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2198. Lo que Dante no pudo imaginar I. Prisioneros

Soldados franceses capturados por los nazis en mayo de 1940


20 de mayo de 1940. Fecha inolvidable para nosotros, puesto que en este día fuimos apresados por las hordas alemanas que invadían Francia.

Nuestra moral, que hasta entonces había sido firme, e inconmovible, decayó en parte, después de luchar incesantemente durante 32 meses en España y de arrostrar mil veces la muerte en nuestro país y fuera de él y después de haber sobrellevado las múltiples calamidades, que sólo nosotros conocimos en los campos de concentración.

En un instante, por inexperiencia o incomprensión de quien nos mandaba, habíamos caído en poder de nuestros peores enemigos: ¡los alemanes!

Nuestra sorpresa fue tan violenta que quedamos la mayor parte de nosotros en un estado indeterminado de voluntad, no consiguiendo que nuestro pensamiento reaccionara, orientándonos en planes que pudiesen favorecer nuestra liberación de aquel horrible cautiverio que nos esperaba y que presentíamos con todas sus monstruosidades.

Algunos compañeros pudieron escapar, cuando hicieron su aparición los alemanes, al encontrarse dentro del bosque y al observar su violenta actitud, huyeron librándose de ser hechos prisioneros.

Los demás, sin precisión exacta, automatizados, seguimos el mando francés, carretera adelante, hacía lo desconocido... los campos de concentración alemanes, martirio y muerte de tantos y tantos miles de seres humanos.

No he visto jamás un espectáculo como el que ofrecían las carreteras.

Conforme marchábamos, nos veíamos envueltos en ese profundo silencio de las grandes tragedias, presentándose el espectáculo a cada instante más sombrío.

A ambos lados de la carretera, todo era desolación.

Cadáveres por doquier, marcándose en sus rostros desfigurados muecas de dolor; vehículos de todas clases destrozados; árboles desbrancados cual si rayos hubiesen descargado su furia destructora; casas demolidas; miseria, desorden, ruinas, un espectáculo deprimente y desolador.

Decíame, por aquí ha pasado la muerte como fuego en oleadas devorando todo germen que significa vida.

Echando atrás la cabeza como quisiera contemplar lo que tanto para mí es esperanza: ¡España!, se me presentaba un espectáculo con visiones horribles; una línea interminable de seres absorbidos en su yo, sin voluntad, cual si hubiesen perdido la noción de la existencia, se confundían en el horizonte perdiéndose la vista en remota cumbre, cual pináculo que ante el contraste del Sol tenía la blanca pureza de un copo de algodón.

Dirigía, de vez en cuando, mi incierta mirada al espacio, volvía mis ojos contemplando la grandeza del Sol que, con sus rayos opacos, se elevaba majestuoso entre blanquecinas gasas transparentes, como queriéndose ocultar del espectáculo doloroso que trascendía de tantos seres humanos, que forzados en su sentimiento tenían que trasladarse hacia lo desconocido, dejando tras sí, sus seres más queridos.

Mi imaginación volaba, ni un solo momento mi pensamiento armonizaba el futuro, el porvenir tan incierto, presentándose ante mis ojos la gran tormenta que, en su desenfreno, oscurecía el espacio.

Mi espíritu, en sus múltiples manifestaciones, voceaba en la propia naturaleza, transformando constantemente la realidad existente en contrastes poéticos.

Reaccioné y me dije para mí mismo: esto es una faceta más de la nueva lucha que tantos millones de seres humanos mantienen para conseguir la libertad.

Mi voluntad se afirmó, mi moral se elevó ante la contemplación del espectáculo que la naturaleza en su magnificencia brindaba a nuestro paso, como indicando, si sois vencidos, de momento, seréis vencedores del mañana; desde aquel instante, a pesar de nuestro doloroso destino, mi optimismo confiante predominó en mis actos.

Transformábase en mi mente, vertiginosamente el paisaje de horror con ansias intensas de vivir.

Veía y describía mi imaginación paisajes folklóricos, praderas exuberantes, vergeles olímpicos, pájaros de plumas multicolores que con su canto armonizaban el conjunto en músicas y susurros deliciosos: ¡Vida! ¡Todo era vida!

Decíame, que un día no muy lejano, el brillo resplandeciente de la libertad, con su hermosa y luenga cabellera irradiando a raudales sus rayos magníficos, establecerían en el mundo la paz y el amor fraterno.

Despertando de nuevo a la realidad, marchábamos en columna de a uno, tristes, silenciosos, observando cómo por nuestro lado y siempre en dirección a Francia, avanzaban enormes caravanas de automóviles, camiones, motocicletas, tanques, cañones, etc..., protegidos por numerosas escuadras de aviación negra, tan negra, como el alma de sus ocupantes.

Eran las columnas germanas, que después de haber roto el frente francés, se desbordaban sobre las hospitalarias tierras de Francia, avasallando, violando y robando en su marcha, con ferocidad sin límites.

Nosotros seguíamos nuestra marcha sin que nadie nos custodiara, aun cuando no era necesario.

Por una parte, nuestra falta de moral nos impedía intentar la fuga y por otra, resultaba prácticamente imposible el pensar en ella. Sólo nos quedaba un recurso y una esperanza: el encontrar un lugar propicio para poderse camuflar, pasar desapercibido, adquirir ropas de paisano y convertirnos en pacíficos campesinos.

Cada cual soñaba con esta oportunidad, no atreviendose a exteriorizar sus pensamientos, por temor a que divulgarse la idea, fracasara el plan.

Era el egoísmo, el deseo de vivir el que predominaba; no obstante, esta oportunidad no llegó jamás.

Cuando habíamos caminado unos kilómetros, nos encontramos con otros grupos de prisioneros franceses uniéndonos a ellos.

De vez en cuando, deteníanse unos segundos las caravanas alemanas y después de señalarnos imperativamente el camino que debíamos de seguir, siempre en dirección de Alemania, continuaban su marcha triunfal.

En los intervalos, en que no pasaban los alemanes los aprovechábamos para destruir, silenciosa y dolorosamente, nuestros documentos y papeles de identidad españoles.

Temíamos que nuestra condición de exiliados «rojos» pudiese agravar nuestra situación y confiábamos que el hecho de pertenecer a Compañías de Ingenieros Zapadores del Ejército francés y el haber sido hechos prisioneros, como componentes de dicho ejército, fuese una atenuante para nosotros, puesto que legal, humana y lógicamente, debíamos ser considerados prisioneros de guerra franceses.

Con el teniente Simón, en un momento que pudimos! caminar juntos, sostuvimos la siguiente conversación:

«Amigo Sinca, conozco a los alemanes porque fui prisionero en la guerra del 14 y sé lo que son; voy a evadirme con el teniente de Sanidad y espero que la suerte nos acompañará.»

Apretando su mano, le contesté: .

«Que así sea; yo voy tras lo que el destino me depare.»

Con un «Salud y suerte», nos separamos y observé que, en un momento propicio, desaparecieron ambos. Días más tarde volvíamos a encontrarnos. Fracasada la evasión, fueron dos números más en la larga e interminable fila de prisioneros que marchábamos hacia el incierto destino.

A medida que avanzábamos, iban uniéndose a nosotros soldados de todas las nacionalidades: franceses, españoles, belgas, ingleses, senegaleses, moros, etc...

Al final de la primera jornada, pasábamos de dos mil hombres. Acampamos al aire libre en un prado, como seres destinados al sacrificio.

Nos encontrábamos cerca de Cambrai. A partir de ese día, dio principio nuestro calvario. Nadie puede suponer los sufrimientos morales y materiales que tuvimos que soportar.

Mil veces llegamos a desear la muerte. Después de tres a cuatro horas de descanso, debíamos reemprender nuestra marcha.

Fuerzas de la «Wermacht» nos custodiaban y obligaban constantemente a acelerar nuestro paso, haciendo caso omiso de nuestro cansancio y no proporcionándonos ni un mal pedazo de pan para llevar a nuestra boca.

En su afán de torturarnos, impedían detenernos ante las fuentes que encontrábamos en nuestro camino, y prohibían a la población civil de los pueblos que atravesábamos, nos obsequiaran con artículos alimenticios: tabaco, bebidas, etc...

Se nos negaba hasta el agua.

Nuestra columna seguía aumentando de una manera exorbitante.

De dos mil prisioneros, pasamos a cuatro mil, luego seis mil y así sucesivamente; días más tarde, llegábamos, aproximadamente, a alcanzar la cantidad de sesenta mil nombres de todas las razas y todas las nacionalidades. A los ingleses, los alemanes les denominaban «Tommies» y los trataban peor que a los demás.

A medida que marchábamos, encontrábamos infinidad de alemanes muertos, a ambos lados de la carretera, cuando tropezábamos con ellos, los alemanes que nos custodiaban, exigían a los ingleses abrir fosas, obligándoles a enterrarles. Esta macabra tarea la reservaban exclusivamente para los británicos, y en pago de ello, no les daban ni comida.

Por lo menos, si bien a nosotros no nos proporcionaban alimento alguno, no nos hacían trabajar.

De esta manera, andando a marchas forzadas y descansando de cuatro a cinco horas diarias, sin comer y sin beber, recorríamos unos cuarenta kilómetros diarios.

Nuestra columna de prisioneros iba controlada y vigilada, desde la cabeza a la cola, por numerosos alemanes montados en motos y bicicletas.

No podía existir el cansancio en nosotros: cuando algún desgraciado exhausto de fatiga se permitía el lujo de sentarse en las orillas de la carretera, separándose de la formación, los verdugos hitlerianos que nos custodiaban, le obligaban a levantarse a golpes, teniéndose que incorporar, de nuevo, a la columna.

Así llegamos a Bélgica y después de varios días de fatigosas y forzadas marchas, pisamos territorio alemán.

En un cruce de carreteras, próximo a Alemania, separaron a los ingleses de nuestra columna y ya no volvimos a saber más de ellos.

Después de quince días de marcha, extenuante por completo, pernoctamos en un campo provisional, donde nuestros guardianes nos permitieron descansar seis horas consecutivas.

Aquel descanso excepcional fue como un bálsamo que alivió nuestros cuerpos agotados.

Empezaba a anochecer.

Poco a poco aparecía el espacio nebuloso y negruzco transformándose en los últimos destellos del Sol, en color rojizo.

Poco a poco, aparecía la bruma, cubriendo el espacio y transformándolo.

Cruzaban el aire bandadas de negros cuervos. Nos hallábamos recostados al abrigo de los árboles, sirviéndonos la hierba como blando lecho.

Por doquier se veían rostros pálidos, ceñudos y silenciosos, chupando algunos (los que aún tenían) sus cigarrillos.

El hambre empezaba a hacer sus estragos en nuestros fláccidos estómagos, cubiertos con el manto de la noche en la bruma espesa; los focos de los coches que pasaban por la carretera nadaban como una nube, dando un resplandor azulado, fugaces y temerosos de alumbrar nuestros miserables cuerpos.

Sobre el manto negro de la noche, a intervalos inciertos, producíanse manchas rojas al encenderse algún cigarrillo, muriendo fugaces, como si fuesen gotas de sangre, en medio de la densa niebla que nos envolvía.

Al día siguiente, contemplábamos con cierto regocijo la aproximación, con su andar perezoso, de dos apacibles y confiadas vacas, conducidas por varios soldados y jefes alemanes.

Los prisioneros observábamos los cornúpedos, intensamente impresionados, ante la perspectiva de una buena comida.

Cuando los jefes alemanes llegaron a nuestra altura, sacando sus respectivas pistolas, dispararon sobre las inocentes vacas; éstas cayeron desplomadas, y nosotros esperábamos ver, después del sacrificio, que iba a procederse al descuartizamiento de las mismas, para luego ser repartidas equitativamente ante los millares de presos, que componíamos la columna. Pero no fue así.

Terminado el cometido, los jefes alemanes, riéndose cínicamente, nos señalaron los animales sacrificados y con un ademán que traducido quería decir: «Ahí queda esto», se retiraron unos pasos del lugar del sacrificio, para mejor contemplar y regocijarse del espectáculo ignominioso que pronto iba a ofrecer a su vista.

En efecto, los prisioneros comprendimos al estado moral que deseaban llevarnos la morbosidad de nuestros cancerberos.

El resultado de esta bajeza meditada contra nuestros estómagos amordazados por el hambre, convirtió en oleada tumultuosa los miles de hombres amontonados, que lanzáronse sobre los cuerpos aún calientes de las dos reses sacrificadas; carentes de todo objeto cortante, utilizando nuestras manos como garras, en pocos instante no quedó rastro alguno de ambos animales.

En la batalla librada para conseguir un poco de carne, los menos afortunados tuvieron que contentarse a jirones de piel, que aunque correosa, también servía de lastre para el estómago.

Como es natural, hubo unos cuantos más afortunados que pudieron hacerse con unos trozos de carne, y éstos comieron.

El resto de la columna, en su mayor parte, continuó sin probar bocado, porque tuvieron la desgracia de no llegar a tiempo para coger ni un hueso siquiera para roer.

Afortunadamente, permitieron los alemanes encender fuego y esto sirvió para evitar comer la carne cruda.

Mientras se desarrollaba el anterior espectáculo, propio de caníbales, nuestros cínicos guardianes reían a mandíbula batiente.

¡Qué contraste y qué crimen! Dos vacas para más de sesenta mil hombres.

Estando yo conversando con un sargento francés prisionero, comentábamos el horroroso espectáculo que acabábamos de presenciar.

El sargento francés me dijo:

«Mira esto, es la organización alemana. Traen dos vacas, las matan y las dejan abandonadas a nuestro albedrío, y como consecuencia del hambre, se produce una batalla de carácter primitivo y salvaje, como el espíritu alemán. El que tiene más fuerza y es más intrépido, éste come; el débil, el enfermo o el que es viejo no tiene derecho a comer. Este es el país donde sólo impera la brutal razón del más fuerte.»

Aún no había terminado de pronunciar estas últimas palabras, cuando un sargento alemán que pasaba por allí, mirando y riendo de cuantas barbaridades hacía cometer el hambre, embruteciendo el entendimiento humano, se paró ante nosotros y con aire despótico se nos quedó mirando, como queriéndonos decir: «Sois nuestros esclavos.»

El sargento francés, que me acompañaba, entabló conversación con el alemán, diciéndole:

«Llevamos varios días sin comer; lo que ustedes han traído es insuficiente para todos, ¿podrían ustedes favorecernos en algo más?» El teutón contestó: «¿Cuántos días lleváis de prisioneros?»

—Unos quince días —respondió el francés.

—Yo —replicó el teutón—, en la guerra del 14 al 18 caí prisionero de los franceses y me tuvieron doce días sin comer, con agua hasta las rodillas; así es que vosotros todavía podéis esperar unos días más, hasta que lleguéis a vuestro destino.

Satisfecho de su respuesta, el sargento hitleriano soltó una carcajada histérica y se alejó de nosotros.

A nuestra vez, el sargento francés y yo nos separamos silenciosamente mientras pensábamos «in mente»: estos alemanes no forman parte de la raza humana, esto no son hombres, son hienas.

Días más tarde, después de sufrimientos sin fin, llegamos al primer campo alemán que nos tenían asignado, cerca de un pueblo llamado Trier. El Stalag en cuestión (éste es el nombre con que los alemanes denominaban a los campos de prisioneros), que traducido literalmente significa o quiere decir: campo de soldados.


Amadeo Sinca
Lo que Dante no pudo imaginar






3 comentarios:

  1. Hay un camino que conduce a la vida y a la libertad, y otro que conduce a la esclavitud y a la muerte. Siempre estaremos en deuda con aquellos y aquellas que lucharon por mostrarnos y abrirnos el primero.

    Salud!

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