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2640. Usos amorosos de la posguerra española.- VI. El arreglo a hurtadillas

Fotografía de Francesc Català-Roca



La alerta contra la anarquía, que vertebró toda la política interior y exterior en los años de consolidación del franquismo, tuvo su correlato más fiel en el ámbito de lo doméstico. Son muy frecuentes los textos donde se habla del desorden en términos de enfermedad, y las consignas para combatirla tienen un acento expeditivo y tajante, algo desproporcionado si se compara con la casi total ausencia de alusiones a otras plagas mucho más reales y peligrosas, como por ejemplo la sífilis, que ésa sí que podía traer la calamidad a un matrimonio. Pero aquellos discretos cartelitos de «enfermedades venéreas» colocados bajo el apellido de un doctor en los balcones o portales de algunas casas no pasaron de ser nunca para una gran mayoría de jovencitas casaderas un asunto incógnito y totalmente ajeno a su futuro. En cambio sabían desde niñas que no había males más temibles para la buena salud de la sociedad que los que se incuban en un hogar desorganizado. Y organizarlo era competencia indiscutible de la mujer. Mediante esta prerrogativa, recibía ella las llaves de su reino. Pero lo más curioso —y aquí se apunta un tema sobre el que volveremos más adelante— es que aquella competencia o incompetencia femenina había que demostrarla no sólo a través de las capacidades para gobernar el desorden exterior sino también el interior, o sea la doma de los propios humores y descontentos. Ambas capacidades te equiparaban y te pesaban en la misma balanza, de igual manera que la asignatura de Geografía e Historia no te podía aprobar si te hacía un examen deficiente en una de las materias y brillante en otra.

* Sobre todos los individuos que forman la familia se refleja el malestar que produce un hogar mal organizado. La falta de higiene, el malhumor, la incomprensión, la incompetencia, en fin, de la mujer son causas que producen gravísimos efectos. Los hombres se dispersan y alejan del medio doméstico repelidos por el mal ambiente. Las mujeres se forman defectuosamente, equivocadamente..., el mal se extiende, se generaliza y repercute en la sociedad, que adquiere hábitos de rebeldía, de desorden, pues los individuos llevan en sí el estigma de su mala educación adquirida en el hogar. (1)

No estoy segura de que los hombres se alejaran siempre del «mal ambiente» doméstico repelidos por la enfermedad del desorden, sino muchas veces por el exagerado olor a desinfectante con que se trataba de prevenir. Responsabilizada sin paliativos del buen funcionamiento de la célula familiar, la mujer orgullosa de saber llevar bien una casa y de mantener la disciplina en ella adquiría modos militares y podía llegar a esclavizar a todos cuantos vivían bajo el mismo techo. La lucha contra el enemigo te agudizaba con los cambios de estación y particularmente cuando hacía tu aparición el verano, época más idónea que ninguna para el florecimiento de insectos y microbios.

* La señora es tan buen ama de casa que durante un par de semanas no te puede vivir en ella. Y hasta que empiece la temporada otoñal, te vivirá entre fundas, bayetas, envoltorios de lámparas..., sin temor a los microbios ni al polvo, pero sin escenografía grata y con un confort disminuido, que no todos en la familia admitirán como beneficio de la sabiduría maternal.(2)

Las hijas estaban mucho más predestinadas que los hijos a convertirte en discípulas de esta «sabiduría maternal» hecha de Sidol, plumero, naftalina y zapateados sobre el parquet con los pies envueltos en bayetas amarillas. Más adelante, iban aprendiendo también ciertas triquiñuelas y salvedades de aquel código del orden doméstico, que para alcanzar un determinado nivel de perfección requería ser un tanto invisible y secreto. La mujer había de representar a la vez los papeles de Marta y de María, y la primera tenía que estar preparada a esfumarse, es decir, a quitarte la bata y los rizadores en cuanto sonasen los pasos del hombre por el pasillo. Era un equilibrio difícil.

* El mal humor, los quehaceres desagradables, el desaliño y la casa revuelta te dejan para cuando el esposo está ausente del hogar. Hay que evitar que él os vea enfundadas en esa vieja bata que usáis para la limpieza, calzadas con unas zapatillas deterioradas, greñudas y mal aseadas. Nada hay que desilusione tanto a un hombre como ver a su compañera poco cuidadosa de su persona, demasiado ocupada en las cosas del hogar e indiferente a la proximidad del esposo...

* Es preciso hacerle olvidar su fatiga, su disgusto y su enfado, mostrándose cariñosa, interesándose por sus asuntos y rodeándole de atenciones que... le hacen deseable el hogar y la compañera que así sabe ensuavecer su vida.

En las ordenanzas sobre el orden femenino sobresalía la palabra «recoger», bate de cualquier posterior enseñanza. Y en esta recogida furtiva y eficaz de las huellas del caos doméstico, muchas veces provocadas por el descuido inherente al varón, él gozaba de una indulgencia casi plenaria. A las niñas te las reñía incalculablemente más que a tus hermanos si no dejaban su ropa bien doblada o tenían el cuarto revuelto. Y eran cosas —según se apostillaba siempre— que se les decían por tu bien, para que el día de mañana supieran mandar en su propio territorio, no presentar al marido hecho un adán, retenerlo, y sobre todo transmitir a sus hijos la antorcha del orden. Porque de mayores ellas tendrían hijos, como sus mamás, hijitos sonrosados que les traería la cigüeña envueltos en un hatillo y a los que habría que tener limpios, echar en el culito polvos de talco y coserles la ropa bordada en rosa si era una niña o en azul si era un niño. Se las engolosinaba con esta idea, que formaba parte de las «enseñanzas de invernadero», y que desde la primera infancia estaba presente en la mayoría de sus entretenimientos y ensoñaciones de futuro.

