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2404. Una historia de Ibiza IX

El Almirante Antequera ante la ciudad de Ibiza


IX

Volvieron al refugio del bosque.

Desde el intento frustrado de fuga, Pau y el anarquista, cuando estaban ante Javier, apenas si se expresaban por monosílabos. Parecían heridos en su amor propio de hombres de mar, acostumbrados a riesgos más difíciles que los que suponía aquel viaje sin motor, a la vela y en una buena barca.

—Cuarenta y ocho horas hubiéramos tardado en arribar a Denia —dijo Pau, por fin, rompiendo el silencio de todos aquellos días.

—Hay que robar una —fue la respuesta de Escandell.

—¿Sabes tú dónde está? Porque a remo no llegaríamos nunca.

El anarquista se calló.

Javier comenzaba a presentir el final de aquella involuntaria aventura. ¿Qué podía hacerse en una isla donde ya ni los motores de las barcas tenían llave? ¿Esperar? Una espera demasiado larga. «En el castillo se sabrá que los que todavía no están presos andan escondidos por los montes. Cualquier madrugada la Guardia Civil nos batirá, encarcelándonos o matándonos aquí mismo, entre estos árboles. ¿Y cómo defendernos de unos tricornios con fusiles? ¿A pedradas?» Ni había piedras en aquel lugar. Si los soldados del fuerte, al menos, intentasen algo... Pero aún era demasiado pronto. Los recordaba muy bien: todos con caras de pobres campesinos engañados, al mando del oficial que leía y pegaba en una de las fachadas del paseo la declaración del estado de guerra en la isla. Sabía, además, que, bajo pena de muerte, no los dejaban bajar solos a la ciudad ni comunicarse con los presos. «Esperar, apretando los puños. Resistir.» Pero ¿hasta cuándo? ¿Es que acaso en España iban a acordarse de aquel perdido trozo de tierra? «Hace muy bien el Gobierno en dejar para el fin la toma de Ibiza. Las nuevas milicias españolas tendrán ciudades y pueblos más importantes, más urgentes que reconquistar. Si es que escapo con vida de esta isla y si para entonces la insurrección no ha sido sofocada, me alistaré en las milicias del Sur y lucharé en los frentes andaluces.» Y Javier se acordó de Jerez de la Frontera, su pueblo natal, en donde había vivido hasta los diecisiete años, y en donde aún residían sus padres y sus hermanas. La familia. Se entristeció. Y cambió aquel pensamiento por este otro: «Si los facciosos resisten, habrá que destruir las bodegas.» Para él, además de una inmensa riqueza que pasaría a manos del pueblo, las bodegas eran toda la poesía de su infancia. «No, no será necesario. La victoria llegará mucho antes.»

—Cuando la isla sea reconquistada y después del triunfo definitivo, ¿qué vais a hacer vosotros? Porque la vida de Ibiza cambiará, y con esto también la vuestra —preguntó, sondeando a los dos pescadores.

—Lo primero, pedir a Madrid que nos mande gente buena para que aprendamos. Aquí nadie sabe nada.

Estos eran los deseos de Pau: aprender, pero de alguien que viniera de fuera. Tenía esa superstición.

—En Barcelona hay muchos Ateneos Libertarios... —comenzó Escandell.

—¡Manías! Hace falta otra cosa.

Ya iban a pelearse, como siempre, cuando un ruido nuevo y extraño, que crecía con rapidez, les paró en seco las primeras palabras. Venía como del mar y, sin embargo, no sonaba a motor de gasolinera. Los tres, a una, se levantaron, corriendo a asomarse en dirección de la playa. El ruido aumentaba, metálico y sonoro, haciendo vibrar toda la anchura de la isla. No había ya que dudar: bajaba abiertamente del cielo, cayendo como un canto de inmensos abejorros sobre las cabezas levantadas y en éxtasis de los tres compañeros. Dos hidroaviones, rutilantes de sol, recorrían, jugueteando, persiguiéndose, todo el cielo azul de Ibiza. Pasaban en aquel instante sobre los claros de cielo del pinar. Un escape de puntos luminosos salía de cuando en cuando de sus colas. Los puntos, poco a poco, desuniéndose y disgregándose, se iban agrandando hasta convertirse en una lenta lluvia de hojas de papel. Los pulsos de Javier y los dos pescadores parecían que fueran a romperse, los ojos intentaban salirse.

—¡Son nuestros! ¡Y tiran proclamas! Hay que hacerse con ellas.

Antes aún de que Javier hubiera gritado estas palabras llenas de ansia y júbilo, ya Pau y Escandell habían desaparecido monte arriba. El también corrió, bajando a una hondonada de piedras y matorrales. Poco después, las manos llenas de hojillas y periódicos, volvían a reunirse.

