La tarde del sábado 18 de julio cogí el autobús de Málaga para
hacer algunas compras. Estaba tan acostumbrado a ver caras tensas y sonrisas
heladas, llenas de aprensión, que en un principio no noté nada especial en el
ambiente. Después me di cuenta de que los policías en la plaza de la
Constitución parecían más nerviosos de lo normal. Estiraban el cuello para
mirar calle arriba y calle abajo, se manoseaban los cinturones y uno de ellos
estaba decididamente ojeroso. Lo achaqué a que llevaban muchos meses haciendo
horas extraordinarias y no dormían lo suficiente.
Después de comprar las cosas que necesitaba fui a una librería de
la calle Larios atendida por dos jóvenes muy serios e inmaculadamente vestidos.
No tenían el libro que yo quería, una nueva publicación sobre la reforma
agraria, así que cogí un ejemplar del diario local El Popular y empecé a
leerlo. Los titulares decían, «Rebelión militar en Marruecos. Ceuta y Melilla
capturadas por los facciosos» pero a continuación venían unas declaraciones
tranquilizadoras del primer ministro Casares Quiroga: «El Gobierno es dueño
absoluto de la situación. Nadie, absolutamente nadie en España, ha participado
en esa absurda conspiración».
Decidí tomar un café rápidamente, recoger unos pantalones que
estaban en el tinte y coger el trenecito para Churriana antes de que pasara
algo. Pero cuando iba aún camino del café oí la música de una banda y vi al
final de la calle un grupo de gente, hombres en su mayor parte, que avanzaban
por la Alameda. Más allá venía una compañía de soldados. Un oficial marchaba
delante de ellos mirando al frente, los hombres seguían con las armas al hombro
y a continuación venía una banda de música. Detrás la calle estaba abarrotada
de obreros, y otros avanzaban junto a los soldados hablando con ellos.
«¿Qué vais a hacer?», preguntaban.
«Vamos a la Aduana a proclamar la ley marcial por orden del
Gobierno».
«No, el Gobierno no ha ordenado eso».
«Bueno, ésas son nuestras órdenes».
Todos gritaban o hablaban muy excitados, así que como no deseaba
verme envuelto lo que fuera a suceder, decidí prescindir del café y volver a
casa inmediatamente. Parece ser que otras personas tuvieron la misma idea que
yo, porque las tiendas estaban echando los cierres, las mujeres y las personas
mejor vestidas se apresuraban y las calles laterales se iban quedando
desiertas. De repente, en lo alto de la calle Larios apareció un tropel de
hombres corriendo para reunirse con los que seguían a los soldados. Pero, ¡y
mis pantalones! Me hacían mucha falta, de manera que entré en el tinte que
estaba muy cerca, y me enteré de que no estarían listos hasta el día siguiente
por causa de una huelga.
Cuando salía oí unos disparos que venían de la Aduana y después el
tableteo de los fusiles ametralladores.
«Ay, Dios mío», exclamó la mujer de la tienda. «¿Qué es eso?».
«El levantamiento militar», contesté.
«Por Dios*, no me diga eso», dijo ella. «¡Qué criminales!» .
Aunque no venían balas hacia la calle donde estábamos, todo el
mundo había empezado a correr, unos pocos hacia donde sonaban los disparos pero
la mayoría en dirección opuesta. Abandoné la idea de llegar a la estación, que
hubiera significado cruzar la línea de fuego, y decidí coger el autobús. Tenía
la parada muy cerca del mercado y saldría al cabo de unos minutos.
Aumentaba el tiroteo. Además del metódico tableteo de los fusiles
ametralladores, se podía oír el seco ladrido de los rifles y de las pistolas.
La intensidad del ruido era sorprendente: se diría que estaba en marcha una
verdadera batalla. No parecía haber ninguna razón para dejarse ganar por el
pánico y no corrí como todo el mundo, aunque apreté el paso. Al torcer la
esquina antes de llegar al mercado vi desaparecer el autobús en lontananza. Un
hombre de edad, uno de los dos fontaneros de nuestro pueblo, llegó al mismo tiempo
que yo. Sacó un enorme reloj niquelado y lo miró.
«Ha salido siete minutos antes de la hora», exclamó. «Todo porque
se están oyendo unos tiros. ¡Vaya, qué cobardes!»
Tendremos que andar», dije. Y nos pusimos en camino.
Al llegar al puente al final de la Alameda descubrimos que las
balas pasaban zumbando entre las ramas de los árboles y rebotaban en el
parapeto de piedra. El autobús se había aventurado a cruzarlo. No nos sentimos
inclinados a correr ese riesgo de manera que dimos la vuelta para cruzar el río
por otro puente. Tuvimos que atravesar un barrio popular. Las calles estaban
llenas de hombres y mujeres que se afanaban como hormigas cuando se mete un
palo en un hormiguero. Unos cuantos corrían pistola en mano para unirse a la
lucha, mientras que los demás hablaban excitados. Llegamos a la carretera
general y conseguimos que un camión nos dejara en casa.
Cuando me desperté a la mañana siguiente lo primero que hice fue
escuchar. No se oía nada. Vi a Maria, nuestra criada, cogiendo unas rosas en el
jardín y salí a preguntarle qué noticias había.
«Dicen que los fascistas han sido derrotados contestó, «y que
ahora van a hacer la revolución».
Hablaba muy enfadada y casi sin mirarme, porque no le gustaba nada
el comunismo libertario ni, a decir verdad, cualquier otra cosa nueva.
«Puede verlo desde el mirador»», dijo. «La mitad de Málaga está
ardiendo».
Fui a mirar. Altas columnas de humo se alzaban desde varias partes
de la ciudad. La noche anterior vimos dos fuegos antes de irnos a la cama;
ahora parecía haber por lo menos veinte.
Desayunamos como de costumbre en el jardín debajo del níspero.
Antonio escardaba las patatas como si nada hubiera sucedido. Las cañas de
Indias, las dalias y las rosas brillaban con el sol de las primeras horas de la
mañana y las mariposas rojas y de color azufre revoloteaban perezosamente a su
alrededor. Parecía imposible creer que acababa de empezar una resolución
anarquista.
María salió con aire serio a retirar los platos del desayuno.
«Se pueden ver unas cosas estupendas en la calle», dijo.
«¿Qué es ello?».
Se quedó allí con los brazos cruzados y una sonrisa irónica en los
labios.
«Vaya a verlo usted mismo», dijo. «Quizá quiera unirse a ellos».
Entramos en la casa y miramos por una de las ventanas del piso
alto. Camiones y automóviles cruzaban a toda velocidad llenos hasta los topes
de obreros armados con fusiles, pistolas, cuchillos e incluso espadas. Iban
sentados sobre el techo, de pie sobre los guardabarros, colgando del cuello de los
conductores o asomando por las ventanillas; todos apuntando con sus armas hacia
la calle, de manera que los camiones estaban literalmente erizados de ellas.
Saludaban a los que pasaban con el brazo izquierdo doblado y el puño cerrado,
exclamando Salud* y seguían apuntando con sus armas hasta que se les devolvía
el saludo de la misma manera. En todos los camiones y coches ondeaban al viento
banderas rojas con letras pintadas sobre ellas: C.N.T., F.A.I., U.G.T., U.H.P.,
pero nunca P.C. Algunos iban a toda velocidad entre vítores poco entusiastas,
mientras otros casi se arrastraban.
«¿Qué están haciendo?», pregunté.
«Son patrullas armadas», dijo Rosario, «y buscan fascistas».
«Fusilan a todos los ricos», dijo María. «Tenga cuidado no le
fusilen a usted».
«Calla, mujer», dijo su hermana. «Don Geraldo no es un fascista.
Aquí la única fascista de verdad eres tú».
«Sí», dije yo. «Vamos a denunciarla».
Alonso el pintor, nos había seguido al piso de arriba.
«Estoy seguro», dijo, «si se trata de eso, que Don Geraldo es tan
buen comunista como cualquiera de nosotros».
«Claro que lo soy», dije. «Quiero que todo el mundo sea tan rico
como yo».
«Eso es verdadero comunismo», dijo Alonso. «Aquí, la mayoría de
los comunistas sólo quieren que todos sean tan pobres como ellos».
«Bien», exclamé, «¡la gran Revolución ha llegado al fin!».
«¡Qué revolución!», dijo despectivamente. «¿Qué se cree usted que
va a pasar? Nada».
Una pareja de jóvenes del comité* del pueblo, con unos mosquetes
antiquísimos, vino a hacer un registro en busca de armas. Fueron muy corteses.
Dije no poseer ninguna pero que no tenía inconveniente a que registrasen la
casa. Aunque evidentemente no me creyeron, puesto que cualquier persona en
España que podía comprar una pistola lo había hecho, fingieron lo contrario.
«Estas son las armas de don Geraldo», dijo Rosario, apareciendo
con una porra de endrino irlandés que yo llevaba cuando salía de patrulla
durante la primera guerra mundial. «Está a su servicio», dije.
La examinaron admirativamente.
«Caramba, con eso se puede matar fascistas», dijeron, «pero no se
la vamos a quitar».
«Por supuesto que no», dijo Rosario, que tenía un carácter algo
agitanado. «Lo necesitamos nosotros. Aunque no lo sepáis, don Geraldo es más
comunista libertario que vosotros».
Una gran nube de humo flotaba sobre Málaga. Con los prismáticos
pude distinguir treinta o cuarenta casas que estaban ardiendo. Me dijeron que
prendían fuego a todas las casas de los fascistas. Al anochecer el espectáculo
era impresionante y nos llegamos hasta la iglesia para verlo mejor. Un pequeño
grupo se había reunido allí, pero nadie parecía saber más que nosotros sobre lo
que estaba ocurriendo. Debido al fracaso de la sublevación militar en Málaga, se
daba por hecho que había sucedido lo mismo en todas partes. Pocos miembros de
la clase obrera veían más allá de su provincia.
El tiroteo continuaba con la misma intensidad en la dirección de
la Aduana. Una ametralladora disparaba en la calle Larios de cuando en cuando,
aunque estaba completamente vacía. Hacia el anochecer llegó un hombre con una
camisa roja y un brazo en cabestrillo con manchas de sangre. En la otra mano
llevaba una lata de gasolina. Arrojó algo del líquido sobre la puerta de una
tienda que estaba justo enfrente y luego echó una cerilla encendida. El fuego
prendió inmediatamente. Al ver que las llamas subían el hombre inició una
especie de danza jubilosa. Después dando tumbos y haciendo cabriolas, cruzó la
calle hacia ellas y echó el resto de la gasolina contra una librería —la misma
que yo había visitado unas horas antes— situada en la casa siguiente a la que
servía de asilo a Jan Woolley y a su hija, pero separada de ella por una
callecita muy estrecha. Luego desapareció.
Las dos casas se incendiaron rápidamente. El calor procedente de
la librería pronto se hizo muy intenso y el fuego se propagó al toldo del café
de abajo. Los soldados, transportados hasta allí desde el edificio de la
Aduana, tomaron posesión de la calle. Apostaron piquetes en las esquinas y los
oficiales paseaban arriba y abajo entre los fuegos como si nada estuviera
pasando. Las personas del apartamento en que se encontraba Mrs. Woolley
conocían a algunos y se asomaron a las ventanas para hablar con ellos. Para
entonces el fuego de las ametralladoras y los disparos de fusil habían cesado.
Pronto empezaron a desperdigarse los soldados y los oficiales terminaron
también por desaparecer.
Mientras tanto las llamas de la librería daban un calor casi
insoportable, el café de abajo se incendió y ellas comprendieron que si no se
marchaban arderían también. Con un martillo de partir carbón tiraron el tabique
que les separaba de la casa de al lado y siguieron empleando la misma técnica
para avanzar calle abajo. Casi ninguno de aquellos pisos lujosos estaba
ocupado, ya que los propietarios habían sido avisados con tiempo, y
probablemente estaban ya en Gibraltar. Pero en algunas de las casas la gente
había disparado desde los tejados y Jan Woolley tenía la impresión de que por
esa razón la familia del segundo piso se había negado a recibirlas.
El resto de aquella noche pasó tranquilamente, si se exceptúa el
crepitar de las llamas, tan fuertes que resultaba necesario gritar para
entenderse. El aire era tan sofocante que no cabía pensar en dormir. Al
amanecer hubo un momento aterrador. De las estrechas calles, a su izquierda,
que daban a la Plaza de la Constitución, fue saliendo una densa masa de
trabajadores, todos armados, llevando banderas rojas y avanzando con decisión.
Gritaban y cantaban al andar, pero el sonido que se alzaba de aquella masa
enfurecida no era un ruido humano, sino más bien el rítmico vibrar de una
dinamo.
Siguieron adelante en línea recta, llenando por completo la amplia
calle y después se detuvieron frente a una casa. Rompieron la puerta,
registraron las habitaciones rápidamente y después de echar gasolina sobre los
muebles la prendieron fuego. Lo que más llamó la atención de Jan Woolley fue la
forma tan metódica que tenían de trabajar. Las casas eran seleccionadas con cuidado
y a las personas que estaban dentro se las avisaba antes de iniciar el fuego.
Después llegó el coche de los bomberos y se quedó allí para evitar que las
llamas se extendieran a las casas vecinas. Las razones para la selección no
estaban del todo claras. Normalmente debía de tratarse de casas pertenecientes
a los peces gordos de la derecha, pero a veces parecía que incendiaban algunas
casas porque habían visto a gente disparando desde ellas. Jan distinguió con
claridad hombres que corrían por los tejados y disparaban sobre el apretado
gentío que llenaba la calle.
Para las ocho la multitud se había trasladado a otra zona de la
ciudad dejando que la calle se quemara sola. Jan y su hija decidieron salir y
escapar a toda prisa, mientras que sus anfitriones, que les habían tratado todo
el tiempo con gran amabilidad, prefirieron quedarse donde estaban. Les ayudaron
a descolgarse por una ventana a un callejón detrás de la casa. Su problema
inmediato era encontrar un hotel donde les dieran café y se les permitiera
descansar, pero Jan no conocía bien la ciudad y hablaba poco español. Se
tropezaron con un inglés, aparentemente uno de los comerciantes de la ciudad,
pero tenía mucha prisa y no se ofreció a escoltarlas hasta un sitio seguro. Un
obrero español las tomó bajo su protección y las condujo a un hotel junto a la
catedral. Allí se sintieron a salvo. Estaban haciendo café y les habían
asignado ya una habitación cuando llegó un grupo de incendiarios y ordenó que
evacuaran el hotel porque iban a prender fuego a una imprenta de los
conservadores en la casa de al lado y había peligro de que se extendiera al
hotel.
Decidieron entonces volver a Torremolinos si era posible. Otro
obrero se ofreció a protegerlas y trató de encontrarles un taxi, y, cuando esto
resultó imposible, de que las llevaran en el camión de una de las patrullas
armadas, pero todos iban hasta los topes. De manera que no quedaba otra
solución que andar. Como la carretera general parecía estar demasiado
concurrida, decidieron hacerlo por la playa. Pero sus aventuras no habían
terminado aún. Cuando pasaban junto a las chozas de los pescadores, se vieron
acosadas por unas mujeres que les pedían dinero y no se libraron de ellas hasta
haberles entregado todo lo que tenían. Después tuvieron que vadear el río, pero
al llegar al banco de arena en la otra orilla, lo encontraron ocupado por una
manada de toros negros. Esto significaba dar un rodeo tierra adentro hasta el
puente del ferrocarril, y a partir de ahí siguieron la vía que llevaba a
Torremolinos. En total, unas diez millas por terreno accidentado.
Avanzaba la tarde y si quería llegar a casa antes de que se
hiciera de noche tenía que salir inmediatamente. Crucé colinas bajas de tierra
roja plantadas de olivos. A mi izquierda las montañas estaban adornadas con
sombras profundas, como pliegues en una tela gruesa, mientras a mi derecha veía
el mar, liso y tranquilo como una losa de mármol y de un color cobalto tan
intenso que hacía pensar más en un raro y precioso objet de luxe que en un
elemento de la naturaleza. Me detuvo una patrulla de dos hombres armados con
fusiles, pero me dejaron pasar. Después vi una columna de humo que se alzaba
delante de mí. Al alcanzar la cumbre de la colina me di cuenta que procedía de
un cortijo muy grande, cuyo propietario, don Eugenio Gross, un hombre afable
pero de genio brusco, no gozaba de simpatías entre sus jornaleros.
Aquí radio Barcelona. Aquí radio Barcelona. Ha sido
restablablecido. El orden ha sido completamente restablecido. Los aviones del
pueblo de la España democrática acaban de salir para bombardear Zaragoza. Ha
sido restablecido el orden. Todos los que disparen desde los tejados de las
casas, todos los que tengan las persianas bajadas, todos los que no entreguen
sus armas o escondan a algún fascista serán juzgados sumarísimamente...»
La voz estridente del locutor barcelonés y sus breves frases
repetidas como conjuros daban una aterradora imagen de guerra y calamidades. En
la estación de Madrid había más calma. El locutor hablaba en un tono correcto,
sin apresuramientos, resultando casi tan tranquilizador y condescendiente como
los de la BBC. Pero las frecuentes interrupciones del programa, las
instrucciones para capturar a los que disparaban desde los tejados y la
inmediata refutación de todo lo que se decía en Lisboa o Burgos eran menos
alentadoras. Una vez a medianoche el presidente de la República, don Manuel
Azaña, habló. Pronunció un emotivo discurso, pidiendo firmeza y decisión para
enfrentarse con una rebelión injustificada de las fuerzas armadas y ofreciendo
la esperanza de libertad y justicia para todo el mundo, fueran cuales fuesen
sus simpatías u opiniones.
La única estación de los rebeldes que podíamos oír era Sevilla.
Aquí la atracción estelar era una asombrosa personalidad de la radio, el
general Queipo de Llano, que con su audacia y energía había ganado para los insurgentes
una ciudad clave, Sevilla, con sólo un puñado de tropas. Sus programas,
retransmitidos de noche, eran precedidos por una introducción encaminada, como
el repiqueteo de castañuelas entre bastidores antes de que la bailarina aparezca en el escenario, a aumentar la expectación.
«Dentro de cinco minutos hablará el excelentísimo señor general
Queipo de Llano, comandante de las fuerzas del ejército de salvación en el sur
de España... Dentro de tres minutos hablará el excelentísimo señor general...
Dentro de un minuto...»
Después se oía el ruido de alguien que llegaba deprisa, una
pregunta a su estado mayor: «¿Están esperando, no es cierto?», y a continuación
empezaba.
Era una estrella de la radio. Toda su personalidad, cruel,
bufonesca y satirica, pero maravillosamente viva y auténtica, llegaba a través
del micrófono. Y esto sucedía porque no trataba de conseguir ningún tipo de
efecto retórico, sino que decía simplemente lo que se le pasaba por la cabeza.
Su voz aguardentosa (sólo más adelante me dijeron que no bebía) también
colaboraba. Se sentaba allí, con su uniforme de gala y el pecho cubierto de
medallas y con su estado mayor, vestido de la misma manera, en posición de
firmes, detrás de él. Queipo se mostraba siempre natural y tranquilo. A veces, por
ejemplo, no entendía sus anotaciones. Entonces se volvía a sus acompañantes y
decía, «No veo lo que dice aquí. ¿Hemos matado quinientos o cinco mil rojos?».
«Quinientos, mi general».
«Bueno, no importa. Da lo mismo si esta vez sólo han sido
quinientos. Porque vamos a matar a cinco mil; no, quinientos mil. Quinientos
mil nada más para empezar, y después ya veremos. Escuche usted esto, señor
Prieto. Me parece que oigo cómo el señor Prieto escucha a pesar de ¿cómo lo
diría? de su... diámetro, debido a los millones del gobierno que se comió el
otro día y... a pesar del espantoso miedo que tiene a que lo cojamos. Sí, señor
Prieto, escuche usted bien, quinientos mil para empezar y cuando lo cojamos,
antes de terminar con usted vamos a pelarle como una patata».
Sus emisiones estaban repletas de anécdotas groseras, chistes,
insultos, cosas absurdas, todo extraordinariamente vivo y colorista pero
estremecedor cuando nos dábamos cuenta de las ejecuciones en masa que se
sucedían a su alrededor, de las que nos informaban los fugitivos, en una ciudad
donde todos los trabajadores eran anarquistas o comunistas. Algunas figuras
aparecían todas las noches en sus programas: Prieto, el socialista más
moderado, siempre corno cacique gordo o como estafador y La Pasionaria como prostituta
escapada de un burdel. Toda la derecha creía estas cosas, aunque en realidad
era la mujer de un minero y una persona de vida muy austera. El nombre con que
se la conocía era debido a su elocuencia.
Pero Queipo de Llano no soportaba a la Falange, aunque a veces
tenía que dejarles utilizar la radio. En una ocasión cometió una equivocación y
dijo canalla fascista en lugar de canalla marxista*. Una voz dolorida le
corrigió.
«No, no mi general, marxista» .
«¿Qué más da?» dijo el general. «Los dos son canaille». Y luego,
sin detenerse, Si, «canaille roja de Málaga, ¡espera hasta que llegue ahí
dentro de diez días! Me sentaré en un café de la calle Larios bebiendo cerveza
y por cada sorbo mío caeréis diez. Fusilaré a diez», continuó a voz en grito, «por
cada uno de los nuestros que fusiléis, aunque tenga que sacaros de la tumba
para hacerlo».
La mayoría de sus programas acababan de manera parecida. «¡Canalla
marxista! Canalla marxista, repito, cuando os cojamos sabremos cómo trataros.
Os vamos a despellejar vivos. ¡Canalla, canalla!».
Estas emisiones eran todavía más repugnantes cuando uno recordaba
la historia de Queipo de Llano. No tenía razón alguna para sentir rencor contra
los republicanos, que le habían favorecido y ascendido. Hasta una o dos semanas
antes mantuvo las mejores relaciones personales con Prieto, al que ahora
interpelaba de manera tan brutal. Había sido republicano desde la caída de la
monarquía, juró fidelidad al gobierno, que puso en él su confianza, para
después faltar a su juramento y traicionarle. Este es el tipo de personas que
se destacan en las guerras civiles y las revoluciones, cuando la ambición se
antepone a cualquier otro sentimiento. Pero hay que explicar como justificación
de sus retransmisiones —las cuales, además, debido al miedo y a la indignación
que causaron contribuyeron tanto a provocar represalias en el otro bando—, que
Queipo, con un puñado de tropas de dudosa lealtad (hasta que llegó un
contingente de la legión extranjera) estaba conteniendo a una población en la
que toda la clase obrera era hostil y se sentía obligado a gobernar por el
terror. Pero no le disgustaba hacerlo porque era un sádico por naturaleza y las
ejecuciones continuaron durante meses sin interrupciones cuando su posición
estaba asegurada.
La guerra estaba empezando de verdad para nosotros. Una tarde,
mientras tomábamos el té en el jardín, un avión pasó por encima y dejó caer
varias bombas a unas cincuenta yardas. Pero eran sólo del tamaño de granadas de
mano y, al dar sobre tierra blanda, no hicieron ningún daño. Al día siguiente
las bombas fueron más grandes, dañando algunas casas del pueblo pero sin herir
a nadie. De todas formas causaron gran terror entre la población femenina. A
partir de entonces, cada vez que se oía el motor de un aeroplano, se producía
una carrera de faldas negras hacia nuestra casa porque ofrecía mejor
protección. Allí se acuclillaban, gruñendo y gimiendo, y despidiendo ese olor
fuerte y desagradable que produce el miedo.
Los hombres se alistaron en un cuerpo de voluntarios al que el
gobernador civil proporcionó fusiles, y unos pocos sargentos de infantería
trataron de adiestrados. Pero había poco tiempo y al cabo de una o dos horas de
instrucción los mandaba al frente en camiones. Muy pronto, según el periódico y
la radio locales, avanzaban ya gloriosamente hacia Córdoba y Granada,
sojuzgadas por los insurgentes. Sin embargo su progreso se veía obstaculizado
por los puestos de la guardia civil. A juzgar por los relatos de la prensa, la
lucha había tomado un carácter medieval. Se hablaba del sitio de castillos
moros y torres de vigía y cuando, en un avance repentino, las tropas
republicanas capturaron Puente Genil, de la provincia de Córdoba, se anunció
orgullosamente que después de la contienda quedaría anexionado a Málaga. Estábamos
envueltos en una guerra local, como en los días de los reinos de taifas*, y
nuestros enemigos eran Córdoba y Granada. Lo que sucediera en el resto de
España no tenía nada que ver con nosotros.
La milicia me daba la impresión de ser un cuerpo poco eficaz. En
primer lugar no estaban en absoluto preparados y muchos de ellos no sabían cómo
hacer fuego con sus fusiles. Además los andaluces nunca han tenido una gran
reputación como soldados. Se veía poco entusiasmo entre los hombres: ellos
querían hacer la guerra en sus calles y en su pueblo y no fuera de él. Por otra
parte, el principio anarquista de la libertad de elección presentaba muchos
inconvenientes. Un hombre se incorporaba voluntariamente y de la misma manera
podía abandonar la milicia; yo hablé con un miliciano que al oír cómo le pasaba
zumbando una bala, se fue a su casa sin que nadie hiciera la menor objeción. La
moral en Málaga era muy baja porque la ciudad estaba rodeada de enemigos por
todos lados con la excepción del Este, donde la carretera de la costa enlazaba
con el resto de la España republicana. Las comunicaciones podían quedar
cortadas en cualquier momento y esto hacía que se produjera el pánico con
frecuencia. Una noche corrió el rumor de que tropas moras se aproximaban desde
Algeciras y casi toda la población de Churriana se trasladó a las montañas y
pasó allí la noche. Los moros tenían una justificada reputación de matanzas y
violaciones. Por recomendación de Bertrand Russell, me habían nombrado
corresponsal del Manchester Guardian. Conseguí una bicicleta e iba todos los
días a Málaga para enterarme de las noticias. Los bombardeos se habían
convertido en un rito diario y las bombas eran más grandes. Una tarde calurosa
—el termómetro no bajaba de los 90Fº — decidí bañarme junto al muelle de madera
que entonces se metía en el mar cerca del restaurante Antonio Martín. El
acorazado Jaime I estaba anclado a unos cientos de yardas de la orilla cuando
repentinamente una pareja de aviones se acercó en vuelo rasante y empezaron a
bombardearlo. Es mucho más desagradable que lo bombardeen a uno dentro del agua
que en tierra y me salí lo más deprisa que pude. Otra tarde un único avión voló
sobre la ciudad. La amplia calle por la que yo iba andando se llenó
inmediatamente de obreros que empezaron a dispararle con rifles, pistolas y
revólveres. En estas ocasiones siempre se producían accidentes. Es probable que
muriera más gente al herirse ellos o herir a sus amigos que por las bombas del
enemigo. Un joven, novio* de María, la criada, se mató de un tiro en nuestro
portal porque no había aprendido a manejar el seguro.
Estos ataques aéreos, aunque no producían daños militares,
provocaban profunda indignación y deseo de revancha. En respuesta, la fuerza
aérea malagueña, compuesta de cuatro pequeños aviones de pasajeros, hizo una
salida para bombardear la Alhambra; se decía que al lado habían instalado una
batería, y los pilotos aseguraron haberla acertado, aunque en realidad no
dieron en el blanco. Pero la gente de la calle pedía sangre. Durante los primeros
ocho días después del alzamiento, como pude comprobar más adelante, nadie fue
ejecutado, aunque la prisión estaba llena de sospechosos. Pero ya empezaban a
discutir si cada vez que hubiera un ataque aéreo que causara bajas, no habría
que sacar unos cuantos prisioneros de la cárcel y fusilarlos. También hicieron
su aparición grupos de terroristas reclutados entre los miembros de la F.A.I.
que recorrían la ciudad y el campo en busca de fascistas. De repente, en unos
días, esta palabra, fascista, apenas oída antes, llegó a significar un ser casi
mítico, un enemigo de la raza humana, algo así como las brujas en el siglo
XVII. Las emisiones de Queipo de Llano habían contribuido a ello creando una
imagen de furia sádica y de salvajismo. Gente así tenía que ser exterminada.
Mi primer atisbo de este aspecto siniestro de la revolución data
de fines de julio. Un camión armado de juventudes de la F.A.I. se presentó en
nuestro pueblo, declarando que habían venido para llevarse a los fascistas
locales a la prisión de Málaga. Un hombre muy impopular, un carabinero retirado, estaba confinado en el calabozo del pueblo y como me dijeron que
también pretendían llevarse a un amigo mío llamado Juan Navaja, me apresuré a
salir a la calle para ver si podía intervenir en favor suyo. Al llegar encontré
un camión abarrotado de muchachos —sólo uno tenía más de veinte años—, vestidos
con camisas rojas y armados de fusiles y metralletas. No habían encontrado a
Juan, pero después de un gran revuelo y de muchas protestas de la gente que se
había reunido, se llevaron al carabinero. Como garantía de que no lo
liquidarían durante el viaje, permitieron que su mujer y su hija lo
acompañaran. Apenas había salido el camión cuando llegaron los dos secretarios
del comité del pueblo. Indignados ante esta autoritaria manera de proceder,
montaron en un coche, alcanzaron el camión y obligaron a los muchachos a
devolver al prisionero. Porque los principios del comunismo libertario exigían
que cada pueblo juzgara a sus propios habitantes.
Aquella tarde los dos secretarios del comité vinieron a verme
para solicitar un donativo. Uno de ellos era un hombre joven y agradable de
menos de treinta años que hablaba un castellano muy correcto. El otro era unos
doce años mayor: elegido por su elocuencia, podía haber sido en época distinta
un fraile franciscano, de grandes ojos húmedos y hablar suave y suplicante. Se
sentaron a beber un vaso de cerveza conmigo y les felicité por haber rescatado
al carabinero.
«Yo soy partidario de matar a Ios realmente malos», dijo el
primero. «La muerte no es nada. Se acaba enseguida, así que ¿por qué temerla?
Pero este carabinero no era demasiado malo y ahora que ha recibido una lección
quizá se arrepienta y se haga bueno».
Su compañero de más edad se mostró de acuerdo con él. «Hubiera
sido terrible que lo fusilaran. Es un hijo del pueblo. Su familia vive entre
nosotros. ¿Cómo podríamos mirarles a la cara si dejáramos que lo mataran?».
Y empezó a extenderse con tono lacrimoso en comentarios sobre el
terror que el pobre hombre habría padecido. Quizá, como escribí en mi diario,
no existe tanta diferencia como uno podría imaginar entre la piedad sentimental
de esta clase y una satisfacción de tipo sádico. En épocas revolucionarias,
reflexionaba yo, se hace bien desconfiando de todos los que encuentran un
estímulo emocional en la muerte violenta o en el sufrimiento de otros. Esto no
sucede en las guerras entre naciones.
Pero el carabinero no estaba a salvo. Pocos días después las
juventudes de la F.A.I volvieron con sus camisas color rojo sangre y su
camión erizado de armas y se lo llevaron. Los dos secretarios del comité habían sido advertidos de que podía ser peligroso tratar de resistir la
voluntad del pueblo y habían salido de Churriana para no estar presentes. Nadie
se atrevió a oponerse a aquella partida de terroristas. Mientras pedaleaba en
mi bicicleta camino de Málaga al día siguiente, vi el cuerpo del pobre hombre a
un lado de la carretera: no era ya un ser humano sino un simple muñeco roto.
Las personas sentenciadas a muerte no eran sin embargo las más
conspicuas. Los comités de los sindicatos* no habían preparado listas de sus
enemigos antes del alzamiento. Su desconocimiento de quiénes deberían eliminar
por razones ideológicas ponía de manifiesto una ingenuidad casi conmovedora.
Mataban simplemente a la gente que no les gustaba; de ordinario, hombres de
posición muy humilde que habían ejercido algún tipo de tiranía sobre ellos. Era
como si en un motín militar se fusilara a todos los sargentos pero a muy pocos
oficiales. Un caso aparte fue la ejecución de todos los sacerdotes y frailes
así como los miembros de la familia Larios, propietarios de la gran fábrica de
algodón. En todas las revoluciones del siglo pasado habían sido los primeros en
sufrir las consecuencias. Pero a los terratenientes no les pasó nada. Vivían en
sus cortijos, que no eran grandes, y eran bien conocidos de los hombres que
trabajaban en sus tierras. Entre ellos, por ejemplo, mi vecino el coronel Ruiz,
conocido por el «coronel del millón de pesetas». La historia que se contaba era
que cuando trabajaba en Marruecos como habilitado, se había dejado tentar por
un paquete que contenía un millón de pesetas en billetes, y subiéndose a su
coche se marchó con él. Al descubrir que le perseguían, se detuvo junto a un
kiosko de periódicos en Larache, envolvió los billetes en un papel impermeable,
y los arrojó encima del kiosko. Le registraron nada más detenerlo pero al
faltar la evidencia del robo tuvieron que dejarlo en libertad aunque le
obligaron a retirarse del ejército. Dos años después volvió a Larache, encontró
el hato de billetes todavía sobre el techo del kiosko y se lo llevó a casa.
Gastó el dinero en comprar un buen cortijo en Churriana. Cuando unos años
después el general Primo de Rivera subió al poder, a él le pareció prudente
retirarse por una temporada a París. Pero tampoco esta vez se encontró
evidencia alguna contra él, así que regresó a su casa. Como en el interregno
había quedado viudo, se casó con su ama de llaves. Fue este matrimonio, más
incluso que el escándalo financiero, lo que le distanció de los otros miembros
de su clase, los cuales se negaron a aceptar a su mujer. Como represalia no
quiso suscribirse al periódico conservador El Debate y lo hizo en cambio al liberal
El Sol, aunque carecía de convicciones políticas. Esto le hizo bienquisto de la
izquierda y cuando murió, su hijo, un simpático homo-sexual muy divertido,
heredó su popularidad.
El panadero de Alhaurín, conocido con el nombre de el Guacho,
había sido durante cierto tiempo buen amigo mío. Hacía un pan moreno excelente
que traía todos los días a lomos de burro y, como era el primer anarquista que
conocí, entablaba conversación con él frecuentemente. Estaba bastante al tanto
de la literatura libertaria y se mostró muy cordial cuando le dije que había
leído uno de los libros de Kropotkin y conocía incluso a uno de sus amigos. Era
muy fanático en todo y especialmente sobre los alimentos. El vino, el café y el
té eran en su opinión drogas perniciosas que había que prohibir, mientras que
la carne y el pescado no sólo envenenaban el cuerpo sino que destruían las
defensas morales. De hecho ni siquiera creía que fuera conveniente comer pan:
si siguiéramos a la naturaleza como era nuestro deber, tendríamos que vivir
únicamente de los frutos de la tierra sin cocinar.
Una de aquellas mañanas le alcancé por el camino mientras volvía
en burro a su pueblo y fui andando a su lado algún trecho. No recuerdo cómo,
las ejecuciones sumarias de los jóvenes de la FA.I. salieron a relucir.
