No hay mucha gente que sepa lo que
ocurrió en esta zona del sur de Francia. Y, sin embargo, el campo de
concentración que se instaló allí resume uno de los momentos más trágicos de la
historia del viejo siglo XX.
Miguel Martorell / El País.com / 22.08.2014
Lo primero que llama la atención al llegar
es la altura de los árboles y la frondosidad del bosque. No porque los árboles
sean más altos que otros de la vecindad, ni porque el bosque sea más tupido que
otros muchos que pueblan el Bearn, frescos en verano, gélidos en invierno. Lo
que ocurre es que uno no esperaba encontrar allí un bosque. Ni mucho menos que,
tras comprender que solo puede tener unas décadas, fuera tan compacto, tan
oscuro y silvestre. Sorprende el empuje de la naturaleza, parejo al de aquellas
películas de ciencia ficción donde la Estatua de la Libertad figura en medio de
la selva o mecida por las olas. Solo que en esta ocasión los árboles no
esconden un símbolo de la libertad, sino todo lo contrario: bajo sus raíces
hubo no hace tanto un campo de concentración.
Fue desmantelado a finales de 1945. Sus
desechos se vendieron como chatarra, los restos se incendiaron. Sobre su
emplazamiento, en 1950, se plantó el bosque. Y frente al bosque solo quedó un
cementerio con más de mil muertos: no se atrevieron a arrasarlo. Es fácil
comprender que quisieran borrarlo del mapa: nadie desea vivir junto a un
símbolo de la ignominia. Al fin y al cabo, Gurs es un hermoso pueblecito de la
Navarra francesa. El camino hacia el campo está festoneado de coquetas casas
residenciales, palacetes a la parisina construidos para veraneantes al comenzar
el siglo pasado o típicas viviendas de estilo local, con sus enormes tejados.
Ciertamente, desentonaba con el encanto del pueblo.
El campo de Gurs es uno de los varios
espacios en los que Francia refrenó la avalancha de republicanos españoles que
atravesó los Pirineos huyendo de las tropas de Franco al acabar la Guerra
Civil, en el invierno de 1939: cerca de medio millón cruzaron la frontera tras
la caída de Cataluña. No quiso el Gobierno republicano francés que sus
correligionarios españoles se extendieran por todo el país y estableció en el
sur varios centros de internamiento: Argèles-sur-mer, Rivesaltes, Barcarès,
Septfonds, Gurs… Algunos apenas albergaban construcciones, como la playa de
Argèles, cerca de Colliure, donde una cerca delimitaba el espacio en el que a
la intemperie se hacinaron 100.000 españoles en un invierno tan frío como no se
recordaba en años, con varios centímetros de nieve sobre la arena mediterránea.
No había en los
barracones ningún equipamiento; los presos dormían en el suelo
Gurs se construyó entre marzo y abril de
1939 para aliviar la sobrepoblación de la playa de Argèles. Fue el mayor de los
“campos de internamiento administrativo” —como eufemísticamente los denominaba
la jerga burocrática francesa— destinados a contener a los españoles. Cercado
por una doble red de alambre de espino, medía casi dos kilómetros de largo y
estaba dividido en 13 islotes, cada uno de ellos con 25 barracones de madera:
todos iguales, de 6 metros por 30, alojaban a 60 presos cada uno. No había en
los barracones ningún equipamiento: ni camas, ni estanterías; los presos
dormían en el suelo. Cada islote tenía cocinas y letrinas comunes. El suelo era
de tierra y con la lluvia, siempre copiosa, se transformaba en un pantano: “En
cuanto salíamos del barracón, nos hundíamos en un suelo esponjoso hasta los
tobillos”, recordaba un superviviente. Gurs podía retener a unas 20.000
personas: era el núcleo más poblado de la región tras Pau y Bayona. Por él
pasaron más de 25.000 españoles y brigadistas internacionales que lucharon en
España. Cerca de una treintena perdieron allí la vida y hoy reposan en su
cementerio.
Los españoles, empero, constituyen solo
una pequeña parte de los habitantes del cementerio de Gurs. La mayoría son
judíos. Y ello es así porque el campo tuvo en sus seis años de vida una
intrincada historia. La mayoría de los españoles fueron expulsados entre
finales de 1939 y principios de 1940. A muchos los repatriaron: el Gobierno
francés los entregó en mano a la maquinaria represiva franquista. Otros, sin
alternativas, regresaron por su cuenta y afrontaron una suerte parecida.
