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2390. Discurso de Manuel Azaña en el primer aniversario del golpe de Estado contra la República

Una fecha memorable

El gobierno ha creído conveniente que en el día de hoy me dirija al pueblo diciéndole algunas palabras correspondientes a las circunstancias del día, por la consideración de que el Presidente de la República representa y denota una continuidad que está por encima de las mudanzas de los gobiernos y de los vaivenes de la política. Lo hago con placer. Como siempre. Aunque no dejan de estar presentes en mi ánimo, y en cierto modo lo sobrecogen, la gravedad de las circunstancias y lo imponente de los recuerdos.


Verdades irrefutables

Es preciso darse cuenta de que, en cierto modo, se vive un poco esclavo del calendario y así, en la rotación de los días, cuando reaparece una fecha memorable que, a nuestro juicio, señala una gran divisoria en el tiempo, el espíritu se siente candorosamente inclinado a pensar que esa reaparición y esa memoria marcan la clausura de un ciclo y el comienzo de otro nuevo. Vosotros sabéis de sobra que eso no es así, y en las circunstancias de este día, menos que nunca. Porque no hay unas reflexiones que sean específicamente propias del dieciséis de julio del año treinta y siete, sino que han sido valederas para todos los días del año que empecemos a contar desde hoy, como lo serán para todos los días de todos los años por venir. Porque nosotros, es decir, los que asumimos la representación de la República Española, cada uno en su sitio, y los que con su sangre y su esfuerzo la sostienen y la defienden, hemos formulado desde el primer día un cierto número de verdades irrefutables, porque son las verdades de nuestro derecho, de nuestra justicia, de la razón que nos asiste y, como nuestro derecho, inamovibles. Podrán oponérsele y se le oponen, la fuerza y la violencia armada, que pretenden destruir a los que mantienen esa verdad y ese derecho; podrá oponérsele y se le opone el desdén que los desoye; pero eso no importa. Podrá la fortuna jugar sus juegos caprichosos, podrán los hombres fracasar o acertar en sus planes de acción; podrán los Gobiernos enredarse en triquiñuelas despavoridas; podrá haber guerra o podrá no haber guerra; podrán los pueblos dejarse arrastrar de nuevo a una quimera sanguinaria; se consolidará la paz, la Sociedad de Naciones saldrá de su letargo y despertará a un celo vigilante o continuará como hasta hoy. No sé. En cualquiera de esas eventualidades, siempre quedará adquirido un código de verdades absolutas, grabadas por modo indeleble, y con las cuales la República comparecerá ante la Historia como hoy comparece, tranquila y segura con su derecho, ante el juicio del Mundo. 


La convivencia internacional se funda en el respeto al derecho

No es poco esto. Para mí es todo. No es poco, porque la posesión de la verdad, que nos autorizó a empuñar las armas, nos prohibe hoy soltarlas. Esa verdad sobre el espíritu español, obra milagros, porque al español, cuando un rayo de la verdad perdurable atraviesa su espíritu, se le hace pequeño el mundo y no hay sacrificio que pueda rendirlo, ni contrariedad temporal que agote su capacidad de sufrimiento. Además, es importante el caso para los otros pueblos y para los grupos que los dirigen, porque la convivencia internacional civilizada, se funda en el respeto al Derecho, y hay, no sólo la obligación moral, sino la obligación legal pactada de reconocerlo y proclamarlo allí donde esté y de ajustar la conducta a ese reconocimiento y a esa proclamación. Y, una de dos, o nuestras tesis, nuestras verdades no son tales verdades, son tesis falsas y habría que demostrarlo; o, si no lo son, si no son falsas, y nadie con autoridad ha podido refutarlas hasta el día, es necesario que con arreglo a esa verdad, procedan todos. Por no haberlo hecho así, lo que empezó siendo un conflicto de orden público interior de España, se ha convertido en un conflicto europeo; por no haberlo hecho así, nos encontramos hoy, o más exactamente se encuentran todos hoy, en un callejón de difícil, de casi imposible salida.


Rebelión contra el régimen republicano

Voy a repasar con vosotros cuáles son nuestras verdades. En el mes de julio del año treinta y seis, había en España un régimen político legítimo, reconocido por todas las potencias del mundo y en buena paz y amistad con todas ellas. Nadie lo habrá olvidado ni nadie lo podrá negar. Esta situación era, por parte del pueblo español, el ejercicio del derecho que nadie puede discutir de regirse libremente en su política, conforme a las voluntades de la mayoría del país; mayoría, como la experiencia probó mudable y cambiante, como es propio de la democracia en que queríamos vivir, y que son precisamente la garantía y el seguro del equilibrio político interior.

En tal situación, un día del mes de julio del año treinta y seis, estalla en España una rebelión. Un partido político, o varios grupos políticos disconformes con la política republicana y con la propia República (y hasta ahí estaban dentro de su derecho), resuelven derrocar la República y cambiar, por la fuerza, la política nacional, y tomando como arma, para realizar sus designios, a una gran parte del Ejército español (y ahí ya empieza el delito) se rebelan contra el régimen republicano.

Tal como aparecía el suceso en sus formas, en sus fines y en sus gentes, para el Estado español el hecho era una alteración gravísima del orden público, un problema formidable de paz interior; pero no era más.


Sin el auxilio de potencias extranjeras, la rebelión militar española habría fracasdo

Pasamos aquellos días críticos, que no se os habrán olvidado; días críticos porque no era seguro que el plan fácil de sorprender al Gobierno y de apoderarse, por sorpresa también, de todos los resortes del Estado, prosperase o no. Pasaron unos días críticos, y la rebelión, vencida en Madrid, vencida en Barcelona, abortada en Valencia y en otras regiones, vencida también en el Norte, estaba moral y casi materialmente derrotada. Si la rebelión, la perturbación gigantesca del orden público en España no hubiera tenido más que los elementos y las fuerzas y los fines que demostró, el primer día y en los días inmediatos, hace ya muchos meses, a las pocas semanas de su comienzo, que la rebelión se habría agotado.

