Dos refugiados españoles en Argelés sur Mer, febrero 1939 |
Como si nadie oyese en la cripta del corazón las espinas del pájaro de la barbarie, nadie es nadie. Nadie el senador de los tirantes elásticos. Usted es nadie, sombrero de las recepciones, y vos pamela de la medusa, vuesa merced con esquivos ojos de alguna clase en trato de plata. Nadie en la multiplicación son hoy los felices, y nadie el giróvago antílope que danza en los subterráneos. Yo soy nadie. Tú, la vocalista en la boca moderna de nadie, poesía, oca viuda de los quitasoles, linterna de los espías tras la limusina de los ataúdes.
A
qué viene eso de la mancha de los espíritus, a cuento de qué decir ahora que
tras esta compuerta aúllan en las bandejas los ojos del refugiado. Dicho así el
placer y la copa de hielo son corrupción en los recintos de música, fechas en
la memoria de la fatalidad. Algún día lo que ahora escribo será inteligible.
Algún
día, en el perímetro de las cosas sabidas, la época de los sufrimientos que
hicieron visible el mercado de las heridas, será entendida como edad de una
sábana rota, órbita de nuestra desnudez recubierta de insectos como lengua de
gran pez moribundo.
Cuando
nadie sea ya nadie en la dentadura fósil del universo, y nadie, es decir,
nosotros, los rumiantes en el dolor de los sobrevivientes hayamos arrancado de
raíz la palabra destino para referirnos a la compasión, hayamos enterrado los
cargamentos de misericordia y las heces de hiena, hayamos aceptado la infamia
como conducta de época. Cuando nadie sea ya nadie y no haya huellas de nadie ni
frutos de nadie en los mercados del pensamiento, esto se olvidará, esto también
ha de ser olvidado por el micrófono aéreo de lo que anda en el cosmos, y la
podredumbre de nuestro silencio y la bisutería de los diplomáticos alrededor de
las fosas comunes.
Nadie
es nadie, escritura de las elocuentes cifras que suman dolor al oprobio, cinta
azul de los legajos de la minuciosidad. Nadie es nadie bajo la lente de los
archiveros. Nadie con su puñado de tierra, el oferente y el lúcido, el préstamo
de jerarca invisible en nosotros, huyendo en el taxi de la conciencia de las
columnas de humo.
Para
qué sirves entonces poesía de las hojas incendiadas por las pavesas de la
justicia, vieja poesía de los herbolarios, mostaza de los cónsules que
predicaron el amanecer. Hacia dónde, hacia quién, venerable Withman, junto al
apacible río de los pensamientos sagrados sumerge la mujer su criatura en el
agua antes de la incineración.
Como
si nadie oyese las espinas del pájaro de la barbarie, parece ser que aquí nadie
es nadie. Nadie el silencio y su caldero de cal sobre los desaparecidos.
Codicia, eso dice aquí la palabra codicia.
Juan Carlos Mestre
No hay comentarios:
Publicar un comentario