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2599. Despachos de la guerra civil española XXIII




Delta del Ebro, 18 de abril

La zanja de riego estaba llena de la generación de ranas de este año y a medida que uno chapoteaba por ella se dispersaban, saltando como locas. Una hilera de muchachos yacía detrás de una vía férrea, después de cavarse cada uno de ellos una pequeña trinchera en la grava junto a 1as vías, y sus bayonetas asomaban sobre los brillantes rieles que pronto estarían oxidados En todos sus rostros se veían las variadas expresiones de los hombres —chicos convertidos en hombres en una sola tarde— que esperan el combate.

En la otra orilla del río el enemigo acababa de tomar la cabeza de puente y las últimas tropas lo habían cruzado a nado después de que fuera volado el puente de pontones. Ahora llovían granadas desde la pequeña ciudad de Amposta, al otro lado del río, cayendo al azar en el campo abierto y a lo largo de la carretera. Se podía oír el doble ruido de las ametralladoras y el veloz sonido de una tela al ser rasgada y surtidores de tierra parda se elevaban entre las vides. La guerra tenía la cualidad absurda e inofensiva que posee cuando se disparan las armas antes de una observación adecuada y un control estricto del tiroteo y este corresponsal caminó por la vía férrea en busca de un lugar desde donde observar qué hacían los hombres de Franco en la otra margen del río. A veces, hay en la guerra un peligro mortal que convierte el caminar erguido a una cierta distancia en una insensatez o una bravata. Pero hay otras veces, antes de que todo empiece de verdad, en que es como los viejos tiempos, cuando uno daba la vuelta al ruedo justo antes de la corrida. Sobre la carretera de Tortosa los aviones descendían en picado y ametrallaban. Los aviones alemanes, sin embargo, son absolutamente metódicos. Hacen su trabajo y si uno forma parte de su trabajo, no tiene suerte. Si no está incluido en su trabajo, uno puede acercarse mucho a ellos y observarlos como se observa comer a los leones. Si sus órdenes son ametrallar la carretera al volver a la base, uno está perdido. Pero si han terminado el trabajo contra un determinado objetivo, vuelan de regreso a casa como empleados de banca.

En las cercanías de Tortosa la situación parecía mortal solo por el modo de actuar de aviones. En cambio aquí abajo, en el Delta, la artillería aún se estaba calentando como lanzadores de béisbol en el descansadero. Uno cruzaba un tramo de carretera que otro día debería cruzar de un salto para salvar la vida, y se dirigía a una casa blanca situada sobre un canal paralelo al Ebro, que dominaba toda la ciudad amarillenta del otro lado del río, donde los fascistas preparaban su ataque. Todas las puertas estaban cerradas y uno no podía subir al tejado, pero desde el sendero de tierra dura que bordeaba el canal podía observar a hombres deslizarse entre los árboles hacia la alta y verde orilla del otro lado. La artillería del gobierno disparaba contra la ciudad, enviando repentinos surtidores de polvo de piedra desde las casas y el campanario de la iglesia donde había sin duda un puesto de observación. Pero aún no existía sensación de peligro.

Uno había estado durante tres días en la otra margen del río mientras avanzaban las tropas del general Aranda, y la sensación de peligro, de tropezar de repente con la caballería o tanques o coches blindados, era algo tan válido como el polvo que se respiraba o la lluvia que posaba por fin el polvo y azotaba el rostro en el coche descubierto. Ahora había finalmente contacto entre los dos ejércitos y se libraría una batalla para conquistar el Ebro, pero después de la incertidumbre, el contacto era un alivio.

Ahora, mientras observaba, vi a otro hombre deslizarse entre los verdes árboles de la otra margen y después a tres más. Entonces, de repente, en cuanto se perdieron de vista retumbó el súbito, agudo y cercano tableteo de las ametralladoras. Con este sonido se acababan todos los paseos, toda la sensación de ensayo general de antes de la batalla. Los chicos que habían cavado refugios para sus cabezas detrás del terraplén de la vía férrea tenían razón, y a partir de ahora el espectáculo era asunto suyo. Desde donde yo estaba podía verlos bien protegidos, esperando con paciencia. Mañana les tocaría el turno a ellos. Observé la aguda inclinación de las bayonetas sobre las vías.

La artillería estaba cobrando cierto ánimo ahora. Dos acertaron un lugar bastante útil y cuando el humo se desvaneció y posó entre los árboles, agarré un puñado de cebollas de primavera de un campo contiguo a la senda que conducía a la carretera principal de Tortosa. Eran las primeras cebollas de esta primavera y al pelar una encontré que eran blancas y no demasiado fuertes. El Delta del Ebro tiene una tierra buena y rica, y donde crecen las cebollas, mañana habrá una batalla.


Ernest Hemingway
Despachos de la guerra civil española (1937-1938)





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