En un campo de refugiados, una madre española alimenta a su hijo durante la Guerra de España Española. (Archivos South West. Georges Berniard ) |
Nuestra niñez no ha sido protegida
por canciones de nácar,
por canciones de nácar,
por símbolos de azúcar inefable
o guirnaldas de estaño.
Nuestra infancia sabía a hierba
amarga,
a guerra fratricida,
sin fábulas azules ni leyendas.
Enseguida supimos que la vida
─aquel tallo inocente─
nacía de una entraña
ensangrentada
que indicaba el camino
hacia la luz, entre la carne
rota.
Que las madres guardaban
recuerdos prenatales en su
vientre.
A esquirlas de metralla, a
realidades,
nos sacaron del mundo
en que era fácil y feliz sin
niño.
Con obuses, con bombas
conocimos la atroz mitología
que izaban la palabras
del lívido alarido de la
herida.
Hicimos colección de balas
viejas
usadas por la muerte.
Nana feroz nos daban en la
noche
las sirenas de alarma
y el agujero del terror oscuro
del refugio antiaéreo
que jugaba por el día con
nosotros.
Lo mismos que asexuales
criaturas
inventábamos juntos
iguales violencias. (Una niña
alunas veces vino,
se me subió a los ojos
lentamente
y lloró en mis pupilas
inexplicables ríos infantiles─)
Y ese ha sido el preludio,
la llegada a la tierra que
vivo.
Los indicios apenas de la vida
repartida en dos seres
y desdoblada, separada, aparte.
La dura despedida
del otro ser que se quedó en la
muerte.
Sin ser mujer, y sin tener
infancia
allí, en tierra de nadie,
en tiempo neutro, en limbo
sostenido,
la niñez compañera
era un capullo pálido, caído,
ahogado entre la sangre
en donde ser perdió la niña
muerta.
Pero siguió la muerte su camino
y los hermanos eran
allá en el frente, dioses
luminosos,
de guerreros antiguos
resplandeciendo a un lado de la
lucha,
en el duro combate,
en la carne mortal, herida y
nuestra,
mientras iba cayendo eterna
lluvia
en la herida infectada
de acuchillados campos. En el
hueso
innumerable y joven
del múltiple cadáver, y algo
hembra,
mujer, madre del luto,
algo llamado España sollozaba.
María Beneyto
Vida anterior, 1962
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