelectual los
catedráticos- émula o envidiosa del poder que goza otra clase de intelectuales
-los periodistas-. Y yo, claro está, no puedo negar que tengo algo de profesor
universitario; pero reconocerá El Sol que se me ha notado muy poco. Los veinte
años de labor que he enterrado en la Universidad han pasado por completo
desapercibidos para el gran público, y yo jamás me he reclamado de ellos para
nada. Al contrario: he vivido en la intemperie del periódico no solo como
colaborador, sino como pluma anónima. He asumido durante toda mi vida los
riesgos y enojos de la profesión periodística, y además he vivido
económicamente de ella. Es, pues, vano que El Sol finja contestar a un señor
que es profesor universitario y habita la casa de enfrente. No; contesta a un
periodista que tiene sobre la Prensa ideas distintas de las suyas, y a lo que
parece, equivocadas.
La diferencia también es aquí importante. Yo no
comprendo por qué El Sol que está siempre dispuesto a hacer usos nuevos cuando
los viejos se muestran a las claras inaceptables, ha querido ahora seguir la
arcaica y funesta costumbre de reaccionar «por espíritu de cuerpo», y «creerse
en el caso» de solidarizarse con la totalidad de una profesión. Esto no se usa
ya más que en España, y es una de nuestras lepras. Así no saldremos nunca a
alta mar, no conseguiremos que las cosas se instauren sobre un área de minina
verdad, la única capaz de sostener una mediana organización nacional. Para que
una profesión se mantenga en plena eficiencia es menester que exista siempre en
ella un grupo disidente, resuelto a no hacerse solidario ni responsable de los
vicios profundos que el resto del «cuerpo» cultiva y favorece. Solo ese grupo
se encontrará siempre en limpio y podrá salvar ante el público la profesión,
atrayendo sobre si el respeto y la autoridad necesarios. Es esta una idea que
sostengo hace mucho tiempo. Así, en 1914 [en Vieja y nueva política], me servía
ya para fundar en ella mi anuncio de las graves malaventuras en que iba a caer
el Ejército español: «En todos los demás organismos nacionales decía yo- ha
habido individuos de los que rinden en ellos funciones de servicio y entierran
en ellos sus esfuerzos, pertenecientes en su mayoría a las nuevas generaciones,
que han tenido el valor, que han cumplido el deber de declarar los defectos
fundamentales de esos organismos En cambio, hasta hoy no conocemos críticas
amplias y severas de la organización del Ejército, y esto es un deber que se
haga, este es un asunto, en que nosotros debemos estar decididos a conseguir
esclarecimiento.»
Este «espíritu de cuerpo» lleva a El Sol a perder la
razón contra mí, haciéndole rechazar como erróneos hechos trivialísimos a que
yo he aludido y que a todo el mundo constan. Por ejemplo, los intereses -muchas
veces inconfesables- de las Empresas periodísticas. Es el caso que en mi
artículo se hace alusión a este hecho tan notorio, precisamente para quitarle
relativamente importancia y fijar la atención sobre las limitaciones naturales
de la Prensa, aún en el caso más puro de su ejercicio. Yo decía: «Habrían de no
obrar sobre los periódicos los intereses, muchas veces inconfesables, de sus
Empresas; habría de mantenerse el dinero castamente alejado de influir en la
doctrina de los diarios, y bastaría a la Prensa abandonarse a su propia misión
para pintar el mundo del revés.»
Si, pues, no se hacia cuestión de esos «intereses
inconfesables», ¿qué diablo ha inspirado a El Sol la resolución de negar que
existan y tratar de rectificarme en un dato que le consta tan perfectamente
como a mí? Esto es perder la razón por no buscar el tenerla, y en vez de ello
adoptar una postura inoportuna de abogado y defensor, en vez de colaborar en el
franco empeño de descubrir el verdadero puesto y oficio y limites de la Prensa
dentro de la vida europea que se avecina.
Ha hecho mal El Sol en no querer dejarme a mí ni un
pico de razón, porque con ello revela que no iba tranquilamente a discutir lo
que las cosas son y deben ser, sino a defender hasta lo indefendible. No hay
verosimilitud ninguna de que alguien, sea quien sea, se equivoque tan
integralmente, hasta en esos detalles, como El Sol da a entender que yo me he
equivocado.
Conozco El Sol desde su cuna. Conozco minuciosamente
la actuación de su Empresa, y sé muy bien que no solo no inspira a su periódico
según intereses inconfesables, sino que, al revés, El Sol le ha servido solo
para atraer sobre los negocios particulares de sus empresarios los rayos más
abusivos del Poder público. Yo sé todo esto tan bien, ni más ni menos, como
pueda saberlo El Sol mismo. Pero El Sol mismo sabe, ni más ni menos tan bien
corno yo, que ese es un caso no único, pero sí excepcional o sumamente
infrecuente en el volumen enorme de la Prensa europea. ¿Por qué entonces finge
ignorarlo y me presenta como habiendo dicho yo algo que no se ajusta a la
verdad?