De esta manera las niñas, en espera pasiva de que algún día la manipulación de la especie llegara a estar en sus manos, ensayaban sus vagos anhelos de maternidad entregándose al paraíso ficticio de coserle vestidos a una muñeca de trapo o de cartón, que se plegaba inerte a sus caprichos y nunca rechistaba. La acunaban, le hacían comiditas y la reñían porque había dejado su ropa tirada por el medio, en revancha mimética de las reprimendas que ellas mismas recibían de tus madres. Este tipo de juegos solía provocar comentarios aprobatorios como el de «¡Qué mona, por Dios, parece una mujercita!», que a veces musitaban las visitas, igual que si estuvieran presenciando una representación teatral de su agrado. En general la muñeca se consideraba un invento ejemplar y sumamente educativo:

* Siempre que ello sea posible, cultívese en las niñas la muñeca y el cuarto propio, que se acostumbrarán desde la primera edad a cuidar y adornar. Son las mujeres que nos están acechando ya.

El cultivo de la muñeca, realmente obsesivo en la época que estoy estudiando, alcanzó su punto álgido con el lanzamiento al mercado de la famosa Mariquita Pérez, cuyo imperio, prolongado durante unos quince años, llegó a tener sede propia: una tienda encabezada con el nombre de aquel mito de cartón y situada en la madrileña calle de Serrano, muy cerca de la Plaza de la Independencia. Aunque, a decir verdad, poca independencia insufló en las niñas sometidas a su boba fascinación. Centenares de ojos ansiosos, pertenecientes a los alevines de aquellas «mujeres que nos están acechando ya», merodeaban los escaparates del establecimiento, donde se exhibían cuatro o cinco mariquitas-pérez idénticas pero con atavíos diferentes, más que en busca de la mirada azul e inexpresiva de la pepona de tus sueños, en éxtasis ante los primorosos modelos de vestidos, abrigos, camisones, braguitas, diademas, turbantes, artículos de tocador, zapatitos y trajes de primera comunión o de fallera valenciana que renovaban su aspecto en progresión creciente de lujo y calidad. Ya lo decía una canción que anunciaba el producto por la radio:

—Mariquita Pérez, ¡qué elegante eres!
—Pues el mes que viene he de serlo más.

La clave de aquel éxito, uno de los mayores montajes publicitarios de la industria nacional de los años cuarenta, radicaba precisamente en la explotación del prurito competitivo de elegancia y estilo agazapado, como estímulo de superación, bajo el estático ideal de la mujer hacendosa, a quien continuamente se espoleaba para que fuera capaz de sorprender a sus amigas con modelos cosidos por sus manos.

Pero en este sentido, Mariquita Pérez, como toda innovación de tipo comercial, entrañaba una falacia. Cuando poco más tarde, y en vista de los pingües resultados del invento, el auge de la muñeca se vio reforzado por la aparición de su hermano Juanín, igualmente vestido de baturro, tenista o marinero, ya estaba bastante claro en todas las mentes medianamente despiertas que aquellos dos tiranuelos de juguete estaban lanzando un desafío contra la mentalidad de autoabastecimiento propia de una economía precaria. Eran un símbolo de «status», eran muñecos para niños ricos. Por eso despertaban la codicia, como la despertaban las chicas que se ponían de largo vistiendo un traje firmado por Balenciaga. Y las madres de situación económica más modesta, que habían sido las primeras en sentirte orgullosas al poderle comprar a sus hijas una Mariquita Pérez o un Juanín, te daban cuenta de lo caro que les salía mantener aquel negocio. Porque aquellos muñecos en cueros o con un solo traje eran un puro hazmerreír. Y a las niñas que los tenían y que estaban al tanto de la moda creada para ellos era difícil aplacarlas con un sucedáneo de cretona o percalina.

Mariquita Pérez fue un fenómeno bajo el cual se atisban ahora, al cabo de los años, los incipientes fulgores de la sociedad de consumo; y cabría equipararlo a la revolución que, frente a las costureras y modistas tradicionales, significó la apertura de las primeras «boutiques». Estas tiendas pequeñitas y selectas, regentadas a veces por chicas de buena familia, empezaron a florecer como plantas raras en las grandes capitales hacia 1948, y aunque muy poco a poco, fueron cambiando la actitud de la mujer en sus relaciones con la ropa, que se volvieron menos ceremoniosas y meritorias, menos originales también. Las «boutiques», símbolo de la modernidad, fomentaban el gusto por la elección fulminante de un modelo cuya mayor ventaja era la de que podía sacarse puesto de la tienda, a cambio, eso sí, de toparse en la calle a una chica que luciera otro exactamente igual.

Pero en los años del autoabastecimiento, el negocio de vestirte una mujer era algo que hacía perder mucho tiempo y se tenía a gala que así fuera, porque ponía en juego ciertos equilibrios de imaginación relacionados por una parte con el sentido del ahorro y por otra con el deseo de no llevar «ropa de serie». Prestigiaba ante las amigas conseguir un atuendo a cuya confección se le hubieran dado muchas vueltas y hubiera costado múltiples titubeos, pruebas y rectificaciones de opinión. Este proceso hasta la terminación del vestido era la base fundamental de muchas conversaciones femeninas, a las que daba pasto la consulta asidua de figurines y de revistas especializadas. Eran costumbres que con distinto matiz estaban arraigadas en todas las clases sociales. Tanto la chica modesta que se hacia tu propia ropa porque había aprendido Corte y Confección como las señoras y señoritas que la encargaban a modistas de mayor o menor prestigio, vivían en perpetuo contacto con el mundo de la costura. Las revistas para chicas dedicaban varias de tus páginas a complementar las lagunas de información que pudieran quedarles a sus lectoras en materia tan importante, y las familiarizaban con el intríngulis de los frunces, dobladillos, pinzas, nesgas y bieses que daban al modelo dibujado un aire tentador y vaporoso.