A estas alturas, a esta distancia del origen, no creo que quedará una sola persona en el Mundo que conozca los asuntos de España, que pueda negar que sin el auxilio de las potencias extranjeras, la rebelión militar española habría fracasado.

Es por tanto, una verdad evidente que si en España la guerra dura un año, no es ya un movimiento de represión de una rebelión interior, sino un acto de guerra extranjera, una invasión. La guerra está mantenido pura y exclusivamente, no por los militares rebeldes, sino por las potencias extranjeras, que sostienen una invasión clandestina contra la República española.


España invadida por tres potencias: Portugal, Italia, Alemania

En el propio mes de julio y en agosto del año pasado, nos adelantamos a decir a la opinión española y a la opinión universal —lo hice yo y lo hizo el Gobierno— que la cuestión cambiaba rápidamente de aspecto, que estaban ya a la vista los síntomas, las demostraciones de que en España se preparaba una invasión extranjera. Tengo la impresión de que no fuimos creídos. Quizás se pensó que era un recurso de la propaganda y que nosotros nos proponíamos impresionar al Mundo para atraernos su simpatía delante de un conflicto interior al que no podíamos dar cabo. Los meses pasaron y hubo ya que rendirse a la evidencia. España estaba invadida por tres potencias: Portugal, Italia y Alemania.

Nuestro país, en el curso de poco más de dos siglos, ha sido invadido cuatro veces, los cuatro sin actos de provocación por parte del Gobierno español de cada época. Una vez, bajo las apariencias de litigios dinásticos entre familias de Europa, para disputarse en nuestro suelo los despojos del Imperio español en decadencia; otra vez, tomando por prenda la independencia de España y por seguro su posición geográfica, para convertir el suelo español en un campo de batalla donde se ventilaban la rivalidad del imprialismo continental de Bonaparte y el imperio naciente inglés; otra vez, en una apariencia y simulacro de guerra para imponer al pueblo español, por acuerdo de congresos extranjeros, un régimen político que el país no había votado (la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis, ahijados de Fernando VII, tuvo ese carácter) y la cuarta vez, es la invasión comenzada en mil novecientos treinta y seis y que no ha finalizado todavía.


¿Hay motivos para la invasión?

¿Cuáles son los motivos de esta invasión que estamos padeciendo? ¿Por qué esta guerra clandestina? ¿Agravios de España a las potencias que la invaden? Yo no los conozco. La República, y aún más que la República, España, antes de ser republicana, ha vivido en paz y en buena amistad con el Imperio alemán. Por haber sido neutrales en la Guerra, ni siquiera España tuvo que acudir a firmar el Tratado de Versalles, de donde dimanan tantos rencores en Europa, ni hemos tenido nada que ver con la política desarrollada a los márgenes del Rhin. Únicamente hemos asistido con asombro y con dolor al derrumbamiento de la República alemana. Con Italia hace siglos que no tenemos el menor motivo ni ocasión de disputa, y cuando el año treinta y cinco, un Gobierno español, precisamente de las derechas, secundando la política de la Sociedad de Naciones, puso a España en el surco que abría la escuadra inglesa entrando en el Mediterráneo, a la cabeza de cincuenta y dos naciones, para tratar de imponer respeto al derecho, España no hizo más que adherirse a la política obligatoria y pactada de la Sociedad de Naciones, sin que hubiese en nuestra actitud ninguna diferencia con la de los demás pueblos, ni un agravio al pueblo italiano.


Vienen por nuestras riquezas y para tomar posiciones contra otras potencias occidentales

¿Cuáles son, pues, los motivos de la invasión? ¿Rivalidades y competencias en el Mundo? España no las tiene y ni siquiera en el Mediterráneo, contra lo que impone la Naturaleza y lo que reclama nuestro interés; ni siquiera en el Mediterráneo, España venía haciendo el papel que por ambos motivos le corresponde. ¿Cuál es, pues, el motivo de esta invasión triple? Ya el año pasado decíamos que no es por derrocar la República. No les importa mucho el régimen político interior de España, y aunque les importase, tampoco eso justificaría la invasión. No. Vienen a buscar las primeras materias, vienen a buscar los puertos, el Estrecho, las bases navales en el Atlántico y en el Mediterráneo. Y todo eso, ¿por qué? Para dar jaque a las potencias occidentales interesadas en mantener este equilibrio y en cuya órbita política internacional, precisamente España ha venido rodando durante muchos decenios. Para dar jaque lo mismo a la Potencia inglesa que a la francesa. Para esto es la invasión de España. Y una vez más, en nuestro suelo, se ventilan, se disputan intereses contrapuestos, más o menos justificables, en los cuales España, ni tiene nada que ver, ni ha provocado la cuestión.