«¡Ibicencos! La escuadra y la aviación republicanas vienen a libertaros. No queremos inútiles derramamientos de sangre.»

Y dirigiéndose al comandante faccioso: «Si a las cuatro en punto de esta tarde no se iza en el castillo la bandera blanca, lo bombardearemos y desembarcaremos en la isla.»

Eran las doce de la mañana.

En grandes titulares prometía la primera página de los periódicos, también llovidos del cielo:

«Hoy, fecha en que don Jaime I, el Conquistador, ganó las Baleares para Aragón y Cataluña, catalanes y valencianos reconquistaremos la isla de Ibiza.»

Releyeron en alta voz una y otra vez, hasta perder la cuenta, aquellos maravillosos mensajes caídos a la tierra cuando ya la desesperación y el desánimo empezaban a nublarles la fe y la confianza.

—Ya habrán desembarcado en Formentera —dijo Pau, al oír alejarse el zumbido de los motores, cortándose de súbito.

El pinar de los refugiados comenzó a inquietarse. De las cuevas altas y los pinos cimeros, hombres con barbas de veinte días y ojos de animales monteses bajaban por pequeños grupos, no atreviéndose aún a llegar a la playa. Se iban quedando, recelosos todavía, por entre los lentiscos y escondites roqueros. Torres, el campesino, que algunas noches dormía en el pajar de su padre, subió, relampagueantes los ojos:

—A las cuatro podremos bajar a la ciudad. Los salineros se preparan. Nos uniremos a las tropas leales.

El día avanzaba. Javier, como un autómata, miraba a cada instante su reloj. Tímidamente se destacó un refugiado de los grupos dispersos, acercándose:

—Dicen que en el castillo han puesto ya la bandera blanca y que uno de los capitanes rebeldes se ha pegado un tiro.

—El comandante ha lanzado una proclama diciendo que antes que rendirse derramará con los suyos hasta la última gota de sangre. Me lo ha dicho el cartero de San Jorge.

—¡Manías! A las cuatro en punto llegarán nuestros barcos: pues a las cuatro y cinco ya no habrá más comandante. ¡Se acabó!

Todos rieron el comentario de Pau a las noticias del campesino. Fueron acercándose más hombres, apareciendo también algunas mujeres con anchos sombreros de paja. Eran las primeras que veía Javier desde que pudo escapar de su molino. En las caras de todos se sentía que la liberación estaba cerca, que aquella vida atemorizada del bosque iba a terminarse.

—Son las cuatro menos cinco —gritó, jubiloso, Escandell.

—Pues ya debían oírse los motores.

—No van a ser tan puntuales.

—¿Qué harán los señoritos del castillo cuando aparezcan los barcos?

—No es tan difícil saberlo.

Aquí alguien habló con claridad y sin rodeos del cambio de color que sufrirían los calzones facciosos ante las unidades de la escuadra republicana.

—Sería criminal la resistencia —dijo una mujer.

—¿Y si resisten?

—¿Con qué?

—Los matarán a todos.

—¿Qué culpa tienen los pobres soldados?

—A ésos no les pasará nada.

—Se rendirán, ya lo veréis.

Hubo un silencio lleno de ojos vigilantes. Javier, disimuladamente y con miedo, volvió a mirar su reloj. Eran más de las cuatro y media. No quiso decir nada. ¿Sería posible? La Voz de Ibiza, en una de sus informaciones redactadas por los facciosos, afirmaba que toda la flota se había sumado al movimiento de «liberación nacional». «Imposible. Una burda patraña», pensó Javier. Y no se equivocaba, porque en aquel instante, el mismo zumbido de por la mañana se perfiló hacia la raya de Formentera.

—¡Viva! —gritaron todos, como a una señal, ondeando unos los pañuelos, otros las camisas y chaquetas quitadas.

Seis hidroaviones, plateados y finos, avanzaban en línea de combate. Bajo ellos, ágiles, recortados, dos destructores, cuyos nombres se iban dibujando al ir partiendo el agua y enfilar el castillo. Al detenerse frente a él, Javier y todos los ibicencos del bosque ya habían repetido en voz alta:

—¡Almirante Miranda! ¡Almirante Antequera!

Los hidros, esperando ver levantarse la bandera blanca sobre las torres, volaban en ronda y a escasa altura sobre las murallas y los barrios altos de Ibiza.

—¿No oís? —dijo Javier—, Les tiran con fusiles.

—Con una sola bomba que arrojasen se acabaría todo.