Luego solía venir la desilusión, como también en el amor, de comprobar la diferencia que hay de lo vivo a lo pintado; y el aborrecimiento posterior por una prenda «que no había quedado como en el figurín» acentuaba las indecisiones y rodeos antes de elegirla, más o menos consciente quien había de llevarla de que lo importante era el período de «ilusión» que antecedía al estreno de la misma, situación a la que te conferían mágicos poderes de renuevo y aventura, generalmente desmentidos a la hora de la verdad.

No se elegía un modelo de buenas a primeras, ni se cosía en dos días, de la misma manera que de la inclinación hacia un hombre determinado hasta la boda con él había un proceso cuajado de cavilaciones y de ensueños, a través del cual la decisión te iba configurando poco a poco como algo definitivo. No todos los trajes servían para cualquier ocasión, había unos mandamientos rígidos que impedían confundir uno de calle o «de vestir», como también te decía, con uno de casa. A éstos se les llamaba «trajes de batalla», tal vez aludiendo a la mantenida contra el desorden doméstico de que más arriba se habló. También estaba muy delimitado el paso de las estaciones a través de su huella en la ropa. «Me tendría que hacer un abriguito de entretiempo —se decía— o si no, arreglarme el de hace tres temporadas», y otra frase muy frecuente: «Yo no puedo ir. No tengo nada que ponerme; ya no te llevan los cuellos así.» Se hacían muchas reformas, casi siempre encomendadas a costureras modestas, porque las modistas buenas no cogían ese tipo de encargos: se sacaban los jaretones, se les daba la vuelta a los abrigos viejos, y las prendas ya usadísimas se le daban a la criada, a la portera, o a Acción Católica, pero casi nunca se tiraba nada, porque había mucho pobre y era un cargo de conciencia.

Dentro de las transformaciones totalmente superficiales que podía acarrear el estreno de un vestido nuevo o la conversión de uno viejo en uno nuevo, existían tres jalones particularmente solemnes y significativos, por tratarse de ropas que no iban a servir más que para la ocasión que simbolizaban: el vestido de primera comunión, el primer traje largo con que a la jovencita se la presentaba en sociedad y el vestido de novia. Entre el traje de primera comunión y el de novia existía en general una semejanza que no dejaba de ser curiosa. Su blancura aludía en ambos casos a la pureza de quien lo vestía, y el velo de tul que ocultaba el rostro de la usuaria era un símbolo bien claro de aquella especie de nube de irrealidad en que hasta entonces había vivido, envuelta como en una gasa que se interponía entre su posible percepción del mundo y el mundo
mismo.

Es muy significativo que al tul con que se confeccionaban los trajes de novia se le llamara «tul ilusión», porque había nacido para arrugarse, era flor de un día, y marcaba la frontera solemne entre el ensayo y el estreno, entre la ficción y la realidad.

* El tul transparente parece no tener orillas; sí, como la ilusión, como tu ilusión vasta, grande, infinita y bella. Y tenue también, y también frágil, como el tul ilusión... Sueña, sueña, cabecita de oro; que tu sueño sea como la ilusión: sé como tu ilusión. (5)

A lo largo de la década de los cuarenta hubo varias polémicas sobre algunos incipientes cambios en la moda de los vestidos de novia, correspondientes a una actitud más «moderna», que tendía a trivializar el carácter ceremonial y simbólico de la boda.

* Son muchas las novias que hoy han colgado... la ilusión del traje blanco... Son muchas las que se casan en traje de calle... Las deportivas y alegres novias de hoy han escogido la camaradería, el compañerismo y otras conquistas semejantes, con las que el hombre gana siempre... pues puede llevar al enemigo a su terreno. Novias de hoy sin nubes de tul, sin oleadas de raso, sencillas, casi triviales a veces, vosotras que parecéis un bello diablillo ¡sois unos ángeles de ingenuidad!, y habéis escogido la peor parte. (6)

También, sin llegar al «traje de calle», se insinuó la novedad de suprimir la cola y cortar la falda del vestido de novia, con lo que podía más adelante ser aprovechado para un coctail u otra fiesta, sin necesidad de grandes arreglos.

* Están perfectamente admitidos por la moda y son muy graciosos los trajes de novia cortos. Se hacen con el cuerpo ceñido, manga larga y escote discreto, cuadrado o redondo y una falda fruncida desde la cadera, mucho vuelo, muy airosa, muy aprovechable después, porque la tela va al hilo y no se estropea nada. (7)

Pero, como ya queda dicho más arriba, estos criterios utilitarios entraban en contradicción con el sentido intrínseco de hito memorable que entrañaban los atuendos confeccionados para acontecimientos tan únicos e importantes en la vida de una mujer como eran los de la primera comunión y de la boda. En el camino recorrido desde aquél a éste, el jalón intermedio de la puesta de largo podía considerarse algo más profano, porque al fin y al cabo no se trataba de un sacramento. Así que reformar un traje de noche, alusivo a una fiesta donde podían haberse ocasionado salpicaduras contra el pudor, disimuladas entre las manchas del estampado de flores, no era un atentado contra el compromiso mismo de pudor que proclamaban los trajes de comunión y de novia.