A qué ha ido España a la Sociedad de Naciones

Delante de la invasión comprobada, demostrada, nunca provocada, ¿qué ha hecho la República? Nosotros nos hemos encontrado en el año treinta y seis con un Mundo organizado de manera distinta a como lo estaba en otras invasiones anteriores; nosotros nos hemos encontrado en el año treinta y seis con que en Europa y en el Mundo entero, a consecuencia de la Guerra Mundial y del terrible escarmiento de la Guerra mundial, se había esbozado un tipo de organización común. Y nos habían enseñado, y nosotros habíamos creído, que la Sociedad de Naciones era la expresión jurídica de un sistema de derechos y obligaciones, sobre los cuales se fundaban, desde ahora. Nosotros lo habíamos aprendido así cuando vimos nacer a nuestros ojos la Sociedad de Naciones y, puesto que lo creímos y firmamos, estamos en la Sociedad de Naciones. Y a la Sociedad de Naciones fué la República; pero no fué a pedir, ni tenía por qué, que la Sociedad de Naciones le resolviese al Gobierno español el problema interior, que es de su pura y estricta competencia y fácilmente dominable por él. A lo que fuimos a la Sociedad de Naciones es a que esta Asamblea de Derecho y Alcázar de la Paz y guardián de los derechos de los pueblos allí congregados, se enterase de que un Estado miembro de la Sociedad de Naciones, estaba invadirlo por otros Estados, alguno de los cuales por lo menos son también miembros de la Sociedad de Naciones. A eso fuimos a Ginebra: fuimos allí y hemos vuelto y volveremos a ir, porque no creíamos entonces y no creemos aún que para ser oídos en el templo de la Paz, sea menester entrar en él haciendo ruido de guerra; porque no hemos creído ni creemos aún que para que le hagan a uno derecho en la Asamblea del Derecho, que no puede abrir la boca más que invocando el derecho, porque a él le debe la existencia, sea preciso entrar amenazando con que uno se va a tomar a la fuerza su derecho si no se le reconoce; porque no creíamos ni creemos aún que la Sociedad de Naciones se haya convertido en una especie de Congreso de Viena de larga duración, manejado entre bastidores por dos o tres Potencias y en el cual los pequeños hacen el papel de comparsas; y hemos ido a la Sociedad de Naciones, porque hemos creído y seguimos creyendo que los pueblos de menor fuerza, los Estados de segundo orden —que además son la mayoría— tienen allí algo que hacer, que no consiste en contar las horas que les faltan para padecer ellos la misma suerte que está padeciendo España. Por eso hemos ido a la Sociedad de Naciones, porque creíamos esto; pero no se negará que nuestra fe es robusta. La Sociedad de Naciones cuando acudió por primera vez España con este problema, no estaba enterada ni sabía que España, estuviese invadida por otros Estados miembros de la Sociedad; no lo sabía ¿qué iba a hacer? A lo mejor la invasión era una invención de los rojos; no había nada que hacer como no fuese enterarse. Han pasado meses; el Gobierno español, los Gobiernos españoles, unos tras otros, han vuelto allí a hacer sentir su voz, y las Sociedad de Naciones ya se ha enterado, ya sabe que un Estado miembro de ella está invadido por ejércitos de otros Estados, se ha probado irrefutablemente, la Sociedad de Nacionaes después de hacer constar en una resolución solemne que en España hay tropas extranjeras que hacen la guerra al gobierno legítimo, ha acordado traspasar el asunro al Comité de No Intervención que funciona en Lobres. Nuestra fe es robusta delante de estas pruebas.


Qué es y para qué sirve el Comité de Londres. La única No Intervención que ha logrado es la de No Intervención de la Sociedad de Naciones

¿Y qué es ésto y para qué sirve el Comité de Londres? Voy a hacer delante de vosotros, si no os fatigo demasiado, un ligero resumen de su acción.

Siempre he tenido, desde el mismo día en que nació el Comité, algunas reservas personales respecto de sus fines verdaderos; reservas que, como lo indica la palabra, he guardado para mi sólo, y que todavía no creo oportuno publicar. Me atengo a lo oficial: el Comité de Londres se ha fundado para salvar la paz impidiendo que el conflicto español se extienda a toda Europa, y la manera de que el conflicto español no se extienda a toda Europa, es un compromio solemne, riguroso y eficaz de que todos los países que están presentes en el Comité de No Intervención no mandarán a España ni tropas, ni armas, ni técnicos, ni ningún elemento de guerra, ni favorecerán la guerra en modo alguno. En realidad, el Comité de Londres está fundado en una idea falsa y funciona bajo un equívoco; de ahí los resultados; idea falsa, porque en la tarea de salvaguardar la paz, que no puede consistir más que en hacer respetar el derecho, el Comité de Londres no puede sustituir ni reemplazar a la Sociedad de Naciones, porque no es emanación suya, no tiene sus poderes, no está ajustado, ni tiene por qué, a los principios que articula el Pacto, no aplica sus métodos, no tiene la autoridad que puede tener y tiene la Sociedad de Naciones. Funciona sobre un equívoco. Porque hay dos modos de intervención en un conflicto como el nuestro. Hay la intervención armada, belicosa, provocativa y rapaz de quien invade o de quien auxilia, y esta intervención siempre la Sociedad de Naciones la habría podido condenar y prohibir. Y hay otro modo de intervención: la intervención jurídica y pacificadora, a través de los instrumentos de la Sociedad de Naciones, de sus instrumentos jurídicos y de sus métodos de acción, la cual no sólo es lícita y permisible, sino obligatoria y necesaria, y este género de intervención pacificadora y jurídica solamente la Sociedad de Naciones la podía realizar. De suerte que el Comité de No Intervención de Londres, sucedáneo de la Sociedad de Naciones para el conflicto español, no la sustituye, no la reemplaza, pero la narcotiza, la suprime. Y habiendo sido fundado el Comité de Londres para que no intervenga nadie en el Conflicto español, la única no intervención que el Comité ha logrado ha sido la no intervención de la Sociedad de Naciones. 

Y quienes esperan del Comité de Londres resoluciones de principio, afirmaciones de carácter general, deducidas de principios jurídicos, yerran gravemente, porque el Comité de Londres, por su origen, por su composición y por su funcionamiento no está instalado en el terreno del Derecho internacional, en el terreno jurídico, sino en el terreno político y gubernamental. El Comité de Londres es un artilugio formado por delegados de Gobiernos que se vigilan, de Potencias que se temen, donde España no tiene voz, donde el conflicto español no es examinado a la luz del derecho y de la razón y de los Tratados internacionales, sino como una cuestión de hecho, y en cuanto sus consecuencias, pueden repercutir, mejor o peor, en los intereses de las cinco grandes Potencias europeas que juegan la gigantesca partida que todos conocemos. Esta es la realidad. 

