Hace dos días, ante la ofensiva fondo de la reacción y el fascismo, le pedíamos al pueblo que diese la vida por la República. El dramático motivo de la defensa del régimen ha sido interpretado con el valor inimitable, con sacrificio emocionante, con impresionante anhelo superador, por este magnífico pueblo, que no ha vacilado en ofrecer su vitalidad a la propia muerte, si con eso esta insuperable demostración de humanidad se puede salvar un régimen cuyos principios esenciales son la libertad y el derecho.
Y es principalmente esa vitalidad -alto nivel de espíritu,
convicción profunda del ideal, condiciones morales en las que se fraguan las
heroicas resoluciones que perpetúan los valores de una raza- lo que nuevamente
ha impedido que se le arrebaten al pueblo sus derechos y sus libertades. El
pueblo ha vencido, sobre todo, porque luchaba materializando el axioma de la
voluntad de triunfar, y en contraste con la decadencia de los que de la lealtad
y del honor han hecho tabla rasa.
El ejército -y desde luego reconocemos las excepciones
individuales-, minado por la corrupción reaccionaria, se ha levantado en armas
contra la República. El ejército ha fracasado. Más aún: las dimensiones de su
derrota significan el comienzo de un derrumbamiento definitivo que todos
tendríamos que lamentar. Pero no queremos incluir en ese fracaso los militares
que, por haberse dejado conducir por manos extremadamente ambiciosas de poder,
aparecen como desleales, y han incurrido en el error de iniciar una lucha
fraticida, y que acaso en el ambiente exacto de la profesión de las armas
hubieran rendido al país una utilidad aceptada en todos los regímenes en todos
los sistemas de gobierno. Pero alguien ha sembrado en ellos los sedimentos de
muchas ofuscaciones tradicionales -la militarada de siglo XIX, entre otras- que
no han dejado paso a las concepciones modernas.
Por eso no queremos insistir demasiado en la afirmación de
que el Ejército ha sido derrotado. Lo ocurrido es la derrota de la traición, de
la ambición, de la intransigencia, el antiguo sentido militarista, de las
viejos posiciones absolutistas, que en los tiempos actuales aparecen adscritas
a la peor de las vilezas, que es la de la deslealtad al propio compromiso de
honor.
Todo esto lo ha vencido el ciudadano sencillo y patriota.
Tipo uniforme de ciudadano, que es corriente en el pueblo. Ciudadano generoso,
pero que no concibe que ningún hombre puede vivir sometido a otro, ni aún en el
caso de reconocer en esta alguna superioridad. La derrota de esta parte desleal
del Ejército tiene innegable magnitud histórica.
Resulta, además que ese ciudadano sencillo y noble ha hecho
de la profesión militar una virtud inquebrantable. Y le hemos hallado, con
motivo de los sangrientos sucesos provocados por una parte execrable del
Ejército, en la Guardia Civil, de los guardias de Asalto, de los Carabineros,
de los aviadores y también en el soldado raso que tuvo la desgracia de seguir a
sus torpes inductores. Su ejemplo de fidelidad y de acatamiento al Poder
legítimo merece hoy el aplauso entusiasta de todos los españoles conscientes y
honrados.
Y, en definitiva, ha triunfado el pueblo -eternidad de la
democracia-, que quiere permanecer al margen de los manejos y de los
cataclismos de las ambiciones impuras. Nosotros celebramos ese triunfo con todo
nuestro corazón de demócratas. Entre otras cosas, porque el pueblo es el eje de
todos los avances sociales que han de transformar brillantemente la vida
española. Cuando el pueblo triunfa, su éxito es permanente por encima de todas
las acepta asechanzas y de todas las invenciones políticas. Es la razón, la
verdad, el derecho. Desde ahora, nuestra fe en el pueblo será, si es posible
que alcance mayores proporciones, toda la razón de la existencia de LA
LIBERTAD.
La Libertad, 21 de Julio de 1936
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