—No, no. ¿Y nuestros presos?

Los refugiados se sobrecogieron, callándose. De uno de los barcos lanzaron al agua una gasolinera, tripulada por un oficial y varios marineros. Un banderín blanco le temblaba en la popa.

Pero al instante, la insignia de paz fue tiroteada con ametralladora.

—¡Canallas! ¡Quieren sangre!

Los barcos se movieron ligeramente de costado.

—Van a disparar.

—Hacen bien.

Allá por los viñedos y olivares, doce cañonazos desvelaron el eco perdido de la isla. Los hidroaviones, vueltos de oro con el atardecer, aparecían y desaparecían, sonando ya por el Oeste, ya por el Sur, por Santa Eulalia o San Antonio. El mar, los molinos, los barcos, los árboles, las calles y las murallas bajo el cielo poniente de la isla, todo era tan irreal, como si sucediese suspendido en el aire y solamente para recreo de los ojos. Los doce proyectiles se habían estrellado, secos, contra la base de las murallas. Aquellas viejas piedras eran aún de pecho bravo y resistente. Desde lejos se sentía su fuerza.

—Mientras tiren así, ¡nada!

—Los nuestros no quieren sangre.

—Tres cañonazos al castillo y todo terminaría.

Susurró un salinero:

—Allí tengo a mi hermano.

—También yo al mío. Y éste, a su padre.

—Todos los presos son camaradas.

—Pero veréis: van a tirar contra las torres.

—¡Qué remedio!

—Es la guerra.

—Si lo hacen, es porque ignoran que allí está nuestra gente.

—Para eso, para que no tiren, el comandante la encerró en el castillo.

—Pero van a disparar otra vez. Van a disparar.

—Es necesario.

Simultáneamente, Javier y todos los refugiados sintieron deseos de no ver, de apretarse la angustia con las manos. Iban a disparar, y ahora, sin más remedio, tendría que ser contra las torres. «Es necesario.» Javier había pronunciado estas dos palabras sabiendo todo el horror y la triste responsabilidad que encerraban. «Es necesario.» ¡Cuántas bocas autoritarias las estarían repitiendo en aquellos instantes por toda la Península! «Es necesario aniquilar a esos bestias, para que no nos aniquilen ellos a nosotros. Es necesario matarlos, para que no nos maten. Por nuestras mujeres, nuestras hermanas, por el porvenir de nuestros hijos.» Pensó de golpe en muchas otras frases y estribillos repetidos mil veces en los mítines y leídos diariamente en la prensa revolucionaria. Y aquellos marineros habían llegado a Ibiza con ese fin: con el de exterminar de una vez para siempre a los enemigos del pueblo, del suyo, por quien él vivía, se desvivía y estudiaba. «Van a disparar. Pero es necesario que lo hagan contra el castillo: doscientos, trescientos proyectiles, los que hagan falta, hasta que el adversario, rendido, ice bandera blanca en las almenas. ¡Pronto! ¿A qué tardar? Mas ¿y los presos, los camaradas allí hacinados desde hace más de veinte días? No lo saben los barcos, no pueden saberlo. Y ya es imposible advertírselo. Tres cañonazos, cuatro, y se les vendrán encima las viejas techumbres. ¡Eh, compañeros, desviad el tiro! ¡Más a la izquierda!»

Pasaban de doscientos los encarcelados: el dueño del Bar La Estrella, Antonio el carpintero, aquel obrero que les subió noticias al monte... Sólo Javier conocía a estos tres. Pero veía a todos los demás, los imaginaba, temerosos y alegres a un mismo tiempo, sintiendo con el retemblar de los muros la presencia de los buques de guerra leales. «Van a disparar, van a disparar.»

El eco de la isla volvió a estremecerse, prolongándose esta vez con una voz rodada de derrumbo. Los cañones del Miranda y el Antequera humeaban aún, corriendo sobre sí un viso azul y oro que los difuminó unos instantes.

—Han sido cuatro —dijo Escandell.

—Dos han pegado en las torres; los otros, en las murallas —añadió Pau.

Hubo un silencio ávido y angustioso. Los ojos no querían ver, los oídos no querían oír. ¿Dispararían de nuevo? Una nube, que más parecía de polvo que de humo, remontaba del castillo. El mar se había puesto de cobre y el color plomizo de los barcos iba ennegreciéndose. Más lejos, como un gruñido intermitente, sonaban aún los hidros. Después, nada. Un reposo absoluto. Una terrible oscuridad, llena de ojos desvelados, en espera del alba.


Rafael Alberti, 1937
Una historia de Ibiza - Capítulos IX
"Relatos y prosa", Bruguera 1980











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