Estaba tan vivo en todas las conciencias el carácter de inicio y final de una etapa que respectivamente simbolizaban estos dos trajes en la biografía de una muchacha decente, que era casi automático el siguiente comentario dirigido a la madre de una niña vestida de primera comunión: «Ahora lo que hace falta es que la vea usted casada.» En este «verla casada» iba implícita más una alusión a la imagen de «volverla a ver vestida de blanco» que a los problemas reales que pudieran iniciarse para la futura esposa una vez concluida aquella ceremonia de los azahares, el himno nupcial, las alianzas intercambiadas y las enhorabuenas.

El cultivo de la apariencia decente tenía su clímax en el traje de novia. Llama la atención, repasando las revistas femeninas de posguerra, la preponderancia otorgada a la sección de bodas. En esta serie de fotografías, donde ella sonríe pudorosamente tras el velo de tul, y su acompañante, generalmente más viejo, la mira de través como el que está destinado a comerse una tarta empalagosa, destaca la discreción de que hacían gala en este ramo los modistos de firma. Lo más elegante, y también lo más español, era según decían todos, poner el énfasis en la  ausencia de exotismo. Y en eso las grandes casas de modas tenían que dar ejemplo.

Cuando se casó la hija única del general Franco, una reseña decía:

* Carmen Franco, alta, esbelta, arrogante, españolísima de color y de rasgos, vestía un traje de impecable sencillez, cerrado escote, la cintura de avispa. Sobre el cuello un bies de donde se forma el gran manto espléndido, primor de alta costura, que se desprende por detrás de un discreto escote en pico y se extiende en un acierto total de majestuosa elegancia. Velo de tul cubriendo por entero la amplitud del manto. Sobre el pelo, recogido, una diadema de brillantes y perlas... El almuerzo, señorial y sin alarde. Franco come siempre el pan de ración que comen los españoles. (8)

Cinco años atrás, en una fiesta amenizada por Gracia de Triana, Raquel Rodrigo, Roberto Rey y Miguel Ligero, esta misma señorita se había puesto de largo con un traje blanco de tul y encajes, delicada creación de Balenciaga, sobre cuya sencillez también insistieron mucho las crónicas. Al día siguiente,

*... os bellos ojos de Carmencita Franco quieren llevar un destello de su propia alegría a trescientos viejecitos de un asilo de ancianos, a quienes sirvió la comida cuando aún en sus oídos resonaban... las frases de felicitación y la música. (9)

En una palabra, el lujo había que disimularlo, hacérselo perdonar. Y estos equilibrios dejaban su rastro en la moda, refrenaban el vuelo exótico de su fantasía.

La alta costura española, aunque minoritaria, alcanzó bastante auge a partir de 1941. Coincidiendo con la ocupación de París por los alemanes, empezaron a sonar en nuestra patria nombres de modistos improvisadores, como Asunción Bastida, Pedro Rodríguez, Balenciaga, Pertegaz, El Dique Flotante y Santa Eulalia. Más tarde, el cierre de nuestra frontera con Francia vino a dar un nuevo impulso a la moda española, que se afianzó durante los tres años en que permanecieron incomunicadas las dos naciones. (10) Tal vez hubiera en esto un prurito de emulación o de revancha, porque la pauta de la moda en esos años seguía dándola más París que Hollywood. Y en las altas esferas de la burguesía franquista, se fomentaba el orgullo nacional por estos modistos-divos, como por los futbolistas, las folklóricas y los toreros. Sabían montarse su propia propaganda, tenían empuje, ganas de dejar a España en buen lugar. Pero esto, en una época en que se proscribía el lujo, podía despertar también ciertas reticencias, y de hecho las despertaba.

* No quiero decir que sea mejor o peor modisto el que organiza una propaganda más ruidosa —dice el texto—, pero sí que el arte de saber manejarla es tan importante como el arte y el gusto en las creaciones... Los trajes enormemente caros... solamente al alcance de millonarias brasileñas, artistas americanas o princesas egipcias, los diseñan los modistos no solamente para estas damas, sino porque atraen a futuras clientes, que elegirán un traje cualquiera solo porque han admirado una fantástica creación de ensueño del mismo autor. (11)

De todas maneras, los modelos de alta costura detonaban todavía en la vía pública, y hacían volver la cabeza con cierto escándalo. En 1945, una publicación barcelonesa se queja de ello como de un atraso lamentable:

* La costra de provincianismo recubre todavía esta ciudad nuestra, a despecho de ciertas ínfulas de cosmopolitismo. Cuando, con vistas a la propaganda, ciertas grandes firmas de costura barcelonesa quieren fotografiar algún modelo de calle, no les queda otro remedio que cargar en un taxi a la maniquí, al fotógrafo y a la directora e ir en busca de un telón de fondo natural, que para el caso acostumbran a ser los jardines de Pedralbes, alguna esquina de la Diagonal o un balandro del Náutico. Exhibiciones clandestinas, pues el paso de las maniquíes por la calle levantaría a buen seguro una revolución. (12)

La moda, como los peinados y los consejos de higiene y de belleza, tenían y siguieron teniendo durante bastante tiempo un cariz secreto y confidencial, de receta casera, que unía a las mujeres en un cotarro cerrado de preparación para la apariencia.

* Cada noche, antes de acostarse, aplíquese la Crema Tokalón Rosa, alimento para el cutis. Esta deliciosa crema contiene Biocel, el sorprendente y precioso elemento de juventud descubierto por un Dermatólogo alemán universalmente conocido. (7)

No se daban más explicaciones sobre aquel dermatólogo fantasma. Bastaba escribir su profesión con letra mayúscula para que adquiriera ante las lectoras del consejo el prestigio de todo lo impreciso, de los sabios de cuento de hadas o de los prestidigitadores.

