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2320. Despachos de la Guerra civil española VI

Madrid (18-19), abril

La ventana del hotel está abierta y desde la cama se puede oír el tiroteo del frente, que está a diecisiete manzanas de distancia. Los disparos de rifle se prolongan durante toda la noche. Los rifles disparan con su peculiar estallido y después abre fuego una ametralladora. Tiene un calibre mayor y hace mucho más ruido. Luego se acerca el bum de una granada de mortero y una ráfaga de disparos de ametralladora. Uno yace en la cama escuchando y es magnífico estar acostado con las piernas estiradas para calentar poco a poco la fría parte inferior de las sábanas y no en la Ciudad Universitaria o en Carabanchel. Un hombre canta con voz ronca en la calle y tres borrachos discuten cuando uno se queda dormido.

Por la mañana, antes de que suene la llamada de recepción, el estallido ensordecedor de una granada altamente explosiva le despierta a uno, haciéndole mirar por la ventana, desde donde ve a un hombre con la cabe za baja y el cuello del abrigo alto, cruzando desesperadamente la plaza empedrada. Flota el olor acre de los explosivos detonantes que uno había esperado no oler nunca más, y en bata y zapatillas baja uno las escaleras de mármol y casi choca con una mujer de edad mediana, herida en el abdomen, a quien dos hombres con batas azules de obreros ayudan a entrar en el hotel. Tiene las manos cruzadas bajo su gran pecho español de la vieja usanza y entre sus dedos fluye la sangre en un chorro delgado. En la esquina, a dos manzanas de distancia, hay un montón de escombros, cemento pulverizado y tierra removida, un solo hombre muerto y un gran boquete en la acera por el que se eleva el gas de una tubería rota que parece un espejismo en el frío aire de la mañana.

—¿Cuántos muertos? —pregunta uno a un policía.

—Uno solo —responde—. Ha agujereado la acera y ha explotado debajo. Si hubiese explotado sobre la piedra sólida de la carretera, podría haber habido cincuenta.

Un policía cubre la parte superior del tronco al que le falta la cabeza; mandan a buscar a alguien que repare el conducto de gas y uno sube a desayunar. Una fregona de ojos enrojecidos limpia la sangre del suelo de mármol del pasillo. El hombre muerto no era uno mismo ni nadie que uno conozca y todo el mundo está muy hambriento en el frente de Guadalajara.

—¿Le ha visto? —pregunta alguien durante el desayuno.

—Sí —contesta uno.

—Por ahí pasamos una docena de veces al día. Justo por esa esquina.

Alguien hace una broma sobre unos dientes desaparecidos y otro replica que no haga esa broma. Y todos tienen la sensación que caracteriza a la guerra. No he sido yo, ¿sabes? No he sido yo.

Los italianos muertos en la carretera de Guadalajara no eran uno mismo, aunque los muertos italianos, debido al lugar donde uno pasó la adolescencia, siempre parecían, aún, «nuestros muertos». No. Uno iba al frente temprano por la mañana en un miserable cochecito con un pequeño chofer, aún más miserable, que sufría visiblemente a medida que se acercaba al lugar del combate. Por la noche, sin embargo, a veces tarde y sin faros, mientras los camiones pasaban a toda velocidad, uno volvía a dormir en una cama con sábanas en un buen hotel, pagando un dólar diario por las mejores habitaciones de la fachada. Las habitaciones pequeñas de la parte posterior, en el lado opuesto al del bombardeo, eran considerablemente más caras. Después de la granada que cayó en la acera enfrente del hotel, uno consiguió una bonita habitación de esquina en aquel lado, de tamaño doble que la anterior, por menos de un dólar. No era a mí a quien habían matado. ¿Lo ven? No, no he sido yo. No me han matado.

Después, en un hospital donado por los Amigos Americanos de la Democracia Española, situado detrás del frente de Morata, en la carretera de Valencia, dijeron:

—Raven quiere verle.

—¿Le conozco?

—No creo —contestaron—, pero él quiere verle.

—¿Dónde está?

—En el piso de arriba.

En el piso de arriba hacían una transfusión a un hombre de cara muy gris que yacía en una camilla con el brazo extendido, mirando al otro lado de la botella gorgoteante y gimiendo de un modo muy impersonal. Gemía mecánicamente y a intervalos regulares y no parecía ser él quien producía el sonido. Sus labios no se movían.

—¿Dónde está Raven? —pregunté.

—Estoy aquí —dijo Raven.

La voz procedía de un alto montículo cubierto por una burda manta gris. Había dos brazos cruzados encima del montículo y en un extremo se veía algo que había sido una cara pero que ahora era una zona de costras amarillas con una ancha venda donde habían estado los ojos.

—¿Quién es? —preguntó Raven.

No tenía labios pero hablaba bastante bien sin ellos y con una voz agradable.

—Hemingway —dije—. He venido a ver cómo se encuentra.

—La cara quedó bastante mal — respondió—. Se quemó a causa de la granada, pero se ha pelado dos veces y ahora va bien.

—Tiene un aspecto estupendo —dije —. Va muy bien. —No la miré mientras hablaba.

—¿Cómo están las cosas en América? —preguntó—. ¿Qué piensan de nosotros por allí?

—La opinión ha cambiado mucho —contesté—. Están empezando a darse cuenta de que el gobierno va a ganar la guerra.

—¿Usted cree?

—Claro —aseguré.

