Un libro en prosa del poeta Antonio Machado, donde se recogen todas sus palabras, escritas o pronunciadas directamente acerca de la guerra o, más bien, en la guerra.
La poesía española es tal vez lo que más en pie ha quedado de nuestra literatura, cosa que no nos ha sorprendido porque su línea ininterrumpida desde Juan Ramón Jiménez es lo más revelador, la manifestación más transparente del hondo suceso de España, y si algún día alguien quisiera averiguar la profunda gestación de nuestra historia más última, tal vez tenga que acudir a esta poesía como a aquello en que más cristalinamente se aparece. Lo que estaba aconteciendo entre nosotros era de tal manera grave, que huía cuando se pretendía apresarlo y aparecía, en cambio, en casi toda su plenitud cuando el hombre creía estar solo, entregado a sus más íntimos y recónditos afanes. Por esto, y por otras razones, entre las que pudiéramos apuntar que la historia de España es poética por esencia, no por que la hayan hecho los poetas, sino porque su hondo suceso es continua trasmutación poética, y quizá también porque toda historia, la de España y la de cualquier otro lugar, sea en último término poesía, creación, realización total; por todo esto que se apunta y por otras cosas que se callan, tal vez sea la poesía española, desde Juan Ramón Jiménez hasta hoy, el índice o documento mejor de nuestros verdaderos acontecimientos.
Testimonio de nuestro suceso, la poesía, hasta en sus últimas consecuencias, ha tenido el testimonio extremo, ha tenido sus mártires y hasta sus renegados, si bien es verdad que la poesía de estos últimos se ha desdibujado de tal manera que apenas existe. La poesía española hoy nos acompaña, justo es proclamarlo, y con tanta mayor imparcialidad por no ser quien esto afirma y siente de la estirpe de los poetas.
Pero entre todos los poetas que en su casi totalidad han permanecido fieles a su poesía, que se han mantenido en pie, ninguna voz que tanta compañía nos preste, que mayor seguridad íntima nos dé, que la del poeta Antonio Machado
No es un azar que sea así, por la condición misma poética que de siempre ha tenido Machado; nada nuevo nos brinda, nada hay en él que antes y desde el primer día ya no estuviera. Y si hoy aparece en primer término y con mayor brillo, se debe, no a lo que él haya añadido, sino a la situación de la vida española, a que por virtud de las terribles circunstancias hemos venido a volver los ojos en esa última mirada de vida o muerte, hacia lo cierto, hacia lo seguro, hacia la verdad honda que en horas más superficiales hemos podido, quizá eludir. La voz poética de Antonio Machad» canta y cuenta de la vida más verdadera y de las verdades más ciertas, universales y privadísimas al par de toda vida. ¿Qué sería de nosotros, de todo hombre, si no supiésemos hoy y no nos lo supiesen recordar el saber último que con sencillez de agua nos susurran al oído las palabras poéticas de Machado? Y aunque en última instancia, todo hombre, toda hombría en plenitud sepa de esas cosas, son necesarias siempre su formulación poética, porque en la conciencia de un poeta verdadero adquieren claridad y exactitud máxima y al ser expresadas, al ser recibidas por cada uno en su perfecto lenguaje, ya no nos parecen nuestras, cosa individual, sino que nos parecen venir del fondo mismo de nuestra historia, adquieren categoría de palabras supremas, esa que todo pueblo ha necesitado escuchar alguna vez de boca de un Legislador, Legislador poético, padre de un pueblo. Palabras paternales son las de Machado, en que se vierte el saber amargo y a la vez consolador de los padres, y que con ser a veces de honda melancolía, nos dan seguridad al damos certidumbre. Poeta, poeta antiguo y de hoy ; poeta de un pueblo entero al que enteramente acompaña.
Y si en días alegres podemos apartamos de la voz de los padres, a ellos volvemos siempre en los días amargos y difíciles; las dificultades nos traen a la verdad, y en ella nos reconciliamos todos. Peno es preciso para que la paz sea perfecta que la voz paternal no la enturbien luego los reproches, la recriminación o el resentimiento por el olvido sufrido. Que como agua vaya vertiendo para todos, pero sintiéndola cada uno nacer al lado de su oído, la verdad humilde y antigua.
