Mucho han cambiado las cosas en cuatro años.
Si este salón de Plenos del Tribunal Supremo hablara podría contar
muchas cosas. Durante cuatro años, en este salón han ocurrido sucesos
sensacionales. Aquí vinimos a principios del año 1931 llenos de emoción republicana, y en el
banquillo donde hoy se sientan los hombres de la Generalidad se sentaron
entonces, también custodiados por dos inmóviles guardias civiles, los que pocos
días después gobernaban la República. ¡Parece que fue ayer! Y , sin embargo, el
mundo ha dado muchas vueltas. Algunos de aquellos hombres están hoy ocupando
las más altas magistraturas del Estado. Otros están fugitivos o presos. Uno de
ellos, el señor Casares Quiroga, después de correr también los más distintos
avatares, está aquí hoy tranquilamente esperando a que el Tribunal lo llame
para deponer como testigo.
Nadie está donde estaba entonces. Todos aquellos hombres han recorrido
caminos accidentadísimos y largos en tan poco tiempo. Es decir, hay uno, un
solo hombre de los que aquellos días fueron protagonistas, que está donde
estaba.
El señor Ossorio y Gallardo viste hoy, como durante aquellos días
memorables, su toga de defensor. Está donde estaba. Es el único representante
de la continuidad en esta sala de las sorpresas, porque hasta los Tribunales,
que por ser lo más serio de este salón parecen lo más mutable, también han
cambiado mucho. El año 1931 el Tribunal estaba compuesto por imponentes
generales. Era el Consejo de Guerra y Marina el encargado de juzgar a los hombres civiles que
se habían sublevado por la República.
Año y medio después se operó la
transformación radical. Los generales estaban entonces sentados en el banquillo
(me refiero al proceso del general Sanjurjo y sus compañeros), y el Tribunal
estaba formado, en cambio, por hombres de toga. En la sala sexta del Supremo la
que entendía en aquella vista, también sensacional. Hoy, los juzgadores no son
tampoco hombres de toga. A los exconsejeros de la Generalidad va a juzgarlos el
Tribunal de Garantías. Es el más alto Tribunal de la República, un Tribunal que
viste de americana. Mucho han cambiado las cosas en cuatro años.
Audiencia pública
La
verdad es que este proceso, a pesar de ser importantísimo, no ha despertado la
expectación que otros análogos. Debe de ser porque ya estamos tan acostumbrados
a las emociones fuertes que no nos producen sensación. A pesar de todo, hay
bastante cola de público. El número uno de la cola lo ocupa todos los días el señor
Pi y Sunyer, un ejemplo más de estos cambios bruscos a que nos hemos referido.
El señor Pi y Sunyer ha sido durante estos cuatro años consejero de la
Generalidad, ministro de Trabajo de la República y alcalde de Barcelona.
Ahora es simplemente un «colista»
que siente la vanidad de ser el primero. Vayan ustedes a saber… A lo mejor esto
le produce más satisfacción que ser exministro.
Los procesados han llegado en
un coche muy grande, con policías y guardias civiles; pero nadie los ha visto
más que de lejos. Todos los ocupantes del salón, que ya está lleno, tenemos los
ojos fijos en la puerta por donde han de salir los procesados.
Cuando aparecen,
seguidos de los guardias, hay grandes murmullos, y se multiplican los
comentarios.
—Parece que está más viejo Companys…
—Yo encuentro que está mejor que nunca…
—Y aquel alto,
¿quién es? —Ese es Lluhí.
—¡Anda! ¿Pues no decían que estaba enfermo? Tiene un
gran aspecto. La cárcel le ha sentado mejor que el Palace, que era donde se
hospedaba antes cuando venía a Madrid.
Los comentarios duran mucho rato, todo
el rato que tarda el secretario del Tribunal de Garantías en leer una cosa que
se llama el apuntamiento y que es un «latazo» muy grande que hay que aguantar
siempre que se asiste a un juicio oral.
El silencio se hace, por fin, cuando se levanta a hablar el
primero de los procesados. Es el señor Lluhí, consejero que fue de Justicia de
la Generalidad de Cataluña. Alto, erguido, serio, contestando con seguridad a
las preguntas del presidente.
—¿Cómo se llama usted?
—Juan Lluhí Vallescá.
—¿Su
edad?
—Treinta y siete años.
Al oír esta respuesta, algunas señoritas
espectadoras se empinan todo lo que pueden porque no ven bien al procesado
desde sus asientos.
—No está mal eso de treinta y siete años —comentan—, y,
además, tiene buen tipo.
Continúa el presidente:
—¿Su estado?
—Casado—contesta
inmediatamente el señor Lluhí, y huelga decir que las señoritas que estaban en
la sala con el oído alerta y el ojo avizor han hecho un mohín muy
significativo. Pierden, por fin, todo su interés por este procesado, que es el
más elegante de todos cuando contesta a otra pregunta:
—¿Tiene usted hijos?
—Tres hijos.
Ahora las señoritas espectadoras ya casi se enfadan. Tres hijos a
los treinta y siete años. ¡No hay derecho!
Como los procesados son siete y los testigos treinta o cuarenta, quiere decirse que al día siguiente
de comenzar la vista el presidente está fatigado de hacer tantas preguntas y
nosotros fatigadísimos de oírlas. Menos mal que, gracias a eso, nos hemos
enterado de las interioridades de medio Madrid y de medio Barcelona. Sabemos
que el señor Sánchez Guerra tiene treinta y nueve años y que ha sido procesado
varias veces por delitos de imprenta. Sabemos también que un alto jefe de la
Guardia civil ha nacido en Trujillo. No es tampoco un secreto para nosotros la
edad del señor Salazar Alonso ni la de dos capitanes, un comandante, un general
de la Guardia civil y varios empleados de la radio de Barcelona. Sabemos también los hijos que
tienen todos ellos. Claro que nada de esto nos importaba mucho; pero… el saber
no ocupa lugar, como nos decían de niños.
El primer día de la vista ha
transcurrido un poco aburrido. Las declaraciones, aunque han tenido momentos de
emoción, han sido lentas, demasiado lentas
Al día siguiente, es decir, el
segundo día, se produce el primer movimiento de intensa emoción en la sala. El
presidente ha llamado como testigo al señor Pérez Farrás. De este hombre se
habla constantemente en el sumario.
Era el comandante de los Mozos de Escuadra, y ha estado condenado a muerte. Ahora cumple cadena
perpetua en el Penal de Cartagena. La emoción de la sala se convierte en
angustia dramática cuando se produce el careo entre Pérez Farrás y el
comandante que mandaba las primeras fuerzas que fueron contra la Generalidad.
Los dos están frente a frente. También lo estuvieron hace algunos meses en
Barcelona; pero con las armas en la mano.
La tensión aumenta. Estos dos hombres
pudieron matarse aquella noche.
—Yo no disparé contra tus hombres —dice Pérez
Farrás.
—Tú disparaste, o mandaste disparar. Me mataste a seis artilleros.
¿Y los procesados? ¿Qué
cara pondrán ahora los procesados? ¡Es una lástima que no podamos verlas! Todos
están de espaldas.
Josefina Carabias
Mundo Gráfico, 5 de junio de 1935
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