«Es lo único que se puede hacer» dijo, «con los incurables. Por el
bien de todos tenemos que empezar eliminando a unos cuantos; de no ser así
nunca mejoraremos la situación del mundo. Y, ¿por qué ha de importarles tanto
morir? En realidad no les importa, pero no se dan cuenta. La vida sólo tiene sentido
para los que poseen una buena disposición. Los corrompidos y los malvados no
conocen las verdaderas satisfacciones».
«Usted dice», repliqué, «que sólo unos pocos son malos. Pero
cuando esos pocos hayan muerto, encontrarán ustedes otros. Y cuando esos hayan
desaparecido, descubrirán más. Cuando se empieza a matar a los malos, ¿dónde
pararse, si, como usted mismo admitió, todos los hombres tienen mucho de malo
en ellos?».
«No, no», protestó. «Mataremos sólo a los incorregibles.
«Entonces» contesté, «acabarán ustedes por matarme también a mí.
Aunque nunca me opondré a un régimen de libertad e igualdad, probablemente
encontraré difícil aclimatarme a la vida de un bracero, por ejemplo, Es difícil
cambiar de costumbres repentinamente. Los ricos quizá sean explotadores, pero
arrojarlos a la calle sin más ni más sólo sirve para crear una nueva tiranía».
«Ah, pero usted lo entiende todo al revés» dijo. «Está usted
pensando en el comunismo ruso, que para nosotros es lo mismo que esclavitud.
Nadie le pedirá que cambie de costumbres, con la excepción quizá de unas pocas
que obstaculicen la libertad de otros». «Bien» contesté, «déjeme decirle que
soy un inglés liberal que odia el derramamiento de sangre y la revolución. Creo
que debemos tratar de cambiar las condiciones sociales de manera gradual y
usando la fuerza lo menos posible. Dentro de unos años el desarrollo científico
nos permitirá abolir la pobreza y quizá también la riqueza. Pero una vez que ha
llegado la revolución por culpa de los del otro lado, espero que tengan ustedes
éxito en sus planes y consigan establecer el comunismo libertario. Aunque estoy
seguro de que no lo conseguirán si matan a demasiada gente, porque la sangre
llama a la sangre. Tienen que reeducar a sus enemigos, no destruirlos».
«Venceremos» dijo, arreando a su borrico. «Se respira ya la
justicia. No se nos puede denegar por más tiempo».
Cuando seis meses más tarde los nacionalistas entraron en Málaga
el Guacho se negó a huir: prendió fuego a su casa y murió entre las llamas.
Diez días después del alzamiento nos despertó una bomba de
considerable tamaño que cayó a las cuatro de la madrugada; el ruido venia del
aeródromo militar. Corrimos al mirador a tiempo para ver cómo, según todos los
indicios, otra bomba iba a caer encima de la villa construida por don Carlos
Crooke Larios, el anterior propietario de nuestra casa, junto a los hangares
donde se hacían las reparaciones. Nos vestimos a toda prisa y salimos hacia
allí con vendas y desinfectante por si había algún herido. Pero al llegar los encontramos
a todos sanos y salvos: la bomba se había quedado un poco corta. Sin embargo,
su casa estaba demasiado cerca del aeródromo para que resultase agradable, así
que les invitamos a alojarse con nosotros.
La familia consistía en don Carlos y su mujer, con sus dos hijas y
tres hijos, de los cuales el más joven era todavía un niño. Pronto descubrimos
que habíamos tenido suerte al recibirlos como huéspedes. Don Carlos era un
hombre alto, más bien corpulento, con una elegante nariz romana, completamente calvo
y unos modales llenos de vida, casi de adolescente. Su mujer, doña María Luisa,
era una de las mujeres más encantadoras que he conocido, esposa y madre devota,
buena administradora y excelente cocinera, amable y con palabras cariñosas para
con todo el mundo y todavía bien parecida a pesar de sus cuarenta y pico años.
Estaban todos muy unidos pero no tenían dinero. Tratando de enriquecerse
pasaron seis o siete años con una granja de ovejas en Tierra de Fuego, pero
regresaron de aquellas heladas regiones tan pobres como se marcharon. Después
se dedicaron a criar pollos. Aparentemente, habían venido a nuestra casa
buscando un refugio contra las bombas, pero descubrí gradualmente que
necesitaban aún más otro tipo de protección, porque don Carlos estaba muy implicado
en el alzamiento.
Era una especie de Micawber, rebosante de optimismo y buen humor y
siempre dispuesto a contar historias divertidas sobre sus experiencias. Una de
ellas tenía que ver con la noche del alzamiento. Había ido a Málaga, nos dijo,
a visitar a un amigo que regentaba un hotel y se vio inmovilizado allí al
comenzar los disparos. Mientras tenía lugar el tiroteo frente a la Aduana, los
francotiradores disparaban esporádicamente desde los tejados y las ventanas de
la calle donde estaba el hotel. Un grupo de obreros armados se acercó para
decir al propietario que como disparaban desde una de las ventanas del hotel
iban a quemar el edificio. El dueño les rogó que registraran las habitaciones
antes de hacerlo y ellos aceptaron pero no encontraron nada. Como seguían
teniendo sospechas, ordenaron que todas las personas del hotel se sentaran
delante del portal para que se les viera desde la calle. Esto era una prueba
muy desagradable para personas de derechas, pero no tenían otra opción e
hicieron lo que se les decía.
Don Carlos era un hombre muy observador y había notado con
anterioridad que alguien disparaba a intervalos regulares desde una de las
ventanas de los dormitorios. Se dedicó a tener los ojos muy abiertos para
descubrir quién era. Entre las veinte personas, había una mujer de unos treinta
años, soltera, con gafas y que había trabajado de oficinista en telégrafos.
Comprobó que de cuando en cuando desaparecía durante unos minutos. La siguió
escaleras arriba, vio cómo se acercaba a una ventana del segundo piso y
disparaba hacia la calle con una browning.
Don Carlos habló con el propietario del hotel y la detuvieron
cuando bajaba.
«No es un arma de verdad», dijo ella, entregando la pistola. «La
uso para matar perros».
El dueño retiró la munición, limpió el cañón y se la entregó a la
primera patrulla que pasó por allí.