Esta voz es hoy para nosotros, españoles que vivimos las más duras circunstancias que se han exigido a pueblo alguno, la voz de la poesía de Machado, no ya de la de ahora, sino de esa contenida en sus poesías completas y que estaba ahí ya de antes, ya de siempre, igual a sí misma a través de todas las alternativas de nuestra vida literaria; es el único consuelo posible, aquello que nos promete porque nos descubre y nos muestra nuestros claros, más claros orígenes. La palabra del poeta ha sido siempre necesaria a un pueblo para reconocerse y llevar con íntegra confianza su destino difícil, cuando la palabra del poeta, en efecto, nombra ese destino, lo alude y lo testifica, cuando le da, en suma, un nombre. Es la mejor unidad de la poesía con la acción o como se dice con la política, la mejor y tal vez única forma de que la poesía puede colaborar en la lucha gigantesca de un pueblo: dando nombre a su destino, reafirmando a sus hijos todos los días su saber claro y misterioso del sino que le cumple, transformando la fatalidad ciega en expresión liberadora. Y sin buscarlo, nos acude a la mente un nombre: Homero, a quien de un modo literario en nada pretendemos cotejar con nuestro humilde cantor de los campos castellanos, el cantor—¿coincidencia?— de las altas praderas numantinas. No se trata de comparar méritos ni nosotros sabríamos discernirlo, pero es quizá una categoría poética que un poeta determinado puede llevar con más o menos talento, con más o menos fortuna literaria. Si acude con su grandeza impersonal—impersonal hasta en su ciega mirada—el divino cantor de la Grecia legendaria es por eso, justamente, por su impersonalidad, porque a su través ya no creemos escuchar a un hombre determinado, sino a un pueblo.
Todo ello acude a decirnos que es Antonio Machado un clásico, un clásico que, por fortuna, vive entre nosotros y posee viva y fluente su capacidad creadora. Y es clásico también por la distancia de que su voz nos llega; con sentirla cada uno dentro de sí, se le oye llegar de lejos, tan de lejos que oímos resonar en ella todos los íntimos saberes que nos acompañan, lo que en la cultura viene a ser la paternidad, aquello que poseemos de regalo, de herencia. Por el solo hecho de ser españoles recibimos el tesoro con nuestro idioma, lo recibimos y llevamos en la sangre, en lo que es sangre en el espíritu, en aquello vivo, íntimo y que, siendo lo más inmanente, es lo que nos une: la sangre de una cultura que late en su pueblo, en el verdadero pueblo, aunque sea analfabeto. Y por esto es también su viva historia lo que pasa y lo que queda.
Poeta clásico. Una de las cuestiones que más falta haría aclarar y poner de manifiesto es la diferente manera de ser poeta o las diferentes formas de poesía. No cabe con una mínima honestidad intelectual abarcar lo mismo a fenómenos y sucesos tan desemejantes como el de Verlaine y Dante, por ejemplo. Aunque a todos abarque la unidad de la poesía, sin duda son varias las especies de ella, que hacen distinta la situación del poeta con respecto a su propia poesía y distinta la función histórica de la misma poesía.
Porque hemos comenzado diciendo que La Guerra es un libro en prosa —salvo dos poemas— de un poeta. Pensamientos de un poeta que en Antonio Machado forma, ya además un volumen casi parejo en extensión al de su poesía; Juan de Mairena crece al lado de Antonio Machado. Quiere esta decir y lo dice, además, por la naturalidad y perfección de la prosa, y por la exactitud del concepto, que no se trata de un poeta que accidentalmente piensa. Y es él mismo quien nos lo dice: «Todo poeta —dice Juan de Mairena— supone una metafísica; acaso cada poema debiera tener la suya —implícita—, claro está— nunca explícita—, y el poeta tiene el deber de exponerla por separado, en conceptos claros. La posibilidad de hacerlo distingue al verdadero poeta del mero señorito que compone versos*.
Es esta relación entre pensamiento filosófico y poesía uno de los motivos más hondos para clasificar a un poeta, si la tal clasificación existiera. Un motivo hondo, moral, salta a la vista en el caso de Machado. Y es el sentimiento de responsabilidad. Machado, hombre, acepta lo que dice Machado, poeta, y pretende en último término damos las razones de su poesía, es decir, que el poeta humildemente—hay que repetir de continuo esta condición de la humildad tratándose de Machado— somete a justificación su poesía, no la siente manar de esas regiones suprahumanas que unas veces se han llamado Musas, otras inspiración, otras subconciencia, designando siempre, al poner su origen tan alto o tan bajo, mas nunca en la conciencia, que la poesía no es cosa de la que se pueda responder; que ello es cosa de misterio, cosa de fe, milagrosa revelación humana en que no interviene el Dios, pero sí lo que cerca del hombre sea más divino, esto es, más irresponsable.