Naturalmente, yo no dudo de que sea legítimo tomar precauciones contra una guerra posible. ¿Cómo se va a dudar? Tampoco quisiera dudar de la utilidad de esas precauciones; pero como el sistema es vicioso desde el origen, por partir de una idea falsa y funcionar sobre un equívoco, las consecuencias son lamentables. Veámoslas rápidamente. 


El Gobierno español privado del ejercicio de sus derechos legítimos

Funciona el Comité de Londres. Consecuencias, todas contrarias al derecho de la República española; primero, el Gobierno español se ve privado, en gran parte, del ejercicio de derechos que legítimamente le corresponden, en orden al comercio exterior; segundo, unos Gobiernos, esclavos de su palabra, cumplen rigurosamente, no sólo los compromisos adquiridos en Londres, sino incluso los compromisos que iban a adquirir; en tanto que otros, descaradamente, violan las convenciones y los pactos solemnemente adquiridos en el seno del Comité, a ciencia y paciencia de todos los demás; tercero, se pacta o se establece un plan de vigilancia, que llaman de control, del cual, benignamente, para que nadie se irrite, se excluyen los materiales de aviación; cuarto, se establece el plan de control y se dilata su comienzo, una semana y otra, un mes y otro para dar tiempo a que en los puertos españoles en poder de los rebeldes, se hagan los alijos de tropas, municiones y armamentos bastantes o que se juzgan bastantes, para derrocar al Gobierno y a la República; quinto, asentimiento a que empiece a funcionar el control naval, cuando se cree, razonablemente, que ya hay en España bastantes divisiones y bastantes aviones y bastantes carros de asalto, y todas las demás cosas que podían hacer falta para ganar la guerra los rebeldes. Sexto: Funciona el control naval, y a las pocas semanas se descubre con asombro que todos aquellos elementos de guerra  desembarcados tranqulilamente antes de que él control funcionara, no son bastantes para derrotarnos y que, además, ¡qué prodigio!, el control, contra lo que se esperaba, no nos asfixia. E inmediatamente, después de adquirido este convencimiento, fundado en una experiencia terrible, surgen los incidentes en el Mediterráneo, que no tienen otro propósito ni objetivo que echar abajo el plan del control naval. 


El bárbaro bombardeo de Almeria, impune

Se echa abajo el control naval, mediante el escándalo bárbaro del bombardeo de Almería, que ha quedado impune, salvo la condenación que haya fulminado sobre él la conciencia del mundo justiciero y libre que nos contempla. Pero ya sabe también el mundo que cualquier escuadra puede arrasar una ciudad costera sin que le pase nada. Experiencia vivida que no dejará de tener consecuencias. Se echa abajo el control naval en cuanto se percibe claramente que sus efectos no bastan a derrotarnos; y, antes dos posiciones, al parecer irreductibles, tomadas en el terreno diplomático en que se mueve el Comité de Londres, surge un proyecto de compromiso. Nosotros, con nuestra mente meridional, o como en otros tiempos se decía abusivamente latina, para expresar una mente formada en el culto de la lógica, con un pudor del entendimiento que no le permite admitir que dos y dos son dieciséis; nosotros, así formados intelectualmente, pensamos que las transacciones, los compromisos, son posibles, son incluso, a veces, recomendaciones de la prudencia y el buen sentido, entre derechos iguales pero que están en conflicto, o entre intereses legítimos que están en desacuerdo y que hay que poner de acuerdo. Pero compromiso y transaciones entre el derecho y la fuerza que lo viola, entre el agresor y el agredido, no son posible, son materialmente imposibles. Y, una de dos: o el derecho queda violado o desahuciada la fuerza. No hay transacción. 


El proyecto de beligerancia. Desde que empezo la guerra no se ha realziado un acto de intervención en favor de los rebeldes más descarado que esa propuesta

En efecto, no la hay. En el proyectoi sometido ahora al Comité de Londres, no hay tal compromiso, ni tal transacción. Lo que pasa es que el derecho es pisoteado y la fuerza, en cierto modo, satisfecha. Este es el compromiso. Porque, a la larga de muchas consideraciones y de muchos paliativos, lo que se propone en el compromiso es el reconocimiento de beligerantes al Gobierno español —¡muchas gracias!—y a los rebeldes. Y yo afirmo que, desde que empezó la guerra, no se ha realizado un acto de intervención en favor de los rebeldes más descarado que esa propuesta de reconocimiento de beligerancia el cual no es sólo una torsión al derecho, sino en el orden político y militar, el más poderoso auxilio que los rebeldes podían pedir. Y resulta, en virtud del funcionamiento del Comité, que veintitantos o treinta Estados, la mayoría de los cuales —es decir, sus Gobiernos—; no habían pensado en otorgar a los rebeldes la beligerancia, ni habían hecho especial estudio ni aprecio de esta cuestión, ahora se sienten dulcemente invitados, suavemente compelidos a hacer el reconocimiento en común, como si siendo muchos, el hecho del reconocimiento pareciese más justo o quedara disimulada la terrible agresión que supone contra la razón y el derecho de la República de España. Y este Comité, instituido para que nadie intervenga en España, lo que hace es provocar y cohonestar la intervención de treinta Estados en favor de los rebeldes. Y cuando aquí no debía intervenir nadie, el Comité es el que arrastra a la intervención más descarada y decisiva que hasta ahora se había producido en la guerra de España. Este es el funcionamiento del Comité de Londres y por eso tenia yo desde el comienzo tantas reservas acerca de su verdadera finalidad. Porque ved la operación, que está bien clara. Primero se sustrae al conocimiento y jurisdicción de la Sociedad de Naciones el conflicto español, única entidad que en el terreno del derecho podía intervenir en él, y una vez que se le ha sustraído a la Sociedad de Naciones el conflicto español se le ha colocado en el terreno resbaladizo de la diplomacia y de los intereses gubernamentales y políticos, el Comité de Londres, que liabía sido creado para no intervenir y que no debía intervenir, interviene totalmente. El juego está claro. Yo creo que, sin agravio para nadie y sin poner en duda la buena fe de la casi totalidad de los miembros del Comité de Londres, está permitido decir que en Londres, en este asunto, se ha abusado del empirismo, lo cual choca mucho a nuestra contextura mental. Y resultado es que lesionando los derechos, tampoco se ponen a salvo los intereses.