«Tenía que estar un poco loca», dijo mi mujer.
«¿Loca?», exclamó don Carlos. «Oh, no; era una española típica».
Como ya he dicho, solía ir a Málaga todos los días en mi bicicleta
y volvía con las noticias. Casi todos los actos de vandalismo agradaban a don
Carlos. Cuando le dije que tanto la librería de derechas como el edificio de la
prensa conservadora habían ardido hasta los cimientos se mostró encantado.
«Bien», exclamó. «Bien. Eso nos evitará el trabajo de tener que
quemarlos nosotros».
Comprendí que era falangista y había ido a Málaga el día del
alzamiento con una pistola en el bolsillo, dispuesto a usarla si las cosas iban
bien. Ahora se pasaba las noches pegado a la radio escuchando Sevilla. Los
programas sádicos del general Queipo de Llano le encantaban, mientras que su
mujer no quería oírlos y decía: «Qué indecente! iVaya qué chulo!».
Hasta entonces yo no había sentido necesidad de tomar partido en
la guerra. Por una parte no me gustaban las revoluciones y no tenía fe en la
practicabilidad del comunismo libertario, y por otra sentía una fuerte
antipatía hacia los generales sublevados. Ellos habían empezado esta guerra
fratricida, completamente sin necesidad, según me parecía entender. Sin
embargo, ¿debería tomar posiciones, por esa simple razón, en los asuntos
internos de un país extranjero? Las emisiones sevillanas me hicieron cambiar de
idea, inclinándome considerablemente a la izquierda. Los republicanos no tenían
ningún Queipo de Llano. Era evidente que las ejecuciones masivas en Sevilla
superaban con mucho a todo lo que pasaba en Málaga y habían comenzado desde el
primer día. Mientras Sevilla, Córdoba y Granada estaban bañadas en sangre, en
Málaga se trataba sólo de salpicaduras. Decidí inclinarme por el lado que
matara menos. El grado de ferocidad estaba en relación inversa con el nivel de
honradez y de civilización. Además, aunque de momento no le di demasiada
importancia, la propaganda de los rebeldes se mostraba radicalmente hostil con
los países democráticos. El liberalismo, proclamaban, constituía un primer paso
hacia el comunismo: Roosevelt e incluso Chamberlain eran rojos o estaban muy
cerca de serlo. Los rebeldes habían empezado a fusilar ya a todas las personas
de ideología liberal. Se proclamaba a Hitler y Mussolini dirigentes de la nueva
Europa. Parecía claro que la España nacionalista se pondría del lado de
Alemania e Italia en la guerra que se avecinaba y estaría en condiciones de
cerrar el Mediterráneo a nuestra flota. Sin embargo no fueron éstas las
consideraciones que me decidieron. Mis simpatías naturales van siempre hacia el
más débil y no con los opresores. Mis sentimientos, aunque no siempre mi razón,
se inclinaban sin duda hacia la izquierda. Esto significaba que yo debía tomar
partido por la clase obrera, tan cruelmente pisoteada, aunque me faltara fe en
sus planes futuros.
En todas las revoluciones hay un momento de delirio y borrachera
cuando se rompen las cadenas del pasado y hace su aparición un futuro dorado.
Todos, hasta los enemigos del orden nuevo, son camaradas; todo el mundo ama a
los demás. Este instante había sido ejemplificado en Málaga por las carreras
desatadas de las patrullas motorizadas al día siguiente del alzamiento, pero la
ciudad misma no había hecho la menor manifestación de júbilo. Las calles
vacías, las casas carbonizadas y humeantes y los rostros sombríos expresaban la
exasperación de la gente ante el ataque del que habían sido objeto. Sólo las
banderas rojas y las colgaduras en las casas y en los vehículos hablaban de una
revolución en marcha. Una revolución bien triste en la que nadie parecía saber
qué hacer o adónde ir. De repente se produjo un cambio; por lo menos en las
apariencias. Casi en una noche desaparecieron las banderas rojas o fueron
reemplazadas por otras de la República. Esto se hizo por orden del gobierno y
estaba encaminado a impresionar favorablemente a las potencias democráticas, de
cuya actitud, se pensaba, iba a depender el resultado del conflicto. También se
hicieron algunos intentos para impedir los fusilamientos no autorizados que, a
medida que la rebelión militar progresaba, iban en aumento. Se colocaron
guardias a las puertas de los hoteles y se pudo circular por el centro de la
ciudad incluso de noche. Pero las ejecuciones continuaban. Después de cada
ataque aéreo se sacaba de la cárcel a cierto número de hombres y se les
fusilaba como represalia. Esto lo exigía la opinión pública y había que
aceptarlo. Pero los asesinatos cometidos por los pequeños grupos terroristas
eran otra cosa. Estos «incontrolados», como empezaba a llamárseles, aunque se
les mantenía alejados del centro de la ciudad, dominaban en los barrios
extremos y en los pueblos de alrededor. El gobernador civil, que se había visto
obligado a enviar al frente las reducidas fuerzas de la policía, no podía hacer
otra cosa que un llamamiento a los comités de los sindicatos, que eran los
dueños de la ciudad. Estos respondieron afirmativamente, porque también se
oponían a estas ejecuciones no autorizadas, de manera que Málaga se vio
cubierta de carteles pidiendo en nombre de la C.N.T. y de la F.A.I., así como
de los socialistas y comunistas, poner fin a estos crímenes que «manchan el
buen nombre de la revolución». La razón de que las ejecuciones continuaran era
la naturaleza de la F.A.I. No se trataba de un grupo organizado, sino que
consistía en cierto número de grupos sin cohesión y sin autoridad central.
Probablemente la mayoría de sus miembros desaprobaban por completo estas
ejecuciones, pero el único medio de controlar a los grupos que las instigaban
hubiera sido el uso de la fuerza. Y esto les desagradaba extraordinariamente.
La primera víctima en todas las revoluciones es la moral.
Gerald Brenan
Memoria personal
Tiempo de Historia, números 80-81, julio-agosto 1981
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