Había, naturalmente, industriales que pretendían romper este cerco e imponer sus productos en el mercado bajo un aspecto menos casero y más exhibitorio. En mayo de 1940, por ejemplo, para convencer a las mujeres de las ventajas de no rizarse el pelo en casa y como a hurtadillas, la marca Solriza, creadora del sistema de permanentado del cabello sin aparato ni electricidad, sin molestias ni peligros, organizó un festival por todo lo alto en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, con la colaboración de Radio Sevilla, Radio Alicante y Radio España 2. Actuaron también los clowns «Los cinco Menéndez», y se cantaron números de Los Bohemios y La Revoltosa:

* En los entreactos musicales..., el speaker desarrollaba una verdadera conferencia, dirigida especialmente a los profesionales, explicativa de las distintas clases de líquidos Solriza, base fundamental del procedimiento.

A pesar de que la reseña acaba puntualizando que al acto, que se cerró con una exhibición de peinados, acudieron algunas autoridades y miembros de la buena sociedad, el tono en que está narrado todo tiene algo de prédica de pueblo o de perorata de charlatán. Se trataba de reunir fieles para una nueva religión: la de la sociedad de consumo.

La verdad es que las mujeres tardaron aún muchos años en crearse la necesidad perentoria de ir a la peluquería, y en los años cuarenta se mantenía el oficio de la peinadora que venía a las casas, y a quien no habían hecho falta cursillos profesionales para aprender el oficio. Consuelo González, una bella muchacha madrileña del distrito de La Latina, manifestaba en 1947 que aprendió sola la profesión, porque de niña tenía el pelo largo y le gustaba hacerse peinados, pero que no había pensado ganarse la vida con eso hasta que murió su padre y se le ocurrió poner un anuncio. Iba a peinar por las casas, sobre todo a personas mayores, y les cobraba de ocho a diez duros al mes. También hacía tintes, que eso es un trabajo de paciencia —según puntualizaba—, preparaba postizos y hacía…

*...lavados de cabeza y otros trabajos relacionados con la higiene del pelo. Lo corriente —concluía— es peinar, y para eso es para lo que la llaman a una. (15)

Este tipo de oficios a domicilio fueron desapareciendo poco a poco. Ya un año antes de estas declaraciones, Josep Plá los añoraba como formando parte de un pasado feliz, durante el cual…

*... se había apenas popularizado el arte del peinado, que hoy tiene en todas partes suma trascendencia y ha dado origen a una industria muy importante. Las señoras se hacían peinados en casa y la cosa no trascendía de la familia. (16)

En eso precisamente consistía el paso de una mentalidad a otra. En que los asuntos del arreglo de las mujeres dejaran de ser privados para ser públicos, es decir, en que empezaran a trascender del ámbito de la familia o de un círculo estrecho de amistades del mismo sexo. Había que arreglarse, pero sin dar tres cuartos al pregonero de los quebraderos de cabeza que pudiera costar ese arreglo. A una amiga íntima, si llamaba por teléfono con la proposición de salir a dar una vuelta, se le podía decir: «Ahora no puedo, oye, que estoy sin arreglar», pero con un chico no era normal hablar de eso, a no ser que ya se hubiera convertido en novio formal, y aun así con reservas. Lo que más rabia daba era que él luego no supiera apreciar aquel esfuerzo, que no se fijara en que el peinado o el traje eran distintos, o que dijera: «¡Pero qué más da, mujer, si tú estás bien de cualquier manera!»

La explicación de que una muchacha se resistiera a recibir frases como ésta en su significado de piropo directo y espontáneo, en vez de interpretarlas como una ofensa, hay que buscarla en el mismo cariz de defensa o parapeto que tenía el arreglo de una mujer decente. Solamente otra de la misma condición podía calibrar el mérito de aquellos clandestinos preparativos. Aquel cepillar, planchar y quitar manchas a puerta cerrada, aquel extender cuidadosamente las ropas sobre la cama, aquella delicada tarea de sentarse en combinación a ponerse las medias, ajustarlas al pie e írselas subiendo despacito para no deteriorarlas con las uñas, hasta prenderlas en los broches de la faja; y luego procurar que el vestido, al entrar por la cabeza, no deshiciera la armonía de los bucles, eran gestos puntuales, casi rituales. Y condicionaban, naturalmente, la actitud posterior, siempre algo envarada por la necesidad que se sentía de amortizar aquellos esfuerzos y no echar a perder el conjunto.

La relación de la mujer con sus ropas, mucho más respetuosa y menos desdolida de lo que había de serlo en el futuro, es de fundamental importancia para entender también su relación con los hombres, a los que tanto arreglo intimidaba, aunque en principio fuera dedicado a ellos. Arreglarse (que no en vano lleva engastada la palabra «regla» en su etimología) era una ceremonia principalmente encaminada a atraer a un hombre, pero, eso sí, sin que se notara que se le quería atraer. En todos los detalles de aquella ceremonia se traslucía la estrategia de la chica decente para hacerse respetar y no dar demasiadas facilidades frente a los posibles acosos de un amor impetuoso o repentino. El «desarreglo» los podía propiciar.