En los acuerdos que ha tomado en el pasado, o que pueda tomar en el porvenir el Comité de No Intervención, los hay de dos órdenes; unos que se refieren exclusivamente, a las potencias signatarias del compromiso, o sea las disposiciones y garantías que mutuamente se dan para estar tranquilas respecto de la formalidad de cada cual en el cumplimiento de sus obliigaeiones, de sus obligaciones pactadas, y como España no ha intervenido para nada en el Comité, ni ha pactado nada, un cierto número de acuerdos de esta especie no afecta ni a las actividades ni al derecho, ni a la posición del Gobierno español. Hay otra serie de acuerdos del Comité de Londres que recae de manera directa o indirecta sobre la posición, el derecho a la actividad del Gobierno. Y uno de éstos es cabalmente el propósito de reconocer la beligerancia de los rebeldes, conjugada, cosa extraña, con el proyecto de excluir de la contienda en España a todos los extranjeros. Sobre esto habría que explicarse. Cuando el Comité de Londres estudia o propone que se vayan del territorio español todos los combatientes que no son nacionales españoles, ahí está en su misión, porque si el Comité ha sido creado para impedir que otros pueblos intervengan en España, es natural que su acción se extienda a corregir los resultados de esa intervención, si ya se ha producido. 


Qué significa la retirada de extranjeros

Y si el Comité está para que no desembarquen en España más italianos, ni más alemanes, y para que no crucen la frontera más portugueses, ha de estar también para que la vuelvan a repasar o a reembarcarse los que la cruzaron o desembarcaron. Ahí está en su terreno. Pero es preciso saber qué se quiere decir cuando se habla de la retirada de extranjeros. Se ha adoptado la denominación de "voluntarios". Pasemos por la palabra, pero todo el mundo sabe que no se trata de eso. Para nosotros son extranjeros en España, en relación con el problema de que hablo, todos cuantos en el mes de julio del año 36 no eran ciudadanos españoles. La expresión no puede ser más justa. Quien en julio del 36 no era ciudadano español queda incluido en este reembarque o repatriación de extranjeros. Ahora bien; en el proyecto de compromiso que está en estudio en el Comité de Londres —si yo no lo he leído mal, o si no lo he entendido peor—, no es esto lo que se propone, porque en este proyecto de compromiso, se habla de que serán retirados de la guerra española todos los que sean subditos de una potencia firmante del compromiso de no intervención. Bien está, pero no basta; no basta por una razón que ya estáis formulando, y es que el Sultán de Marruecos no ha firmado el pacto de no intervención, y los subditos del Sultán de Marruecos, lo mismo los que habitan en la Zona francesa, que los que habitan en la zona española, en España son extranjeros. Y esos son también incluíbles y deben ser incluidos en el proyecto de repatriación, o de reembarque de extranjeros. Y, si no se quiere, será menester que las potencias europeas que ejercen protectorados, en África o fuera de África, empiecen por decir, solemne y oficialmente, que los nativos de las tierras sometidas a su protectorado son ciudadanos del Estado protector. Una vez que las potencias europeas que tienen protectorados digan esto de una manera solemne y oficial, con todas sus consecuencias, entonces yo estoy dispuesto a pasar por que los marroquíes de la Zona española tampoco son extranjeros en España; pero mientras tanto, no.

Lo que no se puede admitir es que este proyecto de reembarque o de repatriación de extranjeros se conjugue con el reconocimiento de la beligerancia. El Gobierno español haría un sacrificio, y hará un sacrificio, disminuyendo su poder combativo, permitiendo que se equipare la suerte de los que verdaderamente han venido a luchar por la bandera de la República española voluntariamente, con la de los que han venido al otro lado enviados por sus Gobiernos. Los nuestros sí son voluntarios porque nadie les ha llamado ni nadie les ha impelido a venir a combatir a nuestro lado más que sus propios sentimientos políticos. Los del otro lado no son así. Y el Gobierno español, sin embargo, estaría dispuesto a pasar por este sacrificio, siempre que en la repatriación o reembarque, como se quiera llamar, en la retirada de extranjeros, se proceda con rigor, con imparcialidad y con veracidad en todas partes; pero una nueva farsa y una nueva comedia, una nueva ficción como la de control, en torno al reembarque de los extranjeros, nosotros no la podemos admitir ni tolerar. 


La República española quiere Paz

El lema del Comité de Londres es "conservar la paz". ¡Gran lema es conservar la paz! Nosotros también lo adoptamos. Pero es menester, en primer término, saber apreciar en su justo valor, los peligros que amenazan a la paz y cuál es su verdadera eficacia y su verdadero valor. No vaya a resultar que, entre peligros ciertos, se mezclen fantasmas o espantajos que simulen un peligro para la paz que no exista, y, sin embargo, sirvan para dar paso y exculpación a una política turbia. Y, además, se ha de hacer constar también que la República y todos los Gobiernos de la República quieren la paz, no sólo en España, sino en toda Europa. Es una estupidez afirmar y creer, o una picardía decirlo sin creerlo, que en la República española, ni el Presidente, ni los Gobiernos, ni el Parlamento, ni los partidos, ni nadie, tiene el menor propósito ni el menor interés en que el conflicto bélico español se extienda a toda Europa. Esto es una patraña o una estupidez.