Machado que dice, sin embargo, en una de las páginas de este libro: «por influjo de lo subconsciente sine qua non de toda poesía», somete luego la poesía a razón diciendo que la lleva implícita, es decir, que en último término no cree en la posibilidad de una poesía fuera de razón o contra la razón, fuera de ley. Para Machado la poesía es cosa de conciencia. Cosa de conciencia, esto es, de razón, de moral, de ley.
Y si miramos a su propia poesía, sin atender a los pensamientos que Juan de Mairena o el mismo Machado, esta unidad de razón y poesía, pensamiento filosófico y conocimiento poético de la sentencia popular y que encontramos en todo su austero esplendor en Jorge Manrique, ¿de dónde viene? ¿Dónde se engendra? Una palabra llega por sí misma no más se piensa en ello: estoicismo; la popular sentencia y la alta copla del refinado poeta del siglo XV, parecen emanar de esta común raíz estoica, que aparece no más intentamos sondear en lo que se llama nuestra cultura popular.
Menos azorante y problemático es el estoicismo de las coplas de Jorge Manrique que aquel que escuchamos resonar en nuestro cancionero y aun en los dichos con que nuestro pueblo se anima o se consuela en los trances difíciles. La época en que fueron escritas las coplas de Jorge Manrique coinciden con una ancha y extensa ola de meditación sobre la muerte que recorría toda la Europa culta. Pero sí tendríamos siempre que anotar el hecho de que sean estas coplas de meditación ante la muerte, lo que más honda y persistentemente nos ha legado nuestro pasado literario, lo que está siempre en el fondo de nuestro corazón presto a saltar a nuestra memoria. Todo ello y hasta la denominación estoica que le aplicamos lleva consigo graves cuestiones en las que no podemos sumergirnos, aunque bien necesario sería para comprender en su integridad la poesía y el pensamiento de nuestro poeta.
Seguramente que esta solución estoica, como explicación de su íntima unidad poético-filosófica, no sería aceptada sin más por Machado, quien dice en las mismas líneas de este libro que nos ocupa, refiriéndose a Unamuno: «De todos los pensadores que hicieron de la muerte tema esencial de sus meditaciones fue Unamuno quien nunca nos habló de resignarse a ella. Tal fué la nota antisenequista —original y españolísima, no obstante— de este incansable poeta de la angustia española».
Parecería leerse en estas líneas un cierto reproche al senequismo español y a su resignación ante la muerte, como cosa de inferior estirpe que la angustiosa agonía de D. Miguel al querer vencerla, al no aceptarla. Pero más adelante dice: «Porque la muerte es cosa de hombres —digámoslo a la manera popular— o, como piensa Heidegger, una característica esencial de la existencia humana, de ningún modo un accidente de ella; y sólo el hombre—nunca el señorito—, el hombre íntimamente humano en cuanto ser consagrado a la muerte, puede mirarla cara a cara. Hay en los rostros de nuestros milicianos— hombres que van a la guerra por convicción moral, nunca como profesionales de ella— el signo de una profunda y contenida meditación sobre la muerte. Vistos a la luz de la metafísica heideggeriana es fácil advertir en estos rostros una expresión de angustia dominada por una decisión suprema, el signo de resignación y triunfo de aquella libertad para la muerte a que aludía el ilustre filósofo de Friburgo».
Está aquí expresado por el propio poeta de modo transparente, lo que entiende por ser hombre en su integridad. De esta entereza humana arranca la unidad moral, poética y filosófica de la poesía de Machado. Es lo que está siempre en el fondo de ella como lo está en el rostro de nuestros milicianos.
Una profunda y contenida meditación sobre la muerte. Sin comprometernos ahora con la denominación estoica, sí cabe decir que lo que enlaza la poesía de Machado a la copla popular, a Jorge Manrique, y a ellos con la serena meditación de nuestro Séneca, es este arrancar de un conocimiento sereno de la muerte; este no retroceder ante su imagen, este mirarla cara a cara que lleva hasta el mismo borde del suicidio.
