Nos complace compartir un relato de Sol Gómez Artega. Según sus palabras: "Está basado en una historia que me contó mi madre y que pertenece a su biografía. No es un cuento de memoria histórica propiamente dicho, pero a través del deseo de Clara de tener un abrigo nuevo, trato de poner de relieve las tremendas penurias que había en aquella época. Es un cuento de una Navidad en que no había de nada, frente a una Navidad en que nos sobra todo. Una mirada al pasado que nos sirva para reflexionar, una vez más, de dónde venimos."
Cuento de Navidad
–¿Qué?, ¿empezamos
entonces? –dijo la modista a la abuela Basilia en un aparte, –lo digo porque
todavía me debes la chaqueta de tu hijo.
–Mujer, ya te dije que
todos los lunes te daría una peseta hasta completar las diecinueve.
Clara, aturdida con los
numerosos acontecimientos que habían tenido lugar ese día desde que se levantó
por la mañana, escuchaba la conversación de las dos mujeres y miraba, los ojos
como platos, el pequeño cuartito de la modista en el que las aprendizas pasaban
hilos a las marcas de jaboncillo, cortaban telas, pedaleaban en la máquina de
coser sujetando con firmeza la prenda entre las manos.
Acababa de llegar a
Nava con su abuela Basilia pues su abuela Paula, con la que vivía en Dimangos la temporada que
los padres fueron destinados a una casilla de camineros a treinta kilómetros
del pueblo más próximo llevándose a su hermano Martín, se acababa de romper la
cadera. El traslado se había producido esa misma mañana después de una larga
disputa entre las dos abuelas, ya que ambas insistían en hacerse cargo de ella.
La decisión final habían dejado que la tomara la niña que, harta de que la
abuela Paula le obligara a coser una mantelería para su ajuar que parecía no
terminar nunca, optó por irse con su abuela Basilia.
Lo primero que había
hecho ésta al llegar a Nava fue llevarla donde “la pañera” y con el dinero del
jornal que acababa de cobrar, comprar un paño verde oliva para hacerle un
abrigo nuevo pues el que llevaba, había dicho, le quedaba pequeño y estaba muy gastado.
Luego se habían acercado al taller de la modista, en mitad de la calle de la
cuesta.
La modista tomó a
Clara de la mano, la llevó cerca de la ventana y se arrodilló para tomarle
medidas con la cinta métrica que llevaba colgada del cuello.
–Se lo haremos holgado
–dijo– para que cuando crezca la siga valiendo. Con solapa y manga ranglán como
marca la moda.
Como ni la abuela
Basilia ni Clara sabían lo que era eso, la modista sacó una revista de
figurines que ponía “PARÍS” en la portada y les mostró el dibujo de una mujer
con un sombrero diminuto y un abrigo muy parecido al que Clara había visto a
una actriz muy guapa la única vez que estuvo en el cine. A Clara el dibujo de
la mujer le fascinó. Como también le fascinó el ambiente del pequeño taller lleno
de retazos de tela por todas partes que le hizo acordarse por primera vez desde
que esa mañana salió de Dimangos, de su abuela Paula. “Bueno, me voy”, le había
dicho dándole un beso en la mejilla tras coger un fardelito con sus cosas y
ésta, el ceño fruncido, los labios apretados, quedó postrada en cama viéndolas
partir.
Una vez por semana
Clara iba a probarse el abrigo en el taller de costura y ese momento era
esperado por la niña con enorme expectación. Nada más llegar la modista descolgaba
el abrigo del maniquí y se lo iba poniendo frente a un espejo que había en la
pared, primero el cuerpo, luego una manga que prendía con alfileres, después la
otra. “Ahora gírate”, le decía, y Clara, aunque le costaba quitar la vista de
ese espejo que le devolvía cada vez un poco más la imagen de la modelo que había
visto el primer día en la revista de figurines, obedecía. “Levanta el codo, no, así no, como si fueras
a llevarte una cuchara a la boca”, “Mirad –les decía a las chicas más jóvenes–,
“vamos a darle un piquete aquí y aquí”.
Para entonces las
aprendizas la trataban con confianza, le regalaban trozos indivisibles de tela
o algún botón. Con estos retales había hecho en secreto un muñeco de trapo al
que puso de nombre Popi que llevaba siempre consigo en el bolso de su viejo abrigo.
“Pronto estrenas, eh”, le decían, “Seguro que para Navidad ya está”. Una tarde
una de las aprendizas descubrió el muñeco sobresaliendo del bolso y dijo en voz
alta, de manera que todas las demás lo oyeron: “Anda, ¿no vas a estrenar un
abrigo de mayor? Pues déjate ya de muñecos”. Pero Clara, que había hecho a Popi
con sus propias manos, lo apretó protectoramente en su regazo.
El día que por fin
estuvo el abrigo, la abuela Basilia y Clara fueron a buscarlo al taller. Al
entrar Clara lo vio colgado del maniquí y pensó que una vez más la modista
querría probárselo, pero en vez de eso las llevó a un aparte como el primer
día.
