Ramón Gaya (Murcia, 10 de octubre de 1910 - Valencia, 15 de octubre de 2005) |
El que hayan querido los
hados, y estos amigos nuestros, que sea yo aquí, esta tarde, quien te ofrezca
una copa de parabién, de amistoso saludo de bienvenida, te diré que me
enorgullece; siendo para mí, al mismo tiempo, una íntima alegría, una alegría
de corazón.
Porque, al hacerlo, doy testimonio de ti... Por haber sido, en
parte, y en algún tiempo, testigo de tu vida: peregrina como la mía, muchos
años, en destierro involuntario de España. Y sucesivamente, durante esos años
que pasamos fuera de España, por haber coincidido tantas veces contigo –no
solamente en el motivo y los motivos que ocasionaron nuestro destierro español
peregrinante- sino en coincidencias de pensamiento y sentimiento del arte; de
la poesía, de la pintura... que hoy vienen, en este encuentro nuestro, a
verificarse mejor: gracias al regalo que nos traes contigo, al llegar, con tus
cuadros y con tu libro. Orgullo y alegría siento al encontrarnos aquí ahora;
porque tu amistad se acompaña de una obra –en tu pintura y en tu libro- de lo
que suele llamarse (y no siempre con razón como en este caso tuyo) de madurez:
de plena madurez.
Alguien dijo que lo más difícil de la vida es poder llegar a
madurar sin pudrirse. Hoy, como siempre, en arte: en poesía, en pintura...
vemos frutos jóvenes, o juveniles por su tiempo, que por empeñarse en serlo
solamente, “de su tiempo”, en hacer o llevar el arte de su tiempo, se apican,
se apicaran, se pudren por dentro, cuando muestran, llevándolo por fuera, como
un traje, como un disfraz, su cáscara de fruto verde. Suele anidar un corazón
agusanado el arte que nos tienta con sola apariencia de novedad.
Decía Antonio Machado que una cosa es lo “novedoso” y otra lo
“original”. Dos cosas opuestas y contrarias. He aquí un arte –el tuyo- que es
original y no es novedoso. Como es original y no es novedoso tu pensamiento
cuando hablas, cuando escribes sobre pintura. Esta pintura tuya, este libro
tuyo: “El sentimiento de la pintura”, se corresponden por un mismo sentido de
la vida y del arte: que es el de un mismo sentimiento de la realidad. En las
páginas de tu libro encontrará quien las leyere la misma inteligencia, el mismo
sentimiento del arte y de la vida que en tus pinturas y dibujos se manifiesta.
Y digo sentimiento y entendimiento, como tú lo entiendes y lo
sientes. Por lo que conviene advertir ahora que para nosotros –tú dirás si es
así- sentimiento es exactamente lo contrario de sentimentalismo y
entendimiento, inteligencia, también es exactamente lo contrario de
intelectualismo. Estos términos –nunca extremos, casi siempre identificables o
intercambiables- de intelectualismo y sentimentalismo, son caricaturescos;
porque expresan, falseándola, mintiéndola con una exageración postiza, la
verdad de los otros dos; llenan de enmascarada voz, de ahuecada voz, su hueco,
su vacío.
Entendimiento de la pintura. Sentimiento de la pintura. Aquí están
los dos: en estos cuadros, ante nuestros ojos; en este libro cerrado para
cuando lo queráis abrir. Pero advirtiendo –sobre todo a los jóvenes capaces de
madurar todavía- que “para entender es necesario amar”, como dice el
Santo. Lo que expresó un escritor francés –robando-, según ellos, entonces
(hace muchísimos años) su pensamiento a Picasso y Strawinski, diciendo: “sentir
avant de comprendre”, sentir antes de comprender; que es lo mismo que para
comprender. Fórmula exactísima si se le añade esta otra: que en arte, antes que
todo, lo primero de todo es “no juzgar”. Los juicios estéticos –dijo, creo,
Burkhard- son siempre temerarios. Digo esto, porque suele ser habitual en
espectadores y lectores, no el pre-juicio sobre lo que leen o contemplan, sino
una especie de pos-juicio anticipado (que es un juicio muerto y condenatorio) como previa medida de
valoración, que es condenación. Es el querer saber lo que es una obra de arte
antes de sentirla y comprenderla: un intelectualístico querer saber, para
juzgar, para juzgarla (antes de sentirla y comprenderla) si es buena o
mala. Es la tentación moral, satánica, del juicio, que impide la madurez viva y
precipita la putrefacción mortal.
Has vuelto, amigo Ramón Gaya, a esta España nuestra, poco tiempo
después que yo. Y aquí estamos. No sé si se nos nota un aire ausente; si hay
algo en nosotros que extraña. Hay mucho que nos extraña a nosotros en ella. En
sus pareceres y apariencias. No en su profunda y alta realidad. Esa realidad
que para nosotros es, ante todo, un sentimiento. “La realidad, separada del
misterio del sentimiento –escribe el sabio Eddington- es una trampa”. La
realidad en la que nosotros creemos traspasa, sobrepasa, el arte. Porque el
arte es su aparición y no su apariencia o parecido. Nada se parece menos a lo
real que la realidad misma. Esto es lo que nos dice Velázquez, lo que nos dice
Cervantes. Y es lo que nos dice tu libro, lo que nos dice tu pintura. Con
originalidad de creación viva, de participación creadora. De vida y de verdad
admirables.
La admiración, decía Galdós, es la atmósfera natural del arte,
que, fuera de ella, no puede respirar, se ahoga. Y nos ahoga. ¡Cuántos
cadáveres de náufragos del arte se pudren en sus playas por no haber sabido
admirar! El arte es admirable por definición: no se puede mirar sin admirar; no
se puede ver sin admirarlo; no se puede creer sin admirarse. Tu pintura, tu
libro, aquí presentes –querido Ramón Gaya- creo que son admirables. Yo te lo
digo sin hipérbole, sin ditirambo, con sencillez de reconocimiento, de
agradecimiento. Con amistad.
José Bergamín
Leído el 20 de abril de 1960 en la inauguración de la exposición de Ramón Gaya en la
Galería Mayer de Madrid
Permíteme la corrección de lo que sin duda es una errata: Murcia, 10 de octubre de 1910 - Valencia, 15 de octubre de 2005
ResponderEliminarSalud!
Gracias Loam. Salud!
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