La prenda clave, por afectar a la zona más sagrada e inquietante del cuerpo femenino, era la faja. Ninguna chica decente de los años cuarenta pudo librarse de aquella sujeción ni de sus molestas transpiraciones. Algunas se atrevían a suprimirla en verano, época particularmente temida por los predicadores y moralistas. El verano, propiciador por excelencia del «desgobierno», autorizaba a ciertas libertades como la de suprimir la faja, acentuar los escotes y quitarse las medias, bajo el falaz pretexto del calor. A la iglesia, por supuesto, estaba totalmente prohibido entrar sin medias o con manga corta. Algunas feligresas remediaban este segundo extremo aplicando a su antebrazo, antes de entrar en la casa de Dios, unos curiosos manguitos del tipo de los que usaban los carniceros, con gomas en el codo y en la muñeca.

Pero el tema más candente de todos, en cuanto empezaban a apretar los calores de fines de junio, era el de la moralidad en las playas. No era entonces el veraneo costumbre tan extendida como en la actualidad, pero tal vez por eso mismo se intuían los desmanes de libertad que podrían llegar a colarse por aquella brecha peligrosa. Junto al mar, sobre todo, símbolo sempiterno de perturbación, misterio y sensualidad, el cuerpo se ensanchaba y clamaba por sus fueros. Aquellos bañadores «lástex» con faldita incorporada, que tendían a sustituir los rigores de la faja, no eran, con todo, lo bastante tranquilizadores para censores tan estrictos como el padre Laburu, el padre Sariegos, el padre Venancio Marcos o el famoso cardenal Gomá, que en su libro Las modas y el lujo llegaba a evocar la muerte de aquellas «diosas carnales» en tonos apocalípticos.

* Y ellas, que andan por la tierra como diosas carnales, buscando los ojos de sus adoradores, no piensan que, dentro de poco, aquella figura tan alabada, tan adorada por los hombres sensuales, será un montón de corrompida materia que habrá de apartarse de la vista de los hombres por hedionda, que apestará con su hedor, que no tendrá más caricias que las de los gusanos que la festejarán para devorarla. (17)

Los célebres bandos de moralidad pública en playas y piscinas prohibían terminantemente a aquellas diosas carnales tomar el sol sin albornoz o llevar demasiado descubierta la espalda. Y ya no digamos nada del uso del pantalón, que merece reflexión aparte. 

La polémica sobre el pantalón femenino, como la del uso del tabaco, tuvo un peculiar matiz que rebasaba los límites de la moralidad para incidir en otro campo tanto o más digno de defensa: el de las esencias mismas de una feminidad que había de ser cuidadosamente delimitada. Todavía en los años sesenta, cuando ya se había impuesto este atuendo por su comodidad, coleaban las diatribas que se negaban a admitirlo. Y es muy interesante reproducir algunas de las razones invocadas.

* Ante la extensión cada vez mayor de los pantalones femeninos y ante la importancia que reviste este fenómeno actual, no puede el escritor (quedarse) sin señalar esta anomalía, este absurdo y esta aberración de que una mujer se vista a contrapelo de su naturaleza. Según este proceder, podría aparecer de la noche a la mañana la moda de que los hombres salieran a la calle vestidos de mujer, con falda larga, peineta, rizos, abanicos, pinturas, pendientes, collares, anillos, dijes, ojeras rasgadas..., falda ceñida..., escotes por todos los ángulos... Vistiéndose de hombre, adquirirá la mujer los modos hombrunos..., gestos, palabras, y hasta el tono de voz sonará en bronco, desechando exprofeso la cuerda de tiple que es su fonética propia. (18)

Tampoco las chicas de los años cuarenta dormíamos con pijama. Se usaban unos camisones muy amplios de manga larga y abotonados hasta el cuello. Solamente en los ajuares de novia se veían modelos un poco más atrevidos y escotados, que las amigas de la prometida contemplaban con una mezcla de envidia y malicia. El mismo hecho de desnudarse para meterse en la cama estaba contagiado del ritual pudoroso a que constreñían las prédicas incesantes sobre los peligros de complacerse en el propio cuerpo. El camisón, si se dormía en el mismo cuarto con una hermana o con otra amiga, se metía por la cabeza antes de quitarse las bragas y el sostén y luego se manipulaba por dentro de aquella especie de tienda de campaña improvisada para despegar del cuerpo esas dos últimas prendas íntimas que constituían el último valladar contra el pecado.

Pero esto ya eran palabras mayores, las de la ropa interior. No iban generalmente por ahí los sueños de amor de la chica pudorosa, que se arreglaba para gustar. Sus aspiraciones eran más limitadas, superficiales y modestas, y afectaban a otras zonas del cuerpo menos erógenas. Una de ellas, la más importante, era la cabeza y su ornato.

Con relación al pelo, primer reclamo erótico y tentación de caricia, aún no pecaminosa aunque sí fuente de desorden, las normas aconsejaban recogerlo o disponerlo en bucles bien colocaditos. Se solían recomendar…

*...peinados recogidos sobre la nuca en un bucle o moño, peinado hacia un lado donde acaba prendido en rizos, cabezas ligeramente onduladas o rizadas. (19)

Pero había que tener cuidado con los rizos, que no se desgobernaran tampoco demasiado. Un texto dice:

* La moda se inclina hoy a los bucles y a los ensortijados. Los bucles o rizos han de caer en ligera cascada sobre las sienes, procurando siempre que no se convierta en catarata del Niágara. (20)

Se llevaban también los turbantes y, sobre todo, los pañuelos a la cabeza, anudados en la nuca o bajo la barbilla, lo cual daba a la usuaria un aire de aldeana regional, muy grato a las consignas de la Sección Femenina. A principios de la década de los cincuenta, esta forma de esconder el pelo y privarlo de sus encantos naturales empezó a no gustar tanto. En una encuesta hecha a hombres por cierta revista femenina, la mitad de los encuestados dijeron que encontraban deportivo y práctico el pañuelo a la cabeza en las mujeres; la otra mitad confesó que les parecía feo y vulgar. (21)

Pero lo que se veía generalmente muy mal era «soltarse el pelo», expresión que metafóricamente se empleaba también para aludir a cualquier actitud de desmesura, de romper diques. En la cabeza de una chica honesta, cuantas más horquillas, mejor. La mujer desgreñada o desmelenada traía, además, recuerdos de una época de desgobierno.

