20 de mayo de 1940. Fecha inolvidable para nosotros,
puesto que en este día fuimos apresados por las hordas alemanas que invadían
Francia.
Nuestra moral, que hasta entonces había sido firme, e
inconmovible, decayó en parte, después de luchar incesantemente durante 32
meses en España y de arrostrar mil veces la muerte en nuestro país y fuera de
él y después de haber sobrellevado las múltiples calamidades, que sólo nosotros
conocimos en los campos de concentración.
En un instante, por inexperiencia o incomprensión de
quien nos mandaba, habíamos caído en poder de nuestros peores enemigos: ¡los
alemanes!
Nuestra sorpresa fue tan violenta que quedamos la
mayor parte de nosotros en un estado indeterminado de voluntad, no consiguiendo
que nuestro pensamiento reaccionara, orientándonos en planes que pudiesen
favorecer nuestra liberación de aquel horrible cautiverio que nos esperaba y
que presentíamos con todas sus monstruosidades.
Algunos compañeros pudieron escapar, cuando hicieron
su aparición los alemanes, al encontrarse dentro del bosque y al observar su
violenta actitud, huyeron librándose de ser hechos prisioneros.
Los demás, sin precisión exacta, automatizados,
seguimos el mando francés, carretera adelante, hacía lo desconocido... los
campos de concentración alemanes, martirio y muerte de tantos y tantos miles de
seres humanos.
No he visto jamás un espectáculo como el que ofrecían
las carreteras.
Conforme marchábamos, nos veíamos envueltos en ese
profundo silencio de las grandes tragedias, presentándose el espectáculo a cada
instante más sombrío.
A ambos lados de la carretera, todo era desolación.
Cadáveres por doquier, marcándose en sus rostros
desfigurados muecas de dolor; vehículos de todas clases destrozados; árboles
desbrancados cual si rayos hubiesen descargado su furia destructora; casas
demolidas; miseria, desorden, ruinas, un espectáculo deprimente y desolador.
Decíame, por aquí ha pasado la muerte como fuego en
oleadas devorando todo germen que significa vida.
Echando atrás la cabeza como quisiera contemplar lo
que tanto para mí es esperanza: ¡España!, se me presentaba un espectáculo con
visiones horribles; una línea interminable de seres absorbidos en su yo, sin
voluntad, cual si hubiesen perdido la noción de la existencia, se confundían en
el horizonte perdiéndose la vista en remota cumbre, cual pináculo que ante el
contraste del Sol tenía la blanca pureza de un copo de algodón.
Dirigía, de vez en cuando, mi incierta mirada al
espacio, volvía mis ojos contemplando la grandeza del Sol que, con sus rayos
opacos, se elevaba majestuoso entre blanquecinas gasas transparentes, como
queriéndose ocultar del espectáculo doloroso que trascendía de tantos seres
humanos, que forzados en su sentimiento tenían que trasladarse hacia lo
desconocido, dejando tras sí, sus seres más queridos.
Mi imaginación volaba, ni un solo momento mi
pensamiento armonizaba el futuro, el porvenir tan incierto, presentándose ante
mis ojos la gran tormenta que, en su desenfreno, oscurecía el espacio.
Mi espíritu, en sus múltiples manifestaciones, voceaba
en la propia naturaleza, transformando constantemente la realidad existente en
contrastes poéticos.
Reaccioné y me dije para mí mismo: esto es una faceta
más de la nueva lucha que tantos millones de seres humanos mantienen para
conseguir la libertad.
Mi voluntad se afirmó, mi moral se elevó ante la
contemplación del espectáculo que la naturaleza en su magnificencia brindaba a
nuestro paso, como indicando, si sois vencidos, de momento, seréis vencedores
del mañana; desde aquel instante, a pesar de nuestro doloroso destino, mi
optimismo confiante predominó en mis actos.
Transformábase en mi mente, vertiginosamente el
paisaje de horror con ansias intensas de vivir.
Veía y describía mi imaginación paisajes folklóricos,
praderas exuberantes, vergeles olímpicos, pájaros de plumas multicolores que
con su canto armonizaban el conjunto en músicas y susurros deliciosos: ¡Vida!
