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2719. Noticiario de un poeta en la U.R.S.S. V - Fábricas y crematorios




FABRICAS Y CREMATORIOS 

XX. Una gran sala cuadrada. Largas mesas a los lados y otra en el fondo de colgaduras rojas. El retrato de Stalin en un muro, frente al de Lenin, en otro. Esperándonos, ya sentados, los obreros que forman el Comité de fábrica de la de Krasno-Presna. Es una vieja fábrica del tiempo de los zares, situada en un barrio extremo de Moscú, junto a calles en cuesta, por donde, como siempre, bajan los niños patinando. Se construyen en ella máquinas textiles. El vicedirector del Comité, un viejo bolchevique de bigote y perilla, le pide a nuestro intérprete que preguntemos. Nosotros, antes que la fábrica, quisiéramos conocer algo de la vida de los que la dirigen, de sus conquistadores. Un obrero muy joven rehúsa hablar primero. Otro, aún más, un muchacho también. Los restantes, todos, convienen en que cuente su historia el viejo bolchevique. Una sana alegría proletaria hace estirar las bocas y los ojos. Nos reímos. El vicedirector, al fin, sin dejar nunca de alargarse el bigote, cuenta. Su biografía es larga, despaciosa, rápida de pronto, perseguida de balas, penosa de detalles, con silencio de cárceles y cuartos oscuros llenos de llanto y de miseria.

—Nací en un pueblecito del Ural...

Se ve que los otros camaradas del Comité le admiran, siguiendo línea a línea, gesto a gesto su historia, como escuchando, mudos, la lectura de un hermoso capítulo de la Revolución. El compañero que nos sirve de intérprete, de cuando en cuando y en breves frases, pasa al francés, resumido, el relato.

—Su padre trabajaba en una fábrica. Era proletario. Solamente ganaba diez rublos semanales. Muchos hijos, mucha familia, ¡y diez rublos tan sólo! Por las noches, en los días de fiesta, en cualquier rato libre, hacía acordeones. También poca ganancia en este oficio. Hambre...

El viejo narrador se ríe. Recuerda que él también, después de un largo aprendizaje, llegó a construir uno, acordeón que al ser tocado no lanzó ni una nota.

—Cuando llegaron las huelgas revolucionarias de mil novecientos cinco —continúa el intérprete— era un obrero sin partido, un muchacho empleado en los ferrocarriles. Después, la reacción. Años de oscuridad, y nuevas miserias. La guerra. Al fin, la Revolución de Octubre, su adhesión y la de sus compañeros a los bolcheviques y la marcha del primer tren revolucionario desde Petrogrado a Moscú. Allí, barricadas. Tiros. Muertos. Defensa heroica de las vías en las afueras de la ciudad. Luego, la guerra civil. Luchas. Mítines. Viajes continuos de propaganda: a Siberia, al Sur, al Norte, por el Ural... Y ahora, vicedirector de la vieja fábrica de Krasno-Presna. Un héroe.

Nos levantamos con el Comité. Ha durado el relato más de media hora y aún no hemos visitado la fábrica. Los otros camaradas desisten de contar su biografía. Es tarde.

En la nave de máquinas, grandes carteles gritan a los obreros las tejedoras que deben terminar antes de fin de año para que sea cumplido el Plan Quinquenal. Sobre un enorme cilindro de acero nos hacen una fotografía. El viejo bolchevique, malicioso, se estira la perilla y se afila el bigote. Dice que quiere salir guapo junto a los extranjeros. Uno de los obreros que nos acompaña se ríe de verle y escucharle. Están contentos de enseñarnos su casa.

Las mujeres manejan los tornos y la lima. Hacen piezas de acero como cualquier forjador. Algunas atan su cabeza con un pañuelo rojo: altas, fuertes, de pómulos marcados, brazos duros, manos de hierro. Un nuevo tipo femenino se presiente, anda formándose. Aquellas odiosas mujeres de ojos de oruga que nos trajeron el ballet imperial y la emigración blanca, apenas si ya existen en la Unión Soviética. El trabajo destruye y crea a la vez el nuevo tipo humano que en nada se parece al producido por la miseria o el ocio.

Arriba, en otra nave del segundo piso, nos rodean los aprendices, manchadas de negro las manos y las caras, los ojos alegres y brillantes.

—¿Americanos? —gritan a nuestro intérprete.

—No, españoles.

—¿De Alcalá Zamora?

El que así interroga no habrá cumplido aún los dieciséis años. Rápido, como pedrada, nos lanza otro:

—¿Quién dirige las fábricas en tu país? ¿El Comité o los ingenieros?

Los que esperan, ansiosos, la respuesta son muchachos de Octubre. Han nacido después de la Revolución y ya no pueden comprender cómo marcha una fábrica en los otros países.

El viejo bolchevique que nos guía quiere también que veamos los cerdos, que no dejemos de visitar el rincón más oculto. Uno de los jóvenes obreros del Comité propone en seguida:

—También es necesario ver las patatas.

Fuera de Moscú, la fábrica de Krasno-Presna tiene una granja. Allí hay gallinas, conejos, cerdos. Pero en el mