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2425. La verdad del pueblo español




Venimos hoy, a instancia cordial del "Diario Español del Aire", a decir palabras breves en el segundo cumpleaños de la lucha española. Hace dos días decíamos que lucha como ésta no admite ni precisa aniversarios. Porque los aniversarios, o no son nada, o son recuento de lo realizado, de lo obtenido, de lo dejado de obtener. Y en la guerra española, como que anda por medio una cuestión intemporal por eterna, es decir, una razón central de Justicia, las fechas pierden su condición actual de escalones del juicio. Ahora, al cumplirse dos años, como si mañana venimos aquí a señalar el tercero, las cosas seguirán en su punto, en el punto de justicia de que no pueden salirse. Y si venimos dentro de un año, vendremos como ahora a festejar, sobre la sangre y las lágrimas el triunfo del pueblo.

Es del todo explicable que para los fachistas los aniversarios, como la geografía, sean cosa de mucha monta y echen las campanas al vuelo porque al llegar el mes 25 de la guerra de España tengan bajo su fuerza, no en su poder, numerosas ciudades insignes. Para los fachistas, como para los ladrones, la hora, el tiempo, es cosa importante. Como que el tiempo marea el amanecer, el mediodía y el crepúsculo. Para el pueblo el tiempo es nada porque su justicia, es su misma voz y su propia existencia, no lo sería si admitiese medidas cronológicas. Ya decía el domingo, en el acto magno de "La Polar" el Embajador Gordon Ordáx, que allí donde, como en Galicia, señorean la tierra los ejércitos de Hitler y de Mussolini (ya sabemos que Franco no es nadie entre su gente) no han podido lograr los opresores un instante de sosiego. En cada ceja de monte gallego, como en cada cueva de la Asturias recóndita, velan ojos sin sueños, ejecutores magníficos del querer español. Eso podrá ocurrir sobre toda la tierra sagrada de España. Pero esta tierra es sagrada porque jamás sobre ella han dormido los hombres en la vergüenza de la esclavitud extraña. Y los hombres que pelean hoy, bajo el mando de Miaja o del guerrillero oscuro e insigne de la cueva asturiana o del monte de Galicia, decidieron hace tiempo destruir la esclavitud de adentro, la del latifundista y del señorito, la del espadón y la del canónigo.

Cuando el pueblo español se decidió, en el más ejemplar de los comicios, a vivir en libertad verdadera, el pasado español, la dura mano encomendera que conoció y rechazó nuestra América, se supo definitivamente vencida en el solar de su injusticia. Por eso entregó el mando a la más poderosa representación universal de su impulso antihumano. Andaba por el mundo, resentida y agresora, en su ademán final, aquella fuerza que maltrató a Las Casas, fusiló a Rizal y asesinó a José Martí. Los ejecutores de García Lorca se entendieron a maravilla con los perseguidores de Enstein, de Tomás Mann y Freud, con los torturadores de Thaelman y de Von Ossietezky, con los asesinos de Matteoti. Bien sabían los generales traidores que en aquel gesto impar del pueblo de España, en aquel modo bellísimo de cambiar la esclavitud por la dignidad, trabajaba aquella gana de libertad en que se halla la cultura y en que el hombre se transforma y crece. Había que impedir a toda costa la libertad, la cultura, la transformación y el crecimiento del español. Y como no tenían potencias bastante para impedirlo por sí, se entendieron con los que tenían en el mundo el triste papel de mutilar al hombre.

Y ésto quiere decir, mejor que todas las explicaciones teóricas, como España es, —destino apropiado a las gentes que vienen de Cervantes, de Goya, de Served, de Suárez y de Vitoria— la encargada de pelear por nosotros en la trinchera más difícil y sangrienta. Hace dos años ahora que esa trinchera es una de las líneas directrices de la Historia. Por eso, por ser nuestra y por ser de todos, por arrancar de Madrid, de Valencia y de Barcelona para marcar el camino del Mundo, no importa demasiado si su defensa es victoriosa o fracasada. Esa gran batalla se ofrece fuera del lindero geográfico y más allá, lo hemos dicho, de la medida del tiempo. Si el pueblo español, afincado en su dolor de siglos, juró la libertad como modo de vida, la libertad será larga, invencible, como la vida del pueblo español. El dominio de la fuerza no puede contra la vida. Bien lo saben los pueblos hispánicos de América que vencieron a los Queipos, Francos y Molas de sus tiempos. La lucha de ahora es de más honda humanidad, va más allá en su noble ambición; es la vida misma en el impulso por realizarse. Frente a esta lucha, ¿qué puede ser una ciudad perdida, un combate desdichado o un aniversario de su inicio?

En el peor momento de su vida militar, perseguido por la derrota y arruinado por la enfermedad, después de Pativilca, alguien preguntó a Bolívar, que ya no tenía ni ejército, ni fuerza física, ni amigos, qué había que hacer. En su lecho de enfermo, sin fuerzas para incorporarse, el Libertador dijo, sencilla y naturalmente: Pues una sola cosa: ¡Vencer! Y Bolívar venció, no tanto por sí, y era fuerza grande la de un hombre que hace en la derrota su fé, sino por el ímpetu popular que pedía caminos de ascensión. El pueblo de España ni está arruinado en su fuerza como Simón Bolívar, ni está solo en su tragedia. No decimos que va a vencer; aseguramos que ha vencido ya. Y en su triunfo, triunfo sobre aniversarios, lágrimas y sangre, está el nuestro, el de los pueblos que tuvieron un hombre que, como los españoles de hoy, no fiaron en la contingencia, sino en la verdad. Alquí nos reuniremos dentro de un año a festejar esa verdad triunfante: una verdad sobre pies firmes; la verdad del pueblo que habrá comenzado al fin, la carrera que no tiene final. 


Juan Marinello
La Habana, 19 de Julio de 1938

Publicado en Facetas de la actualidad Española, núm. 4, agosto de 1938









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