Nunca nadie en nuestro país ni en nuestro campo ha podido tener semejante pensamiento. En primer lugar, por principios y por humanidad, y en segundo lugar, por interés nacional, porque yo vuelvo a repetir que la generalización del conflicto bélico a toda Europa, sumergeria a la causa nacional española en un conflicto de mucha más amplitud y vastedad y entonces, la solución de nuestro problema no estaría subordinada a los datos del derecho y de la historia política que acabamos de exponer, sino a los datos generales del conflicto europeo, y no estoy seguro de que nuestro interés no naufragase delante de otros intereses más fuertes que el nuestro. 

No. Guerra, no. Paz, sí. Pero estamos persuadidos de que el modo de consolidar la paz no puede ser más que el restablecimiento de los procedimientos jurídicos, y dejar un poco al margen los empirismos diplomáticos y los tratos o contratos obscuros entre Gobiernos, que no han servido, hasta ahora, sino para hacernos daño o para agravar la situación.


Un crímen político sin precedentes. La Fuerza Armada de la República y su decisión de imponer la victoria y la libertad de España.

Mientras tanto, la guerra en España sigue haciendo estragos. La guerra es un monstruo que parasitariamente se apodera de un cuerpo nacional, y, una vez que se instala, cuesta mucho trabajo despegarlo; y él, de por sí, no se va mientras no haya chupado hasta la última gota de sangre del cuerpo que tiene agarrotado. La guerra continúa estragando a nuestro país; pero hay algo peor que la guerra, y es el escándalo moral que se está dando con la guerra clandestina que otros pueblos hacen al pueblo español a ciencia y paciencia de todo el mundo; crimen al que cuesta trabajo encontrar parecido, porque desde el reparto de Polonia en el Siglo XVIII no se había cometido en Europa un crimen político comparable al crimen que se está cometiendo con España. No se había cometido otro mayor. Y nadie quiere hacerse cargo de ello. Nadie, oficialmente. Pero yo tengo la persuasión, la prueba de que el esplendor y la justicia de nuestra causa se abra camino a través del mundo. Y no me refiero sólo —que ya sería mucho— a las amistades que en Europa y en América poseemos y a las que permanecemos fieles y agradecidos. No, no sólo a eso, sino a toda la opinión libre del Mundo, que sin compromisos de ninguna especie y dejándose mover por impulsos de sentimiento personal y por el deber de su conciencia, ha acabado por enterarse de cuál es la verdadera situación de España y dónde está la razón y dónde está el delito. Esto es mucho, mucho; pero aún hay otra cosa mejor, que basta para compensarnos de la incomprensión extranjera, o de las añagazas que los intereses en discordia pueden tender en nuestro camino. La mejor es la fuerza armada de la República y su decisión de imponer la victoria y la libertad en España.

¿Qué decíamos? ¿Sociedad de Naciones? ¿Comité de Londres? ¿Tratos diplomáticos? ¿Amistados preciosas? ¿Propaganda? Muy bien: todo eso es admirable, pero el Ejército de la República vale más. ¡El Ejército de la República!

Al cabo de un año y a través de tantas amarguras, tantas injusticias y tantos fracasos, una cosa es cierta: que el pueblo español y los Gobiernos de la República, todos los Gobiernos de la República y sus auxiliares, han conseguido este milagro: han puesto en pie un verdadero Ejército. Es preciso darse cuenta de lo que significa esta obra para admirar toda su grandeza. Porqaue el 16 de julio de 1936, nosotros -es decir, el Estado español- se vió de pronto privado de sus medios de acción y asaltado por ellos, que era peor que la privación. Y ha tenido que emprender la defensa contra el régimen interior y el enemigo exterior, partiendo de que no teníamos ni mandos, ni armas, ni disciplina, y de este caos en un años, en menos de un año, ha salido un Ejércto formidable, enorme por su número, bien dotado y armado, disciplinado y bien mandado, poseido de una moral heróoica y que acaba de demostrar que sabe medirse con el enemigo y derrotarle. Éste es el milagro español.


El pueblo español. Más de medio millón de españoles con bayonetas, en las trincheras, que se se dejaran pasar por encima

Nuestro pueblo es un pueblo generalmente desconocido de todos y particularmente de nosotros mismos. ¡Pueblo mal conocido! ¡Es verdad! ¡Pueblo terrible...! El pueblo español es un pueblo terrible principalmente para sí mismo, porque es el único pueblo de Europa capaz de clavar en su cuerpo su propio aguijón; pero también es un pueblo terrible para los demás. A mí me da lo mismo que me hablen de planes de guerra, de planes políticos, de actas diplomáticas; me es igual. Yo sé que hay más de medio millón de españoles con bayonetas en las trincheras, que no se dejarán pasar por encima. Eso basta. En este día, pues, a estos combatientes a estos soldados de la República, a estos soldados de España, vayan nuestra admiración, nuestra gratitud, y la seguridad de que la Patria los tiene por sus hijos predilectos. Ellos son los encargados de mantener la República hoy en la guerra, de hacer patente el derecho de la República —el mundo es asi— y el día que nuestro Ejército gane dos o tres batallas, veremos cómo entonces el derecho de la República española brilla como el sol de Madrid. 

