MOSCÚ
X. ¿Qué era Rusia para mí desde
Cádiz, cuando, en el año 1915, jugábamos a la guerra bajo la montera de vidrio
de un patio soleado? Sólo llanuras de nieve ensangrentada y nubes de cosacos a
galope tendido. Luego, ya en Madrid, desde 1917, Rusia se me desdibuja, se me
pierde, se me escapa del todo, hasta volver a aparecérseme, con el
presentimiento de su grandeza de hoy, en el año 1930, a la caída de la
dictadura de Primo de Rivera. Pero ahora ya con su nuevo y verdadero nombre:
Unión de República Socialistas Soviéticas.
XI. Desde la
ventana de nuestro cuarto, en el hotel Novo Moskovskaia, miro su capital,
Moscú, partida por el río Moscova, casi helado, arrastrando grandes manchas de
grasa de las fábricas y vigas de madera. Por dos empinadas pendientes, al borde
del agua endurecida, en pequeños trineos y en patines, se desprenden,
deslizados, los niños. A distancia, no se sabe qué son: parecen diminutos
colchones que rodaran o negras bolas de trapo.
XII. La catedral
de San Basilio, con sus torres de cebolla, como grandes mitras de arzobispos
colgados, sube sobre las casas, se empina con sus cruces, pretendiendo
alcanzar, nivelarse a la altura de las torres del Kremlin. Allí clavada en una
de las giraldas de la fortaleza, aprisionada entre banderas rojas, aletea todavía
el águila de oro de los zares. Enfrente, tan derrotada y muerta como ella, se
levanta la cruz de San Basilio, la iglesia, su aliada.
Una de las murallas rojas del Kremlin sube
a lo largo del río, hasta no ver su fin desde mi ventana. Defendido por sus
muros, se alza el palacio de los Soviets, de tipo neoclásico, rodeado por las
viejas iglesias moscovitas de cúpulas doradas. ¿Quiénes dijeron en Europa que
los bolcheviques habían arrancado las cruces y fundido el oro de las cúpulas?
Contra el cielo de la fortaleza del Kremlin se destacan más cruces y más oro
que banderas rojas. El poder de los Soviets es más fuerte que los antiguos
símbolos de la vieja Rusia zarista. No los teme. Los deja. Desde mi ventana los
veo: son muertos en el aire.
XIII. Bajamos a la
calle. Moscú, como un torrente frío, empuja, rebosando de gente. De menos de un
millón de habitantes que tenía, nos dicen, llega hoy a los tres. Y nosotros lo
vemos, lo notamos, en nuestros hombros, en nuestro cuerpo, en nuestros pies,
que intentan ir de prisa, sin lograrlo. Por sus aceras ascienden y descienden
todas las razas distintas que viven en la inmensidad geográfica de Rusia. Se
ven, de pronto, fieras: son esquimales que han olvidado cortar el rabo a sus
abrigos de piel de reno; campesinos enfundados en cuero, pareciendo que llevan
por gorro un borrego vivo, peludo; orientales: tadjikistanos, uzbekistanos,
georgianos, de jaiques y turbantes; obreros, soldados rojos con sus niños en
brazos, viejas pequeñas con cara de españolas, inquietas, habladoras, que nos
detienen voceándonos: «¡Lenin, Lenin!» Comprendemos, al fin. Esta es la Plaza
Roja. Allí estamos. Centrando las murallas del Kremlin, vemos una sencilla
pirámide truncada, roja y negra. Pequeños, oscuros abetos, dos soldados
inmóviles, caladas las bayonetas, la custodian. De pie, dura contra la nieve,
una fila interminable de gente espera. Aguarda a que el carillonero mecánico
del Kremlin dé las tres. Sobre la puerta de la pirámide cinco letras de oro
dicen el nombre: Lenin. Lenin, por quien, según la poetisa Vera Imbert, «el
pueblo ruso no durmió durante cinco días y cinco noches, porque él se había
dormido para siempre». Lenin, a quien desde muy lejos, y ya después de muerto,
vienen a conocer, a comprobar, todos estos pueblos libertados, que hoy lo
incorporan ingenuamente en sus canciones, junto a los nuevos temas del tractor,
la electrificación y la fábrica. Poemas y leyendas sobre él, nos cuentan, se
cantan igualmente en el extremo Norte, entre los ostiak y los lamutes; en el
Asia central, entre los uzbéks, los tadjikistanos, los turkomanos; en las
montañas del Cáucaso, entre los osetines y los kumikes. Sus autores son
rapsodas, ciegos y analfabetos casi siempre, muy estimados entre los campesinos
y los nómadas, quienes les dan hospitalidad a cambio de escuchar sus canciones.
Oíd vosotros ésta, de un rapsoda tadjikistano, traducida por mí con ayuda de
Teodoro Kelyin, gran hispanista, catedrático de nuestra lengua en la
Universidad de Moscú:
Pobres
tadjiks, siempre cantamos
tan sólo aquello que miramos.
Si vemos un lindo potrillo,
lo cantamos en nuestras coplas.
Mas sólo aquel que lo compuso
sabe este canto improvisado
Teniendo muy buenos caballos
para cantarlos nuevamente,
ninguno canta más que aquel
que sólo tiene ante los ojos.
Pero también entre nosotros
hay «hafiz» dulces y sonoros,
que cantan cantos destinados
a vivir muchos, muchos años.
Los mismos siglos en sus crestas
llevan el son de estos poetas.
Así a Firkat y Nakhaní
se les conoce hace tres siglos.
Pero tan sólo ellos cantaron
los grandes ojos y las flores.
Los nuestros ya no cantan hoy
ni las mujeres ni las rosas,
hoy cantan ya la libertad,
el aeroplano que se eleva
y la futura vida próspera
de pueblos libres en la tierra.
Pero es a Lenin, sobre todo,
a quien celebran ellos siempre.
Pues sin él, sin Revolución,
no existirían más canciones
que sobre el viejo Nicolás,
sus generales y soldados.
Lenin nos dio el derecho ahora
de cantar todo a nuestro gusto,
y así un «hafiz», sencillamente,
compuso a Lenin este canto.
tan sólo aquello que miramos.
Si vemos un lindo potrillo,
lo cantamos en nuestras coplas.
Mas sólo aquel que lo compuso
sabe este canto improvisado
Teniendo muy buenos caballos
para cantarlos nuevamente,
ninguno canta más que aquel
que sólo tiene ante los ojos.
Pero también entre nosotros
hay «hafiz» dulces y sonoros,
que cantan cantos destinados
a vivir muchos, muchos años.
Los mismos siglos en sus crestas
llevan el son de estos poetas.
Así a Firkat y Nakhaní
se les conoce hace tres siglos.
Pero tan sólo ellos cantaron
los grandes ojos y las flores.
Los nuestros ya no cantan hoy
ni las mujeres ni las rosas,
hoy cantan ya la libertad,
el aeroplano que se eleva
y la futura vida próspera
de pueblos libres en la tierra.
Pero es a Lenin, sobre todo,
a quien celebran ellos siempre.
Pues sin él, sin Revolución,
no existirían más canciones
que sobre el viejo Nicolás,
sus generales y soldados.
Lenin nos dio el derecho ahora
de cantar todo a nuestro gusto,
y así un «hafiz», sencillamente,
compuso a Lenin este canto.
Lenin. Tal
vez en esa larga fila que hoy espera a la puerta de tu mausoleo, se encuentre
algún «hafiz» de esos que te celebran por los caminos y las primeras granjas
colectivas de Oriente.
Rafael Alberti
Rafael Alberti
Luz,
Madrid, 26 de julio, 1933
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