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2219. Lo que Dante no pudo imaginar III. Stalag XIII-A Nuremberg




Nos encerraron en dos barracas especiales, aisladas completamente del resto de los internados, pertenecientes a otras nacionalidades.

El Stalag XIII A, es el campo mayor conocido por mí. Su capacidad es inmensa, posiblemente, a juicio mió, puede contener más de un millón de seres humanos.


En el interior del campo existen largas avenidas que la vista no alcanza a ver su fin.


Innumerables alambradas circundan el campo. Pude constatar, en dicho campo, la existencia de campos de deportes, campos de aviación, varios hospitales, barracas grandiosas, o mejor dicho, tiendas de campaña de grandes dimensiones que albergaban cientos y miles de prisioneros civiles y militares que constantemente iban llegando. Además existían barracas de madera de carácter permanente.


Cada internado poseía una cama metálica con su colchoneta y una manta, pero nosotros, los españoles, como favor especial, se nos dio solamente una cama de hierro a cada uno, pero se nos suministraba una buena cantidad de té, dígase agua, y al mediodía se nos daba un litro de puré de patatas, con pequeños trozos de carne, y por la noche apenas doscientos gramos de pan, con su correspondiente salchicha de unos setenta y cinco gramos, o en su defecto, un pedazo de queso y unos gramos de mantequilla.


Después de tan suculento ágape se nos invitaba con un desnaturalizado café sin azúcar.


Las alambradas, además de circundar el campo, separaban unos grupos de barracas de otros, formando islotes tan reducidos y contenidos en su espacio, que no nos quedaba suficiente lugar para pasear.


Todos los días a las 18.30 horas, un pelotón de soldados alemanes nos obligaban a entrar en nuestras respectivas barracas, y el jefe del pelotón, después de ordenar fueran cerradas las ventanas con baldón, cerraba por sí mismo la puerta de salida de cada una de las barracas. En el interior de nuestro alojamiento habían colocado diversos recipientes que servían para deponer nuestras necesidades corporales.


Al siguiente día por la mañana, por riguroso turno, los internados limpiábamos dichos recipientes.


El control diario, que se ejercía como higiene en la barraca, era llevado personalmente por un jefe alemán excesivamente exigente y autoritario.


Dos veces a la semana, el mismo jefe acompañaba a los enfermos, juntamente con una guardia especial, hasta la enfermería.


Al cabo de quince días de rigurosa estancia, llegó un día el jefe alemán haciéndonos formar a todos, saliendo en dirección a la Comandancia alemana, dentro del campo.


Nadie sabía para qué éramos conducidos.


Llegados a las cercanías de dicha Comandancia, nos hicieron formar, tomándonos a todos la filiación personal, las huellas digitales, y por último nos fotografiaron, dándonos una pizarra en la cual iba inscrito el número de presidiario de cada uno de nosotros.


En esta labor pasamos toda una mañana, terminando a las tres de la tarde en cuya hora regresábamos, siempre estrechamente vigilados, a la barraca.


Rápidamente, porque el hambre mordía nuestros estómagos, comíamos el execrable condimento que se nos proporcionaba.


Pasaron unos días en relativa calma.


Al final se presentaron en nuestra barraca nuestros constantes guardianes, con unos ocho hombres elegantemente vestidos de civil, hablando correctamente el español.


Nos dieron la orden de salir de la barraca, formar y pasar a un llano no lejos de la misma; allí nos hicieron sentar en la hierba y fue donde hemos sufrido el registro más intenso y minucioso que hemos tenido durante todo el lapso de nuestro calvario.


Uno escribía a máquina, otro pedía la filiación total del individuo, y el resto hacían llamar hombre por hombre, ordenando que nos desnudáramos por completo, controlando la boca y todo el cuerpo.


Después nos hacían apartar de la ropa que habíamos dejado en tierra, inspeccionándola minuciosamente: bolsillos, costuras y todo lo que pudiese indicar motivo de secreto alguno.


Apartando documentación o papeles el que tenía, con suma atención.


Terminado este registro tan escrupuloso, se nos ordenó vestirnos de nuevo e incorporarnos a los grupos que ya habían terminado.


Este registro duró desde las siete horas de la mañana, hasta las 5.30 horas de la tarde, sólo para un total de unos doscientos hombres.


En este registro ocurrió un caso curioso a un español, mi amigo Juan Zamora.


Entre los papeles que llevaba en su ropa, encontraron un trozo de periódico alemán viejo, que lo recogió por si tuviese necesidad de usarlo. Este papel le costó a mi amigo Zamora varias declaraciones en la Comandancia alemana.


En cada una de ellas le acompañaban sus correspondientes palizas, y al fin de tantos interrogatorios, consideraron no darle importancia, porque verdaderamente no la tenía.


Transcurrieron 25 o 26 días, llegando un día la orden de formación general de todos los españoles y como consecuencia la partida.


Era hora ya, pues si llegamos a estar en aquel campo un mes más, la mitad hubiésemos quedado atrofiados.


Hicieron las listas del transporte, formamos entregándonos el racionamiento de un día, para el camino y partirnos hacia la estación, custodiados como siempre cual vulgares criminales. Tras dos días de ferrocarril, y en condiciones pésimas inimaginables, llegamos al campo de Mobsburg.



Amadeo Sinca Vendrell
Lo que Dante no pudo imaginar. Mauthausen-Gusen 1940-1945











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