¡Todo era vida!
Decíame, que un día no muy lejano, el brillo
resplandeciente de la libertad, con su hermosa y luenga cabellera irradiando a
raudales sus rayos magníficos, establecerían en el mundo la paz y el amor
fraterno.
Despertando de nuevo a la realidad, marchábamos en
columna de a uno, tristes, silenciosos, observando cómo por nuestro lado y
siempre en dirección a Francia, avanzaban enormes caravanas de automóviles,
camiones, motocicletas, tanques, cañones, etc..., protegidos por numerosas
escuadras de aviación negra, tan negra, como el alma de sus ocupantes.
Eran las columnas germanas, que después de haber roto
el frente francés, se desbordaban sobre las hospitalarias tierras de Francia,
avasallando, violando y robando en su marcha, con ferocidad sin límites.
Nosotros seguíamos nuestra marcha sin que nadie nos
custodiara, aun cuando no era necesario.
Por una parte, nuestra falta de moral nos impedía
intentar la fuga y por otra, resultaba prácticamente imposible el pensar en
ella. Sólo nos quedaba un recurso y una esperanza: el encontrar un lugar
propicio para poderse camuflar, pasar desapercibido, adquirir ropas de paisano
y convertirnos en pacíficos campesinos.
Cada cual soñaba con esta oportunidad, no atreviendose a exteriorizar sus pensamientos, por temor a que divulgarse la idea,
fracasara el plan.
Era el egoísmo, el deseo de vivir el que predominaba;
no obstante, esta oportunidad no llegó jamás.
Cuando habíamos caminado unos kilómetros, nos
encontramos con otros grupos de prisioneros franceses uniéndonos a ellos.
De vez en cuando, deteníanse unos segundos las
caravanas alemanas y después de señalarnos imperativamente el camino que
debíamos de seguir, siempre en dirección de Alemania, continuaban su marcha
triunfal.
En los intervalos, en que no pasaban los alemanes los
aprovechábamos para destruir, silenciosa y dolorosamente, nuestros documentos y
papeles de identidad españoles.
Temíamos que nuestra condición de exiliados «rojos»
pudiese agravar nuestra situación y confiábamos que el hecho de pertenecer a
Compañías de Ingenieros Zapadores del Ejército francés y el haber sido hechos
prisioneros, como componentes de dicho ejército, fuese una atenuante para
nosotros, puesto que legal, humana y lógicamente, debíamos ser considerados
prisioneros de guerra franceses.
Con el teniente Simón, en un momento que pudimos!
caminar juntos, sostuvimos la siguiente conversación:
«Amigo Sinca, conozco a los alemanes porque fui
prisionero en la guerra del 14 y sé lo que son; voy a evadirme con el teniente
de Sanidad y espero que la suerte nos acompañará.»
Apretando su mano, le contesté: .
«Que así sea; yo voy tras lo que el destino me
depare.»
Con un «Salud y suerte», nos separamos y observé que,
en un momento propicio, desaparecieron ambos. Días más tarde volvíamos a
encontrarnos. Fracasada la evasión, fueron dos números más en la larga e
interminable fila de prisioneros que marchábamos hacia el incierto destino.
A medida que avanzábamos, iban uniéndose a nosotros
soldados de todas las nacionalidades: franceses, españoles, belgas, ingleses,
senegaleses, moros, etc...
Al final de la primera jornada, pasábamos de dos mil
hombres. Acampamos al aire libre en un prado, como seres destinados al
sacrificio.
Nos encontrábamos cerca de Cambrai. A partir de ese
día, dio principio nuestro calvario. Nadie puede suponer los sufrimientos
morales y materiales que tuvimos que soportar.
Mil veces llegamos a desear la muerte. Después de tres
a cuatro horas de descanso, debíamos reemprender nuestra marcha.
Fuerzas de la «Wermacht» nos custodiaban y obligaban
constantemente a acelerar nuestro paso, haciendo caso omiso de nuestro
cansancio y no proporcionándonos ni un mal pedazo de pan para llevar a nuestra
boca.
En su afán de torturarnos, impedían detenernos ante
las fuentes que encontrábamos en nuestro camino, y prohibían a la población
civil de los pueblos que atravesábamos, nos obsequiaran con artículos
alimenticios: tabaco, bebidas, etc...
Se nos negaba hasta el agua.
Nuestra columna seguía aumentando de una manera
exorbitante.
De dos mil prisioneros, pasamos a cuatro mil, luego
seis mil y así sucesivamente; días más tarde, llegábamos, aproximadamente, a
alcanzar la cantidad de sesenta mil nombres de todas las razas y todas las
nacionalidades. A los ingleses, los alemanes les denominaban «Tommies» y los
trataban peor que a los demás.
A medida que marchábamos, encontrábamos infinidad de
alemanes muertos, a ambos lados de la carretera, cuando tropezábamos con ellos,
los alemanes que nos custodiaban, exigían a los ingleses abrir fosas,
obligándoles a enterrarles. Esta macabra tarea la reservaban exclusivamente
para los británicos, y en pago de ello, no les daban ni comida.
Por lo menos, si bien a nosotros no nos proporcionaban
alimento alguno, no nos hacían trabajar.
De esta manera, andando a marchas forzadas y
descansando de cuatro a cinco horas diarias, sin comer y sin beber, recorríamos
unos cuarenta kilómetros diarios.
Nuestra columna de prisioneros iba controlada y
vigilada, desde la cabeza a la cola, por numerosos alemanes montados en motos y
bicicletas.
No podía existir el cansancio en nosotros: cuando
algún desgraciado exhausto de fatiga se permitía el lujo de sentarse en las
orillas de la carretera, separándose de la formación, los verdugos hitlerianos
que nos custodiaban, le obligaban a levantarse a golpes, teniéndose que
incorporar, de nuevo, a la columna.
Así llegamos a Bélgica y después de varios días de
fatigosas y forzadas marchas, pisamos territorio alemán.
En un cruce de carreteras, próximo a Alemania,
separaron a los ingleses de nuestra columna y ya no volvimos a saber más de
ellos.
Después de quince días de marcha, extenuante por
completo, pernoctamos en un campo provisional, donde nuestros guardianes nos
permitieron descansar seis horas consecutivas.
Aquel descanso excepcional fue como un bálsamo que
alivió nuestros cuerpos agotados.
Empezaba a anochecer.
Poco a poco aparecía el espacio nebuloso y negruzco transformándose
en los últimos destellos del Sol, en color rojizo.
Poco a poco, aparecía la bruma, cubriendo el espacio y transformándolo.
Cruzaban el aire bandadas de negros cuervos. Nos
hallábamos recostados al abrigo de los árboles, sirviéndonos la hierba como
blando lecho.
Por doquier se veían rostros pálidos, ceñudos y
silenciosos, chupando algunos (los que aún tenían) sus cigarrillos.
El hambre empezaba a hacer sus estragos en nuestros
fláccidos estómagos, cubiertos con el manto de la noche en la bruma espesa; los
focos de los coches que pasaban por la carretera nadaban como una nube, dando
un resplandor azulado, fugaces y temerosos de alumbrar nuestros miserables
cuerpos.
Sobre el manto negro de la noche, a intervalos
inciertos, producíanse manchas rojas al encenderse algún cigarrillo, muriendo
fugaces, como si fuesen gotas de sangre, en medio de la densa niebla que nos
envolvía.
Al día siguiente, contemplábamos con cierto regocijo
la aproximación, con su andar perezoso, de dos apacibles y confiadas vacas,
conducidas por varios soldados y jefes alemanes.
Los prisioneros observábamos los cornúpedos,
intensamente impresionados, ante la perspectiva de una buena comida.
Cuando los jefes alemanes llegaron a nuestra altura,
sacando sus respectivas pistolas, dispararon sobre las inocentes vacas; éstas
cayeron desplomadas, y nosotros esperábamos ver, después del sacrificio, que
iba a procederse al descuartizamiento de las mismas, para luego ser repartidas
equitativamente ante los millares de presos, que componíamos la columna. Pero
no fue así.
Terminado el cometido, los jefes alemanes, riéndose
cínicamente, nos señalaron los animales sacrificados y con un ademán que
traducido quería decir: «Ahí queda esto», se retiraron unos pasos del lugar
del sacrificio, para mejor contemplar y regocijarse del espectáculo ignominioso
que pronto iba a ofrecer a su vista.
En efecto, los prisioneros comprendimos al estado
moral que deseaban llevarnos la morbosidad de nuestros cancerberos.
El resultado de esta bajeza meditada contra nuestros
estómagos amordazados por el hambre, convirtió en oleada tumultuosa los miles
de hombres amontonados, que lanzáronse sobre los cuerpos aún calientes de las
dos reses sacrificadas; carentes de todo objeto cortante, utilizando nuestras
manos como garras, en pocos instante no quedó rastro alguno de ambos animales.
En la batalla librada para conseguir un poco de carne,
los menos afortunados tuvieron que contentarse a jirones de piel, que aunque
correosa, también servía de lastre para el estómago.
Como es natural, hubo unos cuantos más afortunados que
pudieron hacerse con unos trozos de carne, y éstos comieron.
El resto de la columna, en su mayor parte, continuó
sin probar bocado, porque tuvieron la desgracia de no llegar a tiempo para coger
ni un hueso siquiera para roer.
Afortunadamente, permitieron los alemanes encender
fuego y esto sirvió para evitar comer la carne cruda.
Mientras se desarrollaba el anterior espectáculo,
propio de caníbales, nuestros cínicos guardianes reían a mandíbula batiente.
¡Qué contraste y qué crimen! Dos vacas para más de
sesenta mil hombres.
Estando yo conversando con un sargento francés
prisionero, comentábamos el horroroso espectáculo que acabábamos de presenciar.
El sargento francés me dijo:
«Mira esto, es la organización alemana. Traen dos
vacas, las matan y las dejan abandonadas a nuestro albedrío, y como
consecuencia del hambre, se produce una batalla de carácter primitivo y
salvaje, como el espíritu alemán. El que tiene más fuerza y es más intrépido,
éste come; el débil, el enfermo o el que es viejo no tiene derecho a comer.
Este es el país donde sólo impera la brutal razón del más fuerte.»
Aún no había terminado de pronunciar estas últimas
palabras, cuando un sargento alemán que pasaba por allí, mirando y riendo de
cuantas barbaridades hacía cometer el hambre, embruteciendo el entendimiento
humano, se paró ante nosotros y con aire despótico se nos quedó mirando, como
queriéndonos decir: «Sois nuestros esclavos.»
El sargento francés, que me acompañaba, entabló
conversación con el alemán, diciéndole:
«Llevamos varios días sin comer; lo que ustedes han
traído es insuficiente para todos, ¿podrían ustedes favorecernos en algo más?»
El teutón contestó: «¿Cuántos días lleváis de prisioneros?»
—Unos quince días —respondió el francés.
—Yo —replicó el teutón—, en la guerra del 14 al 18 caí
prisionero de los franceses y me tuvieron doce días sin comer, con agua hasta
las rodillas; así es que vosotros todavía podéis esperar unos días más, hasta
que lleguéis a vuestro destino.
Satisfecho de su respuesta, el sargento hitleriano
soltó una carcajada histérica y se alejó de nosotros.
A nuestra vez, el sargento francés y yo nos separamos
silenciosamente mientras pensábamos «in mente»: estos alemanes no forman parte
de la raza humana, esto no son hombres, son hienas.
Días más tarde, después de sufrimientos sin fin,
llegamos al primer campo alemán que nos tenían asignado, cerca de un pueblo
llamado Trier. El Stalag en cuestión (éste es el nombre con que los alemanes
denominaban a los campos de prisioneros), que traducido literalmente significa
o quiere decir: campo de soldados.
Amadeo Sinca
Amadeo Sinca
Lo que Dante no pudo imaginar
Hay un camino que conduce a la vida y a la libertad, y otro que conduce a la esclavitud y a la muerte. Siempre estaremos en deuda con aquellos y aquellas que lucharon por mostrarnos y abrirnos el primero.
ResponderEliminarSalud!
Así es Loam. Mentenemos de por vida una deuda con ellos. Salud!
EliminarSiempre.....
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