Nos han puesto en el trance de abandonar las vías políticas pacíficas que la República seguía, abriendo a España un camino de libertad y de libre juego de opiniones presentándonos ante el mundo pacíficos, y amigos de nuestros amigos. Nos han puesto en el trance de abandonar eso y de apelar a la fuerza. ¿Fuerza? Pues... ¡toda la de España! Y no sólo eso. El milagro de haber creado un Ejército, que no consiste en escribir unos Decretos y hacer unas plantillas y unas jerarquías, ni tampoco en salir a las plazas a hacer la instrucción, ni en comprar unos fusiles y municiones —todo eso es necesario, pero eso no es hacer Ejército—; el milagro de hacer Ejército es infundirle moral, infundirle un espíritu de abnegación tranquila, sin aspavientos ni demostraciones de heroísmo, pero capaz de llegar a la dejación voluntaria de su vida y de todos sus intereses en las trincheras, en un sacrificio anónimo, que nadie va a conocer personalmente. Este milagro va a obrar no solo en la guerra y durante la guerra, sino en la paz. Por de pronto, la creación del tipo moral del defensor de la República, con su disciplina, su concepto del deber, su descubrimiento terrible de que la vida es una cosa muy seria, de que no se puede fiar nada a la improvisación, que la vanidad es mala consejera y que no se logra nada con algarabías, ni gritos, sino con esfuerzo silencioso, unas veces muscular y otras mental, y siempre en tensión moral; esa creación y ese descubrimiento que acaba de hacer el pueblo español, sellándolo con su propia sangre, no va a ser solo operante en las trincheras, durante la guerra, será repito, en la paz. Si ahora, en las trincheras, durante la guerra, lo está siendo, también deberá serlo en la retaguardia. La unidad moral del Ejército combatiente por la República, debe trascender e imponerse en la retaguardia, donde también hay mucha gente que trabaja y se esfuerza por la República: pero no exageraré nada si digo que todavía quedan demasiadas ranas parlantes en los charcos de la retaguardia, y yo concibo que más útil que suprimir a las ranas es suprimir los charcos, con lo que las ranas no tendrán dónde vivir. Pero esto le incumbe a los Gobiernos. 


La unidad moral del Ejército y su ejemplo para la retagurdia.

Ejemplo moral para la retaguardia también la actitud espiritual de los combatientes, que saben, primero, lo que importa la decisión de la guerra en sí, como problema militar, y segundo, los efectos políticos de la guerra misma y de la victoria, y saben conjugar perfectamente una cosa y otra, lo que no saben todos en la retaguardia. Tengo no sólo el derecho, sino la obligación de decirlo; no todos los saben en la retaguardia, porque es frecuente el caso de prestar a la guerra una ayuda condicional o condicionada, o de interponer entre los fines militares y políticos de la guerra, otros fines secundarios que no tienen nada que ver ni con la guerra ni con sus consecuencias, o arrojarse a demostraciones de frivolidad o de vanidad que si quedase un adarme de sentido y de responsabilidad en algunas cabezas los haría sonrojarse de vergüenza. 


La gran virtud de los Ejércitos Populares

Todo esto debe desaparecer y corregirse; enormemente ha desaparecido y se ha corregido ya ante el ejemplo de los combatientes; pero no es sólo escuela para la guerra y para la retaguardia durante la guerra, la moral cívica creada en el Ejército de la República lo será para después de la guerra y durante la paz. No vayáis a creer que yo estoy pensando en una política fundada en las armas, ni en que vamos a militarizar el país. No. La gran virtud de los Ejércitos populares es que se enfebrecen y enardecen por ideales patrióticos que están defendiendo en las trincheras, y cuando este ideal ha vencido, dejan sus fusiles y cogen su herramienta o su libro y se vuelven al taller o al cuarto de trabajo, a ser los ciudadanos pacíficos que siempre fueron. Esta es la gran virtud de los Ejércitos populares. 

No se trata pues de eso: se trata de que los combatientes, que se cuentan por cientos de miles, y además, su ejemplo se extiende a la retaguardia, crean un estado moral, una figura moral, a la cual habrá que adaptarse y a la cual habrá que llegar después en la vida pública española. Naturalmente, yo no incurro en el candor, que era muy frecuente, por cierto durante la guerra europea, de creer que los días de la paz nos van a traer a una especie de Arcadia o de Paraíso, ni que se va a modificar la condición humana y que ya no va a haber necios, majaderos, alborotadores ni malhechores; habrá poco más o menos, los mismos que antes, salvo los que se hayan muerto; pero el tipo cívico, la talla moral del ciudadano sale agigantada y depurada de esta experiencia, por obra de los que se baten, y ese será el arquetipo al que habrá que ajustar la figura del ciudadano para el porvenir en España. Porque yo oigo hablar con mucha frecuencia de la reconstrucción de España, y es natural. Habrá que rehacer las ciudades y las fábricas y los caminos y reponer las máquinas; pero todo eso es política, todo es obra gubernamental y de los Ministerios o de los Sindicatos. No, de eso yo no tengo que hablar. Hay otros aspecto de la reconstrucción de España en el que yo tengo que ver; la reconstrucción de España sobre el plano espiritual y moral del país, más importante que el otro porque sin él el otro tampoco se lograría. 


Yo me opondré a que nuestro país, el día de la Paz, pueda entrar por las vías del odio y de la venganza

Y en este espíritu de abnegación, de seriedad, de generosidad, que sólo se adquiere cuando uno generosamente empieza por abandonar su vida propia, no cuando se hace el tragaldabas impunemente, a resguardo de todos los peligros, sino cuando se sabe arrostrarlos todos, y habiéndolos arrostrado, se sabe ser generoso con los demás; este tipo de perfección moral y de elevación moral es el que importa señalar en la reconstrucción espiritual y moral de nuestro país, que en ese respecto, hoy está más en ruinas que sus ciudades. Todo lo que está pasando en España, si se miran ciertas raíces de tipo psicológicos y ciertos desarrollos en el plano moral de la opinión pública española, se debe en gran parte al odio y al miedo. El miedo a una revolución que no iba a existir y que no iba a pasar, les lanzó a un levantamiento, que ha provocado, precisamente, la conmoción que ellos querían impedir. El odio, el terrible odio político, mucho más fuerte que el odio teológico o hermano gemelo suyo, ha desencadenado sobre España esta política de exterminio que se propone acabar con el adversario para suprimir quebraderos de cabeza en los que pretenden gobernar. 