Esto es lo que yo llamo viejo periodismo y mal periodismo. 1
Ya indicaba en mi artículo que sobre el influjo de la
Prensa en la época actual habría que hablar muy largo si se querían poner las
cosas en su punto. Yo no pretendía allí ni ahora hacerlo porque necesito estos
días escribir sobre asuntos españoles de extremada urgencia. Pero sí quiero
terminar sosteniendo que el editorial de El Sol no contesta a la tesis de mi
artículo sino a otra imaginaria de que no soy responsable. Yo no he dicho ni en
un momento de obnubilación que deba arrebatarse a la Prensa el «poder
espiritual» que hoy ejerce. Yo procuro, al escribir, evitar las tonterías muy
gruesas, y eso sería una de gran formato. Menos todavía me ha ocurrido proponer
que la Universidad ejerza ese «poder espiritual» que hoy administra la Prensa.
Por la sencilla razón de que la Universidad es, poco más o menos, lo contrario
que la Prensa, y no tendría sentido que quisiera ejercitar el mismo poder. No
se trata de un solo poder que convenga traspasar.
Mi tesis es sobremanera distinta; pero debí formularla
torpísimamente cuando ha sido tan al revés entendida. Lo que aspiraba a decir
era esto: Normalmente han coexistido en la historia diversos «poderes
espirituales», y solo esta pluralidad de poderes diferentes y más o menos
antagónicos asegura la salud social. Esos poderes tuvieron y tienen
-inexorablemente- rangos distintos, aunque todos son, en efecto, espirituales.
Hace trescientos años, por ejemplo, coexistían en Francia las influencias o
presiones de espíritu siguientes: la Iglesia, el Estado, la Universidad, la
literatura (belles lettres). Pues bien: yo pienso, acaso con error, que hoy no
posee plena vivacidad más que un solo «poder espiritual» -el de la Prensa-.
Ahora bien: este es, por la naturaleza misma de la Prensa, el menos elevado de
los «poderes espirituales». Situación tal me parece funestísima. Y pido en
consecuencia, no que la Prensa deje de ser un "poder espiritual», sino que
no sea el único y que sufra la concurrencia y corrección de otros. De uno, por
lo pronto: la Universidad. Se trata, pues, de la colaboración y confrontación,
si se quiere hasta de la lucha, entre dos formas de espíritu distintas, para
que el hombre medio pueda recibir dos imágenes o interpretaciones diferentes
del mundo. La interpretación periodística es y será siempre la perspectiva de
lo momentáneo como tal. Por mucho que colaboren en el periódico los
universitarios, la perspectiva, tono, tendencias y modos dominantes serán los
periodísticos (esta discusión es un ejemplo de ello).
La interpretación universitaria de las «cosas» es y
será siempre la de acentuar en la actualidad lo no momentáneo.
Ninguno de estos son asuntos o hechos que yo invento.
Del siglo XIII al XVII -por tanto los siglos en que «cuaja» Europa- la
Universidad intervenía en la vida pública no vagamente, sino ejerciendo un
poder concretísimo, casi jurisdiccional, mediante sus dictámenes sobre los
asuntos más actuales y graves de la vida pública. Los reyes o las repúblicas
tenían, quisieran o no, que contar con ella porque poseía «poder social». Este
poder social» no se concede por nadie como un título, sino que es un hecho absoluto
dentro de la sociedad y se tiene o no. Hoy la Universidad no lo tiene -ni poco
ni mucho-. La prueba más inmediata de ello es que El Sol para contestarme,
supone que yo soy solo un pobre «sabio profesor» de la Universidad, como
diciendo: ¡Ahí me las dén todas!Esto es lo que no puede seguir siendo, y, ¡por
Baco!, no será. Es intolerable el imperio espiritual indiviso de la Prensa. Y
yo estoy resuelto a predicar esto por todas las provincias de España, por todas
las naciones adonde sé que llega un poco mi voz, por un par de continentes; en
diversos idiomas, en variados tonos -porque es una verdad como un templo-. Y
estoy resuelto a decir mi verdad por muy áspera que sea. Porque en Europa no se
puede ya respirar de pura y total falsificación miasmática en las bases mismas
de la vida pública. En cuanto a esa historia del «poder espiritual», tampoco se
trata de una simple ocurrencia mía.
Son una idea y un nombre inventados con esa ampliación
de sentido cuando tenían, por fuerza, que inventarse, a la hora en que el
problema a que se refieren comenzó a ser agudo: 1830-1850: Augusto Comte. No
es, pues, un concepto vago, sino suficientemente preciso, sobre el que han
pensado muchos hombres de alta mente. Yo no tengo la culpa si se han ocupado de
él muy poco los periódicos.
Coeterum censeo delendam esse Monarchiam.
José Ortega y Gasset
El Sol, 13 de noviembre de 1930
1 Peor todavía, pero por razones particulares,
me parece que El Sol se crea en el caso de recordarme a mi como era la Prensa
española de hace treinta años. Este es un desliz de orden personal sobre el
cual espero la leal y espontánea contrición de El Sol.
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