Alguien ha dicho, y si no, ha podido decirlo, que el estoicismo es una filosofía de suicidas. Tal vez, y tal vez sea un género único de suicidio, el único suicidio noble por ser engendrador de realidades, nacido del amor a algo, que queremos más que a nuestra propia existencia —tal, la Patria, la libertad—. Y tal vez el suicidio del estoico signifique una amorosa aniquilación del yo, para que lo otro, la realidad, comience a existir plenamente.
Misterios hondos en que juegan muerte y amor. En ellos se desenvuelve la poesía de Antonio Machado; su poesía y su pensamiento requeridos, engendrados por estos opuestos polos, Muerte y Amor.
Porque es Machado en nuestra lírica un poeta erótico, honda y serenamente erótico y al llegar a este punto la voz de un maravilloso poeta aparece llena de alusiones: San Juan de la Cruz. También él necesitaba comentar sus versos, empaparlos de razón y aun de razones. Razones de amor tan sabrosas de leer como su amorosa poesía.
Razones de amor porque cumplen una función amorosa, de reintegrar a unidad los trozos de un mundo vacío; amor que va creando el orden, la ley, amor que crea la objetividad en su más alta forma. Mucho sabe de esto Machado y claramente lo expresa en su Abel Martín incluido en el volumen de Poesías Completas. Maravillosos pensamientos de un poeta, razones de amor que algún día serán mirados como continuación de lo mejor y más vivo de nuestra mística. Amor infinito hacia la realidad que le mueve a reintegrar en su poesía toda la íntima substancia que la abstracción diaria le ha restado.
El pensamiento científico, descualificador, desubjetivador, anula la heterogeneidad del ser, es decir, la realidad inmediata, sensible, que el poeta ama y de la que no puede ni quiere desprenderse. El pensar poético, dice Machado, se da «entre realidades, no entre sombras; entre intuiciones, no entre conceptos». El concepto se obtiene a fuerza de negaciones, y «el poeta no renuncia a nada ni pretende degradar ninguna apariencia». Y en otro lugar: «¿Y cómo no intentar devolver a lo que es su propia intimidad ? Esta empresa fué iniciada por Leibnizt, pero solamente puede ser consumada por la poesía».
«Poesía y razón se completan y requieren una a otra. La poesía vendría a ser el pensamiento supremo por captar la realidad íntima de cada cosa, la realidad fluente, movediza, la radical heterogeneidad del ser». Razón poética, de honda raíz de amor.
No podemos perseguir por hoy, lo cual no significa una renuncia a ello, los hondos laberintos de esta razón poética, de esta razón de amor reintegradora de la rica substancia del mundo. Baste reconocerla como médula de la poesía de Antonio Machado, poesía erótica que requiere ser comentada, convertida a claridad, porque el amor requiere siempre conocimiento.
Amor y conocimiento a través de estas páginas de La Guerra, van directamente hacia su pueblo. La entereza con que el ánimo del poeta afronta la muerte, le permite afrontar cara a cara a su pueblo, cosa que sólo un hombre en su entereza puede hacer. Porque es la verdad la que le une a su pueblo, la verdad de esta hombría profunda que es la razón última de nuestra lucha. Y en ella, pueblo y poeta son íntimamente hermanos, pero hermanos distintos y que se necesitan. El poeta, dentro de la noble unidad del pueblo, no es uno más, es, como decíamos al principio, el que consuela con la verdad dura, es la voz paternal que vierte la amarga verdad que nos hace hombres. Voz paternal la de Machado, aunque tal vez a sentirla así contribuya, para quien esto escribe, el haber visto su sombra confundida con la paterna en años lejanos de adolescencia, allá en una antigua y dorada ciudad castellana. La sombra paterna... y la sombra de amigos caídos en la lucha común. El escultor Emiliano Barral, que a un tiempo esculpiera también la cabeza de Machado y la paterna, muerto ahora hace un año por nuestra lucha en el frente de Madrid... Y tu cincel me esculpía. La poesía de Machado ha devuelto al escultor su obra, y las últimas palabras casi de este libro van a él dedicadas: «Cayó Emiliano Barral, capitán de las milicias de Segovia, a las puertas de Madrid, defendiendo a su patria contra un ejército de traidores, de mercenarios y de extranjeros. Era tan grande escultor que hasta su muerte nos dejó esculpida en un gesto inmortal». Y con Emiliano Barral todo un trozo de vida en la lejana y dorada ciudad, encendida de torres y altos chopos. La poesía de Machado afronta sin debilidad la melancolía de estas pérdidas irreparables. Sin melancolía y con austero dolor nos habla a lo más íntimo de nosotros este libro. La Guerra, ofrenda de un poeta a su pueblo.