—Me alegro muchísimo —dijo—. Sepa que no me importaría nada de todo esto si pudiera solo observar lo que ocurre. No me importa el dolor, ¿sabe? Nunca me pareció realmente importante. Pero siempre me interesaron mucho las cosas y de verdad que no me importaría nada el dolor si pudiera seguir las cosas de un modo inteligente. Podría incluso ser de alguna utilidad. Sepa que la guerra no me importaba nada. Me fue muy bien. Me hirieron una vez antes y volví a incorporarme al batallón a las dos semanas. No podía soportar estar lejos. Y entonces me pasó esto.

Había puesto su mano en la mía. No era la mano de un trabajador. No tenía callos y las uñas de los dedos largos y anchos eran suaves y redondeadas.

—¿Cómo le pasó? —pregunté.

—Bueno, había unas tropas desmoralizadas y fuimos a tratar de animarlas y lo logramos y entonces tuvimos un combate enconado con los fascistas y los vencimos. Fue una lucha difícil, sabe, pero los derrotamos y entonces alguien me lanzó esta granada.

Con su mano en la mía y oyendo cómo lo contaba, no creí una palabra. En cierto modo, lo que quedaba de él no parecía ser los restos de un soldado. Yo ignoraba cómo le habían herido, pero la historia no me sonaba verdadera. Era como todo el mundo quisiera haber caído herido. Pero quería que él pensara que me lo creía.

—¿De dónde vino usted?

—De Pittsburgh. Allí fui a la universidad.

—¿Qué hacía antes de alistarse para venir aquí?

—Era asistente social —contestó.

Entonces supe que no podía ser cierto y me pregunté cómo le habrían herido de un modo tan horrible, pero sin importarme. En la guerra que había conocido los hombres solían mentir sobre cómo habían sido heridos. No al principio, sino más tarde. Yo también mentí un poco en mí tiempo. Especialmente al anochecer. Pero me alegró que él pensara que me lo creía y hablamos de libros, quería ser escritor, y yo le conté lo sucedido al norte de Guadalajara y le prometí llevarle algunas cosas de Madrid la próxima vez que pasáramos por aquel lugar. Tal vez podría conseguirle una radio.

—Me han dicho que Dos Passos y Sinclair también van a venir —dijo.

—Sí —contesté—, y cuando vengan, los traeré a visitarle.

—Caramba, esto sería magnífico — exclamó—. No sabe lo mucho que significaría para mí.

—Los traeré —dije.

—¿Vendrán pronto?

—Los traeré en cuanto lleguen.

—Adiós, Ernest —dijo—. No te importa que te llame Ernest, ¿verdad?

La voz salía muy clara y suave de aquel rostro parecido a una colina donde se hubiera luchado en tiempo lluvioso y que luego se hubiera cocido al sol.

—Diablos, no —exclamé—. Por favor. Escucha, veterano, te pondrás bien. Y, sabes, servirás de mucho. Puedes hablar por radio.

—Es posible —dijo—. ¿Volverás?

—Claro. Seguro que sí.

—Adiós, Ernest —repitió.

—Adiós —dije.

Abajo me dijeron que había perdido los dos ojos además de la cara y que también estaba malherido en las piernas y los pies.

—También ha perdido dedos de los pies —añadió el médico—, pero no lo sabe.

—Me pregunto si lo sabrá alguna vez.

 —Oh, claro que sí —dijo el médico —. Se recuperará.

Y uno sigue sin caer herido, pero ahora se trata de un compatriota. Un compatriota de Pennsylvania, donde una vez luchamos en Gettysburg.

Después, caminando por la carretera, con el brazo izquierdo en una tablilla en forma de aeroplano, andando al paso de gallo de pelea del soldado profesional británico que no podían destruir diez años de militancia en un partido ni las alas de metal de la tablilla, conocí al comandante de Raven, Jock Cunningham, que tenía tres heridas frescas de rifle en la parte superior del brazo izquierdo (las miré, una estaba infectada) y otra bala de rifle bajo el omóplato, que le había entrado por el lado izquierdo del pecho y le había subido hasta alojarse allí. Me contó en términos militares la historia del intento de reagrupar tropas en retirada en el flanco derecho de su batallón, del bombardeo de una trinchera ocupada por los fascistas en uno de sus extremos y por las tropas del gobierno en el otro, de la toma de esta trinchera y, con seis hombres y una metralleta, la separación de sus propias líneas de un grupo de unos ochenta fascistas y de la desesperada defensa final de su imposible posición por parte de seis hombres, hasta que las tropas del gobierno subieron y, atacando, volvieron a enderezar la línea. Lo contó de forma clara y convincente y con un pronunciado acento de Glasgow. Tenía ojos profundos y penetrantes, protegidos como los de una águila, y al oírle hablar, uno adivinaba qué clase de soldado era. Por lo que había hecho habría obtenido una VC en la última guerra. En esta guerra no hay condecoraciones. Las heridas son las únicas condecoraciones y no se conceden galones por las heridas.

—Raven estuvo en el mismo espectáculo —dijo—. Ignoraba que le hubiesen herido. ¡Ah, es un buen hombre! Le hirieron después que a mí. Los fascistas a quienes habíamos cortado eran tropas muy buenas. Nunca desperdiciaban una bala cuando estábamos en una mala posición. Esperaban en la oscuridad hasta localizarnos y entonces disparaban una descarga cerrada. Así fue cómo recibí cuatro balas en el mismo lugar.

Hablamos un rato y me contó muchas cosas. Todas eran importantes pero nada tan importante como que todo cuanto me había dicho el asistente social Jay Raven de Pittsburgh sin entrenamiento militar era cierto. Esta es una nueva y extraña clase de guerra en la que se aprende justo lo que uno es capaz de creer.


Ernest Hemingway
Despachos de la Guerra civil española (1937-1938)









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