«Villafranca del Bierzo, León. Julio 1936
Los golpes en la puerta, fuertes y secos, rompieron el
silencio estridente de la noche. Fuera, una voz rotunda, aunque apaga- da,
gritaba a golpe de susurros, intentando que le oyeran dentro de la casa, con la
prudencia de quien no quiere ser escuchado más allá de esos muros.
—¡Abre, Anselmo! —y volvían los golpes a la puerta.
Un ruido dentro, pasos que se acercaban, fueron la señal
para que Eugenio dejara de llamar. Suspiró aliviado, aunque con la
respiración acelerada por la urgencia.
—¿Qué diablos pasa a estas horas, Eugenio, a qué vienen
estos golpes?
—Rápido, Anselmo, tenemos que irnos lo antes posible — el
que había salido a abrir la puerta de su casa, preocupado por las horas en las
que alguien llamaba de aquella forma, vio el rostro taciturno de su amigo
Eugenio y mirando más allá de éste, a la calle, sombras de hombres, mujeres
y niños que corrían cargados con maletas de un lado para otro. En silencio.
El miedo había llegado a Villafranca. Como temían.
—Pero ¿por qué ahora de noche?
—Los rebeldes están a punto de regresar, dentro de unas horas los
tendremos aquí. Es horrible lo que cuentan de ellos, Anselmo, debemos huir —y
bajó la mirada al pronunciar estas últimas palabras.
Eugenio era el herrero del pueblo. Un tipo duro acostum-
brado al trabajo pesado. Socialista convencido, siempre había manifestado su
alegría por el cambio político que inundaba España de esperanza y justicia.
En las frecuentes conversaciones en las tabernas del pueblo, cuando se hablaba
de la posible reacción de la derecha ante estos cambios, aseguraba que
estaba dispuesto a luchar por la República hasta las últimas consecuencias.
Era una declaración generada por la efervescencia de la victoria de las
pasadas elecciones de febrero, donde el Frente Popular había lo- grado hacerse
con el gobierno. Había sido de los que, como An- selmo, se había lanzado a la
calle en aquella manifestación en defensa de la República y de Azaña. Cuando
se confirmó el alzamiento militar, su esposa, una mujer brava y de fuerte
carácter, le había impedido abandonar el pueblo junto a una columna de
trabajadores que, como él, defendían las ideas republicanas. Aquéllos
marcharon rumbo a Ponferrada antes de que llegaran las tropas rebeldes desde
Galicia.
—Tengo familia que cuidar —se excusó, sintiendo su propia acusación.
Anselmo no le dijo nada. Se limitó a mirarle preocupado.
¿Adónde irían?
—Yo no tengo nada que temer, Eugenio. Solo soy un maestro. De momento, no han señalado a nadie...
—No estés tan seguro. De momento, están afianzando posiciones, pero cuando las tengan...
—¿Y Gabelas?
—Sigue detenido. Y ya lo conoces: aunque pudiera no huiría. Hubiera hecho bien nuestro alcalde abasteciendo desde el principio con
armas al pueblo —dijo Eugenio en un intento, a todas luces tardío, de
recuperar el espíritu revolucionario que se le escapaba con la huida.
El alcalde de Villafranca, buen amigo de Anselmo, Antonio
Gabelas, se había mostrado cauto en un inicio a armar a los diferentes
grupos de trabajadores y sindicalistas del pueblo. En diver- sas reuniones
celebradas los días posteriores al alzamiento militar pocos le dieron la razón,
entre ellos Anselmo, para que los áni- mos no se caldearan más de la cuenta.
—¿Qué sucede? —Sofía se había acercado por la espalda a
su marido, alertada por los golpes y las voces calladas de los dos.
Miró preocupada a Eugenio y éste volvió a bajar la
mirada ante la mujer del maestro, se dio la vuelta y caminó hacia la esquina
de la calle donde le esperaban su mujer y sus dos hijos con su escaso equipaje.
—Tenemos que irnos, Sofía. Ahora mismo nos llevaremos lo
justo. No tardaremos en volver, estoy convencido. Yo no he hecho nada malo
—dijo con un tono que pretendió ser tranquilo, pero del que se deducían
muchas dudas.
Recogieron lo que pudieron en silencio. Los libros los dejamos, me llevaré únicamente un par para leerle a José por las noches.
Despertaron al pequeño que dormía ajeno a todo lo que le rodeaba. Se tomó
aquello como una especie de aventura, aunque no le pasó desapercibida la
seriedad reflejada en los rostros de sus padres. Pero el niño, en ese
instante, no era del todo consciente del trágico momento que le estaba tocando
vivir».
Fernando García Lobo
El silencio de los justos - Capítulo I
«Unas flores desconocidas en la tumba de su padre son el punto de partida de la investigación de José para saber quién y por qué realiza esa ofrenda. Con una vida desordenada a nivel emocional, esta búsqueda en el pasado de su familia le sirve no sólo como vía de escape a sus problemas, sino que acaba representando un acercamiento a su padre para cerrar cuentas pendientes y curar heridas pasadas. Narrada en dos líneas argumentales, pasado-presente, y a caballo entre Barcelona, la comarca leonesa del Bierzo (donde transcurre buena parte de la trama) y Asturias; esta historia nos hará viajar a la Guerra Civil española y al periodo de la posguerra para ser testigos de las injusticias cometidas. Tanto en un tiempo como en el otro, la historia indagará en los personajes mostrándolos tal y como son por dentro. Sus sentimientos, miedos y anhelos, mezclados con la esperanza de un futuro mejor. Una historia sobre las dificultades de la vida donde la amistad y sobre todo el amor resultan fundamentales para seguir a flote cuando todo se ha hundido alrededor. Tanto en el pasado como en el presente.»
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