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2386. Una historia de Ibiza II y III

II

Cuando Javier despertó eran las seis de la mañana. Había dormido mal. Una noche de insomnio, espantada de pesadillas y voces. Como comprendió que aún era pronto para bajar al puerto, una vez hecho el equipaje se entretuvo en trasquilar los geranios y arbustos de su terraza. Sacó agua del pozo. Regó las plantas y la tierra. Miró al mar, a la línea quebrada de la costa. Al comprobar lo rápidamente que ésta torcía ante él, desapareciendo, se dio cuenta con horror de que estaba viviendo en una isla. Es decir: «En un lugar —y se acordó de la definición del texto del colegio— rodeado de agua por todas partes.» ¿Perdido? ¿Sin escapatoria posible? Ocho campanadas sonaron en dirección de los molinos. Javier se recobró de su angustia. Dio cuerda a su reloj. Tomó su maletín, y por la misma vereda de las tumbas y los viejos olivos se puso en marcha para llegar al puerto. «A las nueve y media —calculaba— ya podré estar dentro del barco.» Y aligeró el paso para ser el primero en la ventanilla de los pasajes.

Ya estaba en la ciudad, en el paseo. Se sentó un momento para limpiarse las piedrecillas de las sandalias. Por los caminos de San Antonio y San Jorge llegaban al mercado los primeros burrillos y carros de la mañana. Javier se levantó. Iba a seguir. Pero se detuvo al instante, quedándose de piedra. Por el centro del paseo avanzaba, formada, toda la guarnición de soldados de Ibiza. Llevaban los fusiles en posición de ataque, y los cascos de acero, de campaña. Delante iba el capitán, y el soldado de en medio de la primera fila empuñaba un fusil ametralladora. Javier no comprendía, mejor dicho, no quería comprender aquello.

No le convenía entenderlo, y levantó su maletín para continuar camino del muelle. Pero aquellos hombres armados se habían detenido en la mitad del paseo, y el capitán, en alta voz, declamaba una hojilla que, después, y con la ayuda de un soldado portador de una lata de engrudo, fijaba en la pared de la Casa de Correos.

Javier siguió parado, inmóvil, junto al banco, mientras la guarnición, seria y triste, de soldados de Ibiza, desfilaba ante él, subiendo en dirección de las murallas, hacia el castillo. Entonces se acercó al muro de Correos, sabiendo anticipadamente lo que iba a leer en aquel bando. Mucho antes de llegar a la distancia necesaria, las gruesas letras que componían el primer párrafo saltaron de la acera al centro de la calle:

QUEDA DECLARADO EL ESTADO DE GUERRA EN TODA LA ISLA...

...No quiso leer más. Dudó un instante si seguir hasta el puerto. Pero ¿para qué? El barco, si llegaba, sería detenido y ya no lo dejarían volver a la Península. Dio media vuelta. El campo, la vereda de las tumbas y los olivos se divisaban al fondo del paseo. Otra vez arriba. Al molino. «¡U.H.P.! Ibicencos, ¿no comprendéis nada? Es la voz de Largo Caballero. ¡Huelga general en aquellas capitales y pueblos donde los militares rebeldes...! Habla Dolores Ibarruri, pescadores de Ibiza. La patria está en peligro. ¡A las armas! ¡U.H.P.! Se licencia a todos aquellos soldados cuyos jefes traidores...»

Cuando Javier llegó a lo alto de su molino, se sentó, muy cansado, en el pretil de la terraza. Monte abajo, vio las higueras escalonadas, las playas desiertas, los viñedos, los pinos, la brevedad de las costas desapareciendo en el añil del mar...

«Sí —se dijo, tendiéndose en lo ancho del pretil ya caldeado por el sol de las once—: ¿Isla? Isla es una extensión de tierra rodeada de agua por todas partes...»

Y cerró los ojos para dormir.


III

Oyó que alguien abría con suavidad la verja de madera. Se incorporó.

—Camarada...

Era Antonio, el carpintero, quien se le acercaba, sigiloso.

—Hay que hacer algo, en seguida, sin pérdida de tiempo —le saludó Javier a media voz y levantándose.

—¿No sabe? Han precintado esta madrugada la Casa del Pueblo y encarcelado en el castillo a todos los responsables...

—¿Y Pau, tu compañero?

—No sé. Salió a robar la dinamita. Eran ya más de las doce de la noche cuando lo dejé camino del polvorín. Lo habrán detenido también, como al dueño del bar.

—¿Y tú, qué vas a hacer? Debías esconderte.

Antonio se apoyó contra un brazo del algarrobo:

—Yo sé que hay que hacer algo. ¿Cómo? La Guardia Civil me busca...

—Yo te ayudo, camarada. A mí no me conocen en la isla...

—A usted —aseguró a Javier el carpintero— lo buscarán también dentro de poco. No olvide que le han visto en el Bar La Estrella. Por ahora, lo mejor para no caer preso es irse al monte. Hágame caso. Váyase. Allí —y Antonio señaló hacia una colina del fondo de la playa— encontrará a muchos compañeros.

—¿Y tú? —le preguntó Javier.

—¿Yo? Serviré de enlace. Pero lo primero es salvarse de la Guardia Civil. No disponemos de nada. Ni de un fusil siquiera. Desde el monte, créame, haremos algo. Mire...

Y cuando parecía que iba a continuar, el obrero dejó cortada la frase en la primera palabra y salió del jardín. Ya tras la verja, y en el mismo momento de marcharse, prometió a Javier:

—Volveré mañana por aquí, si es que no quiere hacerme caso.

Y desapareció.


Rafael Alberti, Madrid 1937
Una historia en Ibiza - Capítulos II y III
"Relatos y prosa", Bruguera 1980


            





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