* Esas terribles melenas —dice un texto—, que cayendo por la espalda y los hombros, te dan cierto parecido con un horrible tipo femenino lleno de recuerdos de una época trágica que, si debemos tenerla siempre presente, no debe ser precisamente tu peinado el llamado a recordárnosla. (22)

En este sentido, el estreno a mediados de los cuarenta de la famosa película Me casé con una bruja, donde la nueva estrella Verónica Lake llevaba una melena totalmente lisa y sin prendedor ninguno, que le tapaba parte de la cara, propuso una moda alarmante, contra la que durante bastante tiempo se estuvo poniendo en guardia a las mujeres que hubieran podido sentirse fascinadas por ella.

* El estrafalario peinado que la simpática Verónica Lake lucía en Me casé con una bruja —Se recordaba aún unos años más tarde— ha hecho mucho daño a la humanidad. Por eso lo calificamos nada menos que de «estrafalario». Y es que, en vez de compaginar lo bello con lo útil, la graciosa estrella y sus imitadoras aunaron lo antiestético y lo pernicioso. (23)

Sin llegar a este juicio moralista que entraña la palabra «pernicioso», otras publicaciones ponían el acento en la incomodidad que suponía para cualquier faena llevar el pelo sin horquillas. Lo cierto es que, después de la citada película, habían nacido muchas señoritas de largas melenas y alardes de veronicalismo.

* En América —informa el mismo texto— llegó a tal extremo el plagio a la Lake que tuvo que prohibirse su peinado, debido al perjuicio que esto suponía para las señoritas que trabajaban en oficinas, servicios de guerra y otros menesteres, ya que a causa de las fugaces cegueras que sus volantes melenas les proporcionaban, éstas no rendían al máximo en su trabajo. (24)

Por debajo de estas razones de tipo utilitario, latía el miedo a que los modelos femeninos del cine volvieran a poner en circulación el odiado tipo de mujer fatal o vampiresa, tan floreciente en las películas de los años treinta, y que se pretendía dar por desterrado.

* Hubo un tiempo en que no se concebía una buena película sin una vampiresa. Ello hizo que constantemente aparecieran en las pantallas unas mujeres de cara muy larga, boca con aire de acento circunflejo y cigarrillo en la boca. Y además un traje negro muy ceñidito... Todo esto pasó... Ahora resulta mucho mas difícil encontrar una vampiresa que hacer gimnasia después de haber tenido la gripe... Nos congratulamos de esta escasez de tan pintoresco tipo decadente y convencional, reflejo de una época anodina y falsa. (25)

Los distintivos de la vampiresa por excelencia, cuyo símbolo cinematográfico era Marlene Dietrich, se hacían coincidir con las cejas finas y el cigarrillo en ristre. Entre las incontables amonestaciones que se encuentran en la época sobre la mujer fumadora, he elegido la siguiente:

* A los hombres les desagrada enormemente que la mujer fume... Hemos visto que a las mujeres verdaderamente estimadas por sus amigos, jamas éstos les ofrecen tabaco. En cambio insisten con aquellas que les parecen propicias a la tentación, a la vez que no consienten a su hermana o a su novia que lo hagan. En lugares públicos, la mujer que fuma se hace acreedora a las impertinentes galanterías de los hombres indiscretos. Parece ser que el cigarrillo es el distintivo utilizado por las mujeres a quienes gusta llamar la atención, y aparentemente ofrecen mayores facilidades para una conquista masculina. Todos los hombres, sin excepción, dejan traslucir en sus miradas una curiosidad maliciosa cuando han tropezado sus ojos con una mujer fumadora. E inevitablemente la juzgan mal. (26)

Con relación al otro distintivo de la «vamp», el de las cejas finas, he encontrado un testimonio muy curioso, donde se presenta a Carmencita Franco (que, por cierto, tampoco fumaba) como redentora de aquella exótica servidumbre.

* Hasta hace pocos años las mujeres se sometían a tremendos martirios depilatorios con tal de presentar sobre los ojos un conato de cejas perfiladas. Pero la marquesa de Villaverde, que tiene unos ojos preciosos, decidió exhibir sus auténticas cejas al natural. Y negras, abundantes, sedeñas, han esparcido el contagio. Y he aquí que, por arte de magia, las españolas vuelven a obtener unas «zonas» que parecían perdidas. (27)

Bien entrada la década de los cuarenta, llegó a nuestras pantallas una película americana que trataba de arrinconar el mito de la vampiresa sustituyéndolo por el de la mujer burguesa y casera. Se trataba de La señora Minniver. Esta película provocó en España una polémica bastante curiosa. Aprovechando la casual coyuntura de que la actriz que se revelaba en ella, Geer Garson tenía las mismas iniciales que Greta Garbo apareció en una revista catalana un artículo titulado «¿G. G. o G. G.?», que decía:

* En mi modesta opinión, el tiempo de Greta Garbo ha pasado... Ha sido la última vamp, puede que la más digna, y ha enterrado este tipo... Bastantes Garbos ruedan por esos mundos de Dios, anulando con sus actos lo que de mejor tiene la vida: el calor de hogar, la sencillez, los buenos modales, un corazón sano, la franqueza la caridad... Voto a favor de Geer Garson y de todas aquellas actrices que nos ofrezcan algo de nuestros pequeños problemas y de nuestras «vulgares» reacciones. (28)

No todas las opiniones, sin embargo, se inclinaban en este sentido. La señora Minniver no podía desterrar, para otros, el recuerdo de la sublime Greta.