Y bien; debe afirmarse —yo la he afirmado siempre— que ninguna política se puede fundar en la decisión de exterminar al adversario, no sólo que ya es mucho porque moralmente es una abominación, sino porque, además, es materialmente irrealizable, y la sangre injustamente vertida por el odio con propósito de exterminio, esa sangre renace y retoña y fructifica en frutos de maldición, no sobre los que la derramaron desgraciadamente, sino sobre el propio país que la ha sorbido, en el colmo de su desventura. Eso yo no lo deseo. Yo me opondré con todo el peso de mi autoridad, y con todo el poder que yo tengo, moral o personal, donde quiera que esté, a que nuestro país, el día de la paz, pueda entrar nunca en un momento de enajenaeión, por las vías del odio y de la venganza sangrienta. Odio y miedo, causantes de la desventura de España, los peores consejeros que un hombre puede tomar para su vida personal, y sobre todo, en la vida pública. El miedo enloquece y lanza a las mayores extravagancias y a los más feos actos de abyección; el odio enfurece y no lleva más que al derramamiento de sangre. No. 


La Nación subsistirá y no en torno de una unidad dogmática social, política o religiosa.

La generosidad del español sabe distinguir entre un culpable y un perseguido, entre un culpable y un inducido o un extraviado. Esta distinción es capital, porque tenemos que habituarnos otra vez, unos y otros, a la idea, pero que es inexcusable de que los veinticuatro millones de españoles, por mucho que se maten los unos a los otros, siempre quedarán bastantes, los que fueren, y esos que queden, tienen necesidad y obligación de seguir viviendo juntos, para que la Nación no perezca. La Nación, en cuyo nombre nos batimos y por cuya regeneración moral y espiritual yo estoy abogando; la Nación no se constituye, como puede deducirse de ciertas doctrinas del campo rebelde, y sobre todo de ciertas terribles prácticas, doctrinas y prácticas que tienen antecedentes en la Historia española; no se constituye, digo, en torno de una unidad dogmática, sea dogmática religiosa o política o social o económica, o lo que fuere, para expulsar de su seno y de la convivencia nacional a todos los que no han perecido en la contienda en torno de ese dogma. No; esta manera de entender la unidad nacional en torno de una profesión dogmática sea la que fuere, no es de nuestra raza, no debe serlo. Eso sería una manera de entender la Nación que destruiría en su base el concepto de pueblo nómada, que no tiene hogar ni calienta ningún hogar. Sería un concepto de un pueblo fanático, que lo mismo puede venerar la cruz o la media luna, pero que arroja de sí a las tinieblas exteriores a todo el que no comparte su adoración.


Que el apellidon de español sea un honor difícil de alcanzar

No; cuando yo hablo de mi nación, que es la de todos vosotro, y de nuestra patria, que es España, cuyas seis letras sonoras restallan hoy en nuestra alma con un grito de guerra y mañana con una exclamación de júbilo y de paz; cuando yo hablo de nuestra nación y de España, que así se llama, estoy pensando en todo su ser en lo físico y en lo moral; en sus tierras, fértiles o áridas, en sus paisajes emocionantes o no, en sus mesetas y en sus jardines, y en sus huertos, y en sus diversas lenguas, y en sus tradiciones locales y personalidades. En todo eso, en todo eso pienso; pero todo eso junto, unido por la misma ilustre historia; todo eso junto constituye un ser moral, vivo, que se llama España, que es lo que existe y por lo que se lucha y en cuyo territorio transcurre la guerra, no en un territorio imaginario y fantástico, sacado de los diccionarios o de aplicaciones pedantescas, que no tienen nada que ver con la realidad de la vida española. Transcurre en nuestro territorio; y todos, todos, hablando cualquier lengua de las que se hablan en la Península, todos estamos dentro de este movimiento nacional. Y de lo que se trata aquí, con la victoria y la paz y el ensanchamiento de la República y el engrandecimiento de la sociedad española, es de poner tan alto el nombre de España, que cuando salgamos al Mundo, el apellido de español sea un honor difícil de alcanzar, porque entonces el español podrá salir de su tierra y sin cólera, pero con altivez, arrojarle a la cara a los demás su papeleta: "Ahí tenéis la Libertad y la Justicia que nosotros hemos conquistado para todos". 

Exalto de esta manera la idea nacional porque solo su sustancia sensible e histórica y su latido emocional humano es lo que da un contenido a todo esto que está pasando en nuestro país: que no nos batimos por abstracciones, ni como se dice por ahí fuera, estamos sosteniendo una guerra entre dos ideologías.

¿Qué es esto de una guerra entre dos ideologías? Yo no se cuál es la del adversario; pero nosotros nos batimos por que queremos seguir siendo españoles libres y respetados en todas partes. ¿Esto es una ideología peligrosa? ¿No tenemos a la vista los datos más elementales de la condición humana, traducidos al español? Pues por esto es por lo que nosotros nos batimos. 

Yo termino esperando que resuene en todas partes, aquí y fuera de aquí en el fondo de las trincheras y en los talleres, en el campo, en medio de la calle, el triple grito, la exclamación victoriosa que traducen los tres colores de nuestra bandera nacional: ¡Viva la Libertad! ¡Viva la República! ¡Viva España! 


Manuel Azaña
Paraninfo de la Universidad de Valencia, 18 de julio de 1937









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