–El abrigo cuesta
veinticinco pesetas.
–Me lo apuntas en el
cuaderno y el lunes sin falta empiezo a pagarte.
–No, Basilia, llevas
dos semanas sin pagarme la peseta que todos los lunes me dijiste me ibas a dar
por la chaqueta de tu hijo.
–Estos días los
jornales están más escasos. En esta época no hay labor en el campo.
–Lo siento, pero
mientras no me des algo el abrigo de la niña se queda aquí.
Clara notó que las
aprendizas, más silenciosas que de costumbre, las miraban de reojo. Y un rubor
estrenado le abrasó las mejillas. Entonces hincó con fuerza las uñas en el
muñeco de trapo que siempre llevaba consigo en el bolso.
Se acercaba la Navidad y el abrigo seguía
en casa de la modista. Durante el día, al ir o al volver del colegio, Clara
evitaba pasar por delante del taller y que las aprendizas la vieran. Pero al
oscurecido se acercaba hasta la calle de la cuesta y, asomada a la ventana de
la modista, contemplaba el abrigo colgado del maniquí. Entonces deseaba tenerlo
sobre su cuerpo, apretar el paño verde oliva sobre su piel, sentir su calor.
Era lo que más deseaba del mundo. Y por primera vez se sentía miserable con su
viejo abrigo gastado en la culera y esas marcas impúdicas que evidenciaban que le
habían sacado varias veces los bajos y las mangas. Le hubiera gustado
preguntarle a su abuela Basilia cuándo iban buscar el abrigo nuevo ahora que se
acercaba la Navidad ,
pero no se atrevía. Muchas noches soñaba que lo llevaba puesto y toda la gente
del pueblo la miraba y comentaba lo elegante que estaba y lo mucho que había
crecido. Era un sueño bonito. En cambio, otras soñaba que le quedaba tan
pequeño y apretado al cuerpo que todo el mundo se reía de ella. Entonces se lo quitaba y lo
tiraba a un pozo, pero enseguida tenía frío y al asomar la cabeza al brocal
sólo distinguía un agujero negro. Despertaba
sollozando y acercaba el muñeco a su
rostro para que le secara las lágrimas.
Un día la abuela Paula
la estaba esperando a la salida del recreo. Había llegado a Nava en tren burra
con ayuda de dos bastones para que la viera el
médico.
Clara corrió a sus
brazos.
La abuela, después de
contemplarla largamente, le dijo:
–¿Qué te pasa, Clara,
que estás más pálida y delgada?
La niña se echó a
llorar y le contó lo del abrigo. La abuela Paula la escuchó muy seria y se fue
sin decir nada, caminando despacito, más encogida que de costumbre, apoyada en
sus bastones. Mientras Clara la veía partir pensó que era normal que su abuela
hubiera dejado de quererla después de haberse ido de su lado y dejarla así, tan
postrada. Pero la víspera de Nochebuena su abuela Paula volvió a aparecer. La
dijo que había venido a vender en la plaza los pollos de corral, tan viejos que
no hacían más que ensuciar y que quería que la acompañara a casa de la modista.
–¿A qué? –preguntó
Clara dando un respingo.
–A coger el abrigo de
las dos abuelas. Basilia te compró el paño y yo te pago la hechura. Venga,
vamos.
En el taller fue
sacando de un fardito que llevaba entre la ropa, peseta a peseta, las
veinticinco que costaba el abrigo. Clara también las contó, una a una, en su cabeza. La modista envolvió el abrigo en
papel de estraza y se lo dio a la niña que lo acogió en sus brazos. Las
aprendizas le sonrieron al salir.
Ya en la calle Clara
se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos a la abuela Paula. Y
comprendió que por fin ésta la había perdonado, o que tal vez nunca estuvo tan
enfadada como ella creía. También pensó que no se estaba tan mal bordando la
mantelería del ajuar en vez de muñecos que parecían cosa de crías. Se acordó de
Popi pero esta vez tenía los brazos ocupados para tocarlo.
–Y dime, abuela, ¿cuando
vuelvo contigo?
La abuela Paula tardó
un poco en contestar:
–Para verano que
habrás terminado la escuela y mi pierna estará más fortalecida. Vísperas del
Carmen te mandaré a buscar y celebraremos nuestro reencuentro con natillas.
Clara echó la cuenta. Todavía
tendría que esperar parte del invierno y
una primavera. Levantó la vista hacia su abuela que asentía levemente
con la cabeza. Dos estaciones no parecían, después de todo, mucho tiempo.
Esperaría. Claro que lo haría. Luego siguieron caminando cuesta abajo.
Sol Gómez Arteaga
Los cinco de Trasrey y otros relatos, 2012
Si a Paula le hubieras llamado Angustias...
ResponderEliminarSería mi abuela.