* Se quería inútilmente hacernos olvidar a la Garbo... ¿Qué nos importará que esta o aquella artista nos recuerde a la vecina del primero?... Lo que se necesita en el cine, como en la vida, es ilusión, nada más que ilusión. Que el paso de una actriz por la pantalla nos haga soñar con mil amores imposibles, ennoblecidos por el sufrimiento. Y ése es el fallo imperdonable de la señora Garson. El que solo sea una burguesita que quiere vivir su vida sin echarse a volar. (29)

De todas maneras, y al margen de esta polémica, la perfidia en estado puro que se atribuía a las vampiresas cien por cien era desaconsejada invocando todo tipo de argumentos. El lenguaje con que se pretende desmitificar ante las jovencitas de posguerra los estilos de la vampiresa tiene a veces cierta resonancia de reprimenda doméstica:

* ¡Claro que cuando quieras podrás ser femenina y seductora! Pero cuidado, por Dios, no te vistas de «vamp». Tu encanto consiste precisamente en no ser Marlene Dietrich, no hagas exhibiciones afectadas, no lances miradas a los demás chicos, puede molestar a tu pareja, no hagas apartes, sentándote en las escaleras; están frías, es sucio y resulta feo. (30)

De una manera o de otra, acababa saliendo siempre a relucir el tema de la higiene y del gobierno de la apariencia.

En el rincón de las confidencias, que no faltaba en ninguna publicación dedicada a público femenino, se impartían a dosis iguales las reglas más convenientes de conducta para interesar a un hombre y los consejos para decorar un cuarto, reformarse un vestido o conservar un cutis juvenil. Y el tono de todos ellos es de susurro, de ánimo ante el obstáculo, encomiando la satisfacción personal que produce entregarse a una labor paciente, ya sea la de vencer una pasión o la de conseguir presentarse bien arreglada en una fiesta. Más tarde o más temprano los resultados de este esfuerzo iban a ser apreciados por los hombres, más inclinados a la chica como Dios manda que a la vamp. Opinión que, además, había que rendirse a la evidencia, era la sostenida por la mayoría
de los solteros.

Algunos mitos nacientes del cine español masculino, de los cuales muchas jovencitas podían estar enamoradas en secreto, expresaron claramente sus preferencias en una encuesta que se les hizo acerca de cuáles eran para ellos las condiciones de la mujer ideal.

* Que considere a su marido como la valla protectora que defienda su ingenuidad de las asechanzas del mundo —contestó Carlos Muñoz.

* Que la mujer sea para el hombre su secretaria particular ideal, conocedora de sus gustos y de sus ocupaciones... Que sea culta, pero de manera disimulada, que haga entender a su marido que él sigue siendo superior —declaró José Nieto.

Y Julio Peña puntualizó:

* Es que la cosa varía si se trata de la mujer ideal para casarnos o de las mujeres ideales con las que no nos hemos de casar. Estas pueden ser altas, vistosas, incondicionales del «swing» y de 19 a 31 años. La otra tiene que ser morena, algo menuda, poco llamativa y de 25 años de edad. (31)

O sea que la muchacha que quisiera ajustarse a este ideal no podía ser llamativa ni vistosa. Pero, por otra parte, tenía que conseguir llamar la atención y ser vista entre la multitud de candidatas a casarse que hormigueaban, perplejas como ella, ante la misma encrucijada. ¿Cómo se las arreglaba para esto?


Carmen Martín Gaite
Usos amorosos de la posguerra española
Capítulo VI. El arreglo a hurtadillas


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NOTAS
1. María del Pilar Morales, op. cit., p. 51.
2. Esperanza Ruiz Crespo, en Letras, mayo de 1951.
3. María del Pilar Morales, op. cit., PP. 116 y 117.
4. Esperanza Ruiz Crespo, «La cigüeña y su donativo», en Letras, marzo
de 1930.
5. Medina, 9 de enero de 1944.
6. Eugenia Serrano, El Español, 2 de noviembre de 1946.
7. Medina, «Consúltame», 2 de julio de 1944.
8. Letras, mayo de 1950.
9. Y, febrero de 1945.
10. Ver El Español, 22 de agosto de 1953.
11. Liceo, noviembre de 1950.
12. Liceo, septiembre de 1945.
13. Y, febrero de 1945.
14. Semana, 21 de mayo de 1940.
15. El Español, 22 de marzo (`e 1947.
16. Destino, «Calendario sin fechas», 8 de junio de 1946.
17. Cit. por «Historia del franquismo», op. cit., fase. 22, p. 137.
18. Daniel Vega: Valores espirituales en quiebra, ed. Studium, Madrid
1952, Pp. 31 y 32.
19. Medina, 15 de marzo de 1942.
20. Dígame, 16 de abril de 1940.
21. Chicas, 20 de enero de 1952.
22. Medina, 15 de marzo de 1942.
23. Chicas, 3 de septiembre de 1950.
24. Medina, 1 de abril de 1945.
25. Cucú, 30 (`e abril de 1944.
26. María del Pilar Morales, op. cit., p. 83.
27. Letras, «Pequeña historia de una boda», mayo (`e 1950.
28. Destino, 14 de febrero de 1948.
29. Destino, 13 de diciembre de 1947.
30. Chicas, 17 de julio de 1950.
31. Y, marzo de 1943.







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