IV
Tres días más continuó Javier viviendo en su molino. Al tercero bajó a la ciudad para buscar a Antonio, que no había cumplido su promesa. «Lo habrán también metido en el castillo», se le ocurrió, al mirar cerrado y precintado el Bar La Estrella. No conocía a nadie más en toda la isla. Anduvo. Entró en un café. Su dueño era un alemán. Encendió la radio fijándola en la onda de Madrid. Daban noticias de Barcelona. La insurrección había sido dominada. El general Goded, prisionero. En la capital de la República, tomado el Cuartel de la Montaña y rechazado el enemigo hasta la sierra. En Valencia... Como otro alemán entrara en el café, Javier comprendió que debía marcharse o, al menos, buscar una onda diferente. Decidió lo primero. Pagó y salió a la calle.
A la mañana siguiente, y cuando aún no sabía qué decidir, si esconderse en los montes o quedarse en el molino, oyó pasos y voces a su espalda. Se encontraba Javier en aquel momento montado a caballo en uno de los brazos del algarrobo. La sombra negra de las hojas lo tapaban completamente. «Será Antonio», se dijo. Y estuvo a punto de bajarse del árbol.
Era la Guardia Civil que venía a buscarlo. Contuvo el aliento, levantó las piernas que le colgaban y las enroscó fuertemente en la rama. Con la culata del fusil, los guardias civiles golpearon la puerta. Al ver que nadie respondía echaron una ojeada por el jardín, marchándose sin cerrar la verja. De un brinco, Javier bajó del algarrobo y casi desnudo, como estaba, se tiró monte abajo, para ganar pronto la orilla, camino de los pinos. Había llegado la hora de hacer algo, salvándose.
V
No sabía bien cómo llegar a los pinares donde debía esconderse. Siguió playa adelante, por la arena dura de la orilla. Al fondo, y en el descenso de la curva de un monte, se levantaba un redondo torreón decapitado, antiguo vigía de los piratas ibicencos. Tenía un nombre maravilloso: Salrosa. Lo escogió como primera meta de su jornada. Hasta allí llegaría. Descansaría un rato a su sombra, internándose luego por el bosque. Para ir más de prisa se quitó las sandalias. En el mar, ni una vela. Pensó que iba marchando solo por un desierto que no terminaría nunca. Le entró sed. Se sentó. Aún faltarían más de trescientos metros para llegar a la torre. Como la arena blanda era de plomo derretido, volvió a la fresca de la orilla, tendiéndose con los pies casi dentro del agua. Entonces miró hacia la ciudad. La muralla de oro, de piedra reluciente, que ceñía la parte alta de Ibiza, respiraba al sol, bajando todavía lozana e inexpugnable por el monte. El castillo de los sublevados, color de rosa en su parte moderna y también de oro en sus torres antiguas, coronaba el vértice de la capital. «Allí están nuestros presos», dijo Javier levantando la voz, mientras se incorporaba un poco, acodándose sobre un matojo de algas secas. La cal de las casas rebrillaba hasta morderle los ojos. Los molinos de vela, estáticos, sin viento, daban la pesadez y lentitud del día, que iba subiendo hacia las doce. «Es muy difícil que aquí suceda algo», había dicho el dueño del bar.
Pero ya estaba sucediendo, aunque aquel paisaje de ausencia y de reposo lo ignoraba. «¡Qué bestia ese comandante del castillo! En una maravilla como esta...» Cortó la frase. Alguien se acercaba. Parecía un extranjero, uno de esos ingleses o yanquis locos, aprovechados, que vienen a invernar a las Baleares y que luego, por unas pesetas, se compran una casa o un molino, no regresando más a su país. Avanzaba, descalzo, por el borde del agua, cubierto con un largo albornoz, que casi le arrastraba, rayado chillonamente de rojo y violeta. Unas gafas de cristales negros, proyectándole dos extrañas sombras hasta la mandíbula, le desfiguraban el rostro. Era desagradable la aparición de aquella rara figura en la playa desierta. Javier notó que los cristales se le clavaban, fijos, y con una insistencia inquietante. «Un espía extranjero, de esos que por las tardes suben sus denuncias al castillo y se emborrachan, luego, con el teniente coronel de la Guardia Civil.» Javier sabía que el espionaje más serio de la isla lo dirigía un alemán, un nazi, propietario del restorán más elegante de la playa de San Antonio. También sabía que varios falangistas de Madrid, esos que vio una tarde en el Bar La Estrella, veraneaban en aquel pueblecillo. «Me han denunciado», se dijo, seguro. La figura del albornoz había dado la vuelta, pasando ante él, aún más lentamente y mirándole con mayor insolencia. «Bien. Es usted un espía. Sé que me conoce. Pero intente llevarme.» Este era el pensamiento de Javier, lo que estaba decidido a decir a aquel hombre, saltándole al cuello. Era absurdo. Pero lo haría. Mas el hombre del albornoz rayado y los cristales negros volvía a pasar por tercera vez, ahora sigilosamente, con andares de gato y misterio. A Javier, aunque estaba tranquilo, le latieron los pulsos con angustia. A unos cinco pasos de distancia, el hombre se detuvo. Primero se estiró.
Luego, curvándose en una extravagante reverencia, se quitó las gafas.
—¡Pau!
—No me ha conocido, ¿eh?
—¿Pero no estabas preso? ¿No te habían fusilado?
Javier lo abrazó, con asombro.
—¿A mí? No me venga con «manías». Que me busquen.
—¿Y la dinamita?
—Se despertaron los guardias del polvorín y tiraron. Pero la tengo. Ya servirá...
Hablaba el castellano con un acento duro y difícil, lleno de asperezas. Una lengua de nieto de piratas, lo que todos sus antepasados habían sido.
—La Guardia Civil vino al molino esta mañana —le confesó Javier—. Me he salvado por suerte...
—¡Manía! —cortó Pau.
Esta expresión la usaba el pescador de una manera extraña y vaga. «No hay que hacer manías. Ya son manías los militares...» También la empleaba días enteros como constante estribillo o como resumen de algo que le era imposible explicar bien.
—Ahora, vamos al pino —siguió, iniciando el paso—. Allí hay de todo: buena cama, comida... Igual que un hotel.
Desviándose de la orilla, indicó a Javier que le siguiese. Al llegar a los primeros juncos de las dunas, se arrodilló y comenzó a escarbar en la arena. De la boca del hoyo comenzaron a salir albornoces y quimonos de colores. Pau sacó, entre ambas clases de prendas, hasta cinco. Javier lo contemplaba, absorto.
—Mire. Este es mi guardarropa. Cada día me recorro la playa con un traje distinto. Y llego hasta las primeras casas de Ibiza.
Javier le preguntó a carcajadas:
—Pero ¿de dónde has sacado todo eso, Pau?
—De los extranjeros que vienen a bañarse por aquí.
Nadan... y se quedan desnudos.
—Eres un verdadero artista.
—¡Manías! —contestó.
Cerró las puertas de arena de su armario, dejando dentro también el albornoz violeta y rojo que llevaba, quedándose cubierto con el bañador azul de algún bañista alemán o americano.
Treinta metros después, los dos camaradas ascendían por la falda del monte, desapareciendo entre los pinos.
Rafael Alberti, 1937
Una historia de Ibiza - Capítulos IV y V
"Relatos y prosa", Bruguera 1980
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