Algunos fueron reclutados —más o menos voluntariamente— para los batallones de
trabajo que construían trincheras en el frente, a la espera de la invasión
alemana, o en el Ejército francés. Solo unos pocos tuvieron la fortuna de
permanecer en el sur de Francia, de encontrar allí un trabajo o una familia que
les brindaran la oportunidad de empezar una nueva vida.
Entre agosto de 1939 y la primavera de
1940 los franceses confinaron en Gurs a ciudadanos alemanes. Fueron los meses
de la drôle de guerre, o guerra de broma. Mientras los nazis
estuvieron ocupados en el frente del este no hubo operaciones bélicas en Europa
occidental, pero la contienda ya había comenzado y Francia recluyó en campos a
los alemanes residentes en el país. Una terrible paradoja, pues la mayoría eran
refugiados políticos o judíos huidos del Tercer Reich. Hannah Arendt, por
ejemplo, pasó por Gurs aunque logró abandonarlo en julio. Cuando finalmente
llegaron los nazis se encontraron que los franceses habían hecho el trabajo
sucio de recluir a sus opositores. Como observó Arendt con ironía, los
disidentes alemanes fueron ingresados “por sus amigos en campos de
internamiento y por sus enemigos en campos de concentración”.
La última tanda de reclusos
fue de 1.500 guerrilleros que luchaban contra el franquismo
Tras la ocupación alemana y la creación
del régimen títere de Vichy, entró la tercera oleada de cautivos. Los nazis y
sus aliados franceses llenaron el campo con quienes reputaban como indeseables:
disidentes políticos, gitanos y judíos. Judíos franceses detenidos por las
autoridades de Vichy, judíos alemanes trasladados desde Baden, Renania y el
Sarre: llegaron, en total, unos 18.000 judíos. Más de mil murieron debido a la
desnutrición y al frío, implacable en el crudo invierno del Bearn. No corrieron
mejor suerte los supervivientes. Gurs fue la “antesala de Auschwitz”, escribió
hace unos años Jorge Semprún, pues allí fueron deportados los internos judíos
entre 1942 y 1943. No era un campo de exterminio, no tenía cámara de gas. Pero
sí fue una escala en el camino hacia las cámaras de gas.
Expulsados los judíos, Gurs languideció
hasta la liberación del sur de Francia, en agosto de 1944, cuando las nuevas
autoridades encerraron allí a prisioneros alemanes y colaboracionistas
franceses. La última tanda de reclusos la integraron… republicanos españoles.
Esta vez fueron cerca de 1.500 guerrilleros que desde la frontera francesa
hostigaban a la España franquista. Habían perdido dos guerras, la española y la
mundial, y la Francia recién liberada no sabía qué hacer con ellos. Fueron
puestos en libertad en pocos meses y en diciembre de 1945 el Gobierno francés
clausuró el campo. De este modo se cerró el círculo: presos españoles
estrenaron Gurs; presos españoles fueron los últimos en abandonarlo. Luego
vinieron el bosque y el olvido.
No hay mucha gente en España que sepa
dónde está Gurs ni qué ocurrió allí o en otros campos del sur de Francia como
Septfonds, Barcarès o Argelès. O en Mauthausen, el campo de concentración nazi
donde murieron más de 8.000 españoles. Son nombres chocantes, de extraña
resonancia. Parecen ajenos y sin embargo constituyen una pieza esencial de
nuestra historia. A principios de este siglo Jorge Semprún escribió su única
obra de teatro: la tituló Gurs, una tragedia europea. Superviviente
del campo de concentración nazi de Buchenwald, Semprún sabía que en aquellos
años la historia de España y la de Europa formaban una sola y que Gurs
testimoniaba dicho vínculo, como también atestiguaba la barbarie que asoló el
continente en las décadas centrales del pasado siglo, desde Algeciras hasta los
Urales.
Así lo refleja su cementerio, sito frente
a un bosque oscuro y húmedo, plantado para borrar el recuerdo de todo aquello.
Un cementerio donde más de mil hombres y mujeres hallaron la paz que les fue
negada en vida. Paseando entre sus lápidas se pueden ver apellidos tan
diferentes como Klein, Durlacher, Gómez, Kauffmann u Orzolkowski. Nombres de
gentes venidas al mundo en lugares tan distantes, y allí tan cercanos, como
Karlsruhe, Odessa, Rotterdam, Torredonjimeno...
Miguel Martorell es
profesor de Historia Contemporánea de España en la UNED
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