¡Igualdad! ¿Cuándo serás tú la única
reina que rija los destinos del hombre? Así iba yo pensando una tarde en que
con paso lento me dirigía a las afueras de la ciudad, para hacer acopio de
oxígeno, una de las pocas cosas que sin dinero y con sólo andar medio kilómetro
podía procurarme.
Aquella exclamación salíame del fondo del corazón al fijarme en la irritante desigualdad que por doquier nos azota como un látigo en manos de Mayans o un cabo Botas, pero la clase obrera tiene la epidermis de grueso cuero y no le hacen mella esas terribles bofetadas con que el hijo del holgazán bate los andrajos del productor.
Así pensando llegué a las primeras
huertas de los alrededores de la ciudad, apoyéme en la verja, signo del
acaparamiento, y púseme a contemplar aquel sembrado en que se notaba la mano de
un inteligente trabajador con cerebro de artista. Al otro lado del huerto había
un campesino colocando unos palillos a unas plantas para que éstas se
mantuviesen altas, al erguirse pude ver un semblante simpático, un joven
rebosando vida. Al notar él mi presencia preguntóme:
¿Quiere usted algo de aquí, vendemos
hortalizas y flores?
—No, joven no lo necesito en este
momento, si estoy aquí es porque me enamora ver esta huerta y jardín, a la vez
que tan hermosamente cultivado, ¿tú solo cultivas ese terreno?
—Sí señora, mi esposa vende en la
Rambla de las Flores, y yo vendo al por mayor las hortalizas.
—¿Eres el dueño de esta tierra?
—No señora, si yo fuera el dueño...
—Pues debías serlo, tú haces de ese
campo un vergel, sin ti no produciría nada esa tierra, y por tanto no tendría
valor alguno, tuya es pues.
—Sí, pero no la compré.
—¡Comprar! ¿Y quién puede vender la
tierra?
—Tú puedes vender ese fruto que da
esa tierra, porque tú la sembraste y cultivaste, pero ¿quién creó la tierra?,
¿quién puede decir este campo es mi obra? El hombre cuando vino al mundo
encontró la tierra hecha, el primero que se la apropió para sí y no la cultivó
con sus manos fue el primer ladrón, sobre su robo descansan los robos todos.
—Es verdad, pero siempre ha habido pobres y ricos y así hemos encontrado el mundo y así lo dejaremos.
—Tú dices eso, tú, que eres joven y
que en tu semblante resplandece una inteligencia natural. Óyeme: ¿no es verdad
que tú estudias el modo de que las plantas puedan crecer más y hacer más
variables los colores de las flores?
—Sí señora.
—Pues si a las plantas se les aplica
la gran ley del progreso, ya que tú manifiestas no desconocer los adelantos en
la floricultura, dime: ¿el hombre vale menos que un clavel?, ¿sólo el hombre ha
de vivir sin progresar?
—Verdad es, pero vea usted. Las
plantas con ser plantas, no son todas iguales; aquí tiene usted ese sembrado,
del mismo plantel salió y ni una hay igual a la otra, porque, vea usted,
mientras una es grande la otra es chiquitita.
—Amable joven, tú ves en las plantas
la hermosa desigualdad que armoniza la vida y sin embargo dejas de ver la
igualdad que existe en esas plantas: dime, ¿no es verdad que cuando tú
sembraste esa semilla no ejerciste privilegio entre una y otra, sino que
plantabas con toda naturalidad?
—Sí señora.
—¿No es verdad que cuando tú riegas
haces que a todas ellas llegue la cantidad de agua que precisan?
—Sí señora.
—¿No es verdad que cuando el sol besa
esas plantas dándoles el calor que precisa, tú no pones obstáculos a ninguna
para que no disfrute del beneficio de la Naturaleza?
—No señora.
—Pues bien, si con igual cuidado las plantaste, si con igual esmero las cuidas, si por igual disfrutan de los dones de la Naturaleza, ¿dónde reside la desigualdad?, ¿en el tamaño? Esa desigualdad ya te la he dicho era armonía, ya que el que precisa de una planta pequeñita no se ve obligado a comprar una grande, porque nuestra madre Naturaleza las crea de todo tamaño; igual pasa en las personas que todas fuesen morenas, a los que les gusta las rubias se habrían de casar sin agrado, por eso la igualdad que queremos los anarquistas no es en lo físico, sino en la satisfacción de nuestras necesidades, y las plantas y los pájaros, con todo ser tan inferiores al hombre, gozan de esa igualdad porque en su organización no hay curas, ni reyes, burgueses o demás usurpadores.
—Diga usted señora, ¿ha dicho usted
los anarquistas?
—Sí, soy anarquista.
—Pero usted me habla muy
razonablemente y los anarquistas...
—¿Qué? Has oído que los anarquistas
tiran bombas, ¿no es eso?
—Sí señora.
—Pues mira, procura saber, si es que
lo ignoras, a quiénes pertenecen los almacenes de armas, quiénes son los dueños
de las fábricas de dinamitas, a qué clase pertenecen los que pagan los
terribles inventos de todo medio de destrucción, y entonces tú mismo, sin que
nadie te lo diga, habrás descubierto quiénes son los violentos, los reales y
positivos destructores. Escucha joven y procura suprimir el señorío, porque
señor es sinónimo de esclavo.
Salud, tu cerebro es fértil como la
tierra que cultivas; no lo descuides, cultívalo con el mismo esmero y serás
hombre.
Teresa Claramunt
El Porvenir del Obrero,
Mahón, 27 de marzo de 1906
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