María Zambrano
Hora de España núm. XII
Valencia, diciembre de 1937
Y si miramos a su propia poesía, sin atender a los pensamientos que Juan de Mairena o el mismo Machado, esta unidad de razón y poesía, pensamiento filosófico y conocimiento poético de la sentencia popular y que encontramos en todo su austero esplendor en Jorge Manrique, ¿de dónde viene? ¿Dónde se engendra? Una palabra llega por sí misma no más se piensa en ello: estoicismo; la popular sentencia y la alta copla del refinado poeta del siglo XV, parecen emanar de esta común raíz estoica, que aparece no más intentamos sondear en lo que se llama nuestra cultura popular.
Menos azorante y problemático es el estoicismo de las coplas de Jorge Manrique que aquel que escuchamos resonar en nuestro cancionero y aun en los dichos con que nuestro pueblo se anima o se consuela en los trances difíciles. La época en que fueron escritas las coplas de Jorge Manrique coinciden con una ancha y extensa ola de meditación sobre la muerte que recorría toda la Europa culta. Pero sí tendríamos siempre que anotar el hecho de que sean estas coplas de meditación ante la muerte, lo que más honda y persistentemente nos ha legado nuestro pasado literario, lo que está siempre en el fondo de nuestro corazón presto a saltar a nuestra memoria. Todo ello y hasta la denominación estoica que le aplicamos lleva consigo graves cuestiones en las que no podemos sumergirnos, aunque bien necesario sería para comprender en su integridad la poesía y el pensamiento de nuestro poeta.
Seguramente que esta solución estoica, como explicación de su íntima unidad poético-filosófica, no sería aceptada sin más por Machado, quien dice en las mismas líneas de este libro que nos ocupa, refiriéndose a Unamuno: «De todos los pensadores que hicieron de la muerte tema esencial de sus meditaciones fue Unamuno quien nunca nos habló de resignarse a ella. Tal fué la nota antisenequista —original y españolísima, no obstante— de este incansable poeta de la angustia española».
Parecería leerse en estas líneas un cierto reproche al senequismo español y a su resignación ante la muerte, como cosa de inferior estirpe que la angustiosa agonía de D. Miguel al querer vencerla, al no aceptarla. Pero más adelante dice: «Porque la muerte es cosa de hombres —digámoslo a la manera popular— o, como piensa Heidegger, una característica esencial de la existencia humana, de ningún modo un accidente de ella; y sólo el hombre—nunca el señorito—, el hombre íntimamente humano en cuanto ser consagrado a la muerte, puede mirarla cara a cara. Hay en los rostros de nuestros milicianos— hombres que van a la guerra por convicción moral, nunca como profesionales de ella— el signo de una profunda y contenida meditación sobre la muerte. Vistos a la luz de la metafísica heideggeriana es fácil advertir en estos rostros una expresión de angustia dominada por una decisión suprema, el signo de resignación y triunfo de aquella libertad para la muerte a que aludía el ilustre filósofo de Friburgo».
Está aquí expresado por el propio poeta de modo transparente, lo que entiende por ser hombre en su integridad. De esta entereza humana arranca la unidad moral, poética y filosófica de la poesía de Machado. Es lo que está siempre en el fondo de ella como lo está en el rostro de nuestros milicianos.
Una profunda y contenida meditación sobre la muerte. Sin comprometernos ahora con la denominación estoica, sí cabe decir que lo que enlaza la poesía de Machado a la copla popular, a Jorge Manrique, y a ellos con la serena meditación de nuestro Séneca, es este arrancar de un conocimiento sereno de la muerte; este no retroceder ante su imagen, este mirarla cara a cara que lleva hasta el mismo borde del suicidio.
Alguien ha dicho, y si no, ha podido decirlo, que el estoicismo es una filosofía de suicidas. Tal vez, y tal vez sea un género único de suicidio, el único suicidio noble por ser engendrador de realidades, nacido del amor a algo, que queremos más que a nuestra propia existencia —tal, la Patria, la libertad—. Y tal vez el suicidio del estoico signifique una amorosa aniquilación del yo, para que lo otro, la realidad, comience a existir plenamente.
Misterios hondos en que juegan muerte y amor. En ellos se desenvuelve la poesía de Antonio Machado; su poesía y su pensamiento requeridos, engendrados por estos opuestos polos, Muerte y Amor.
Porque es Machado en nuestra lírica un poeta erótico, honda y serenamente erótico y al llegar a este punto la voz de un maravilloso poeta aparece llena de alusiones: San Juan de la Cruz. También él necesitaba comentar sus versos, empaparlos de razón y aun de razones. Razones de amor tan sabrosas de leer como su amorosa poesía.
Razones de amor porque cumplen una función amorosa, de reintegrar a unidad los trozos de un mundo vacío; amor que va creando el orden, la ley, amor que crea la objetividad en su más alta forma. Mucho sabe de esto Machado y claramente lo expresa en su Abel Martín incluido en el volumen de Poesías Completas. Maravillosos pensamientos de un poeta, razones de amor que algún día serán mirados como continuación de lo mejor y más vivo de nuestra mística. Amor infinito hacia la realidad que le mueve a reintegrar en su poesía toda la íntima substancia que la abstracción diaria le ha restado.
El pensamiento científico, descualificador, desubjetivador, anula la heterogeneidad del ser, es decir, la realidad inmediata, sensible, que el poeta ama y de la que no puede ni quiere desprenderse. El pensar poético, dice Machado, se da «entre realidades, no entre sombras; entre intuiciones, no entre conceptos». El concepto se obtiene a fuerza de negaciones, y «el poeta no renuncia a nada ni pretende degradar ninguna apariencia». Y en otro lugar: «¿Y cómo no intentar devolver a lo que es su propia intimidad ? Esta empresa fué iniciada por Leibnizt, pero solamente puede ser consumada por la poesía».
«Poesía y razón se completan y requieren una a otra. La poesía vendría a ser el pensamiento supremo por captar la realidad íntima de cada cosa, la realidad fluente, movediza, la radical heterogeneidad del ser». Razón poética, de honda raíz de amor.
No podemos perseguir por hoy, lo cual no significa una renuncia a ello, los hondos laberintos de esta razón poética, de esta razón de amor reintegradora de la rica substancia del mundo. Baste reconocerla como médula de la poesía de Antonio Machado, poesía erótica que requiere ser comentada, convertida a claridad, porque el amor requiere siempre conocimiento.
Amor y conocimiento a través de estas páginas de La Guerra, van directamente hacia su pueblo. La entereza con que el ánimo del poeta afronta la muerte, le permite afrontar cara a cara a su pueblo, cosa que sólo un hombre en su entereza puede hacer. Porque es la verdad la que le une a su pueblo, la verdad de esta hombría profunda que es la razón última de nuestra lucha. Y en ella, pueblo y poeta son íntimamente hermanos, pero hermanos distintos y que se necesitan. El poeta, dentro de la noble unidad del pueblo, no es uno más, es, como decíamos al principio, el que consuela con la verdad dura, es la voz paternal que vierte la amarga verdad que nos hace hombres. Voz paternal la de Machado, aunque tal vez a sentirla así contribuya, para quien esto escribe, el haber visto su sombra confundida con la paterna en años lejanos de adolescencia, allá en una antigua y dorada ciudad castellana. La sombra paterna... y la sombra de amigos caídos en la lucha común. El escultor Emiliano Barral, que a un tiempo esculpiera también la cabeza de Machado y la paterna, muerto ahora hace un año por nuestra lucha en el frente de Madrid... Y tu cincel me esculpía. La poesía de Machado ha devuelto al escultor su obra, y las últimas palabras casi de este libro van a él dedicadas: «Cayó Emiliano Barral, capitán de las milicias de Segovia, a las puertas de Madrid, defendiendo a su patria contra un ejército de traidores, de mercenarios y de extranjeros. Era tan grande escultor que hasta su muerte nos dejó esculpida en un gesto inmortal». Y con Emiliano Barral todo un trozo de vida en la lejana y dorada ciudad, encendida de torres y altos chopos. La poesía de Machado afronta sin debilidad la melancolía de estas pérdidas irreparables. Sin melancolía y con austero dolor nos habla a lo más íntimo de nosotros este libro. La Guerra, ofrenda de un poeta a su pueblo.
María Zambrano
Hora de España núm. XII
Valencia, diciembre de 1937
Hola María, Don Antonio tenía muchas guerras abiertas, quizás demasiadas por eso han hecho de él nuestro poeta más grande...
ResponderEliminarGracias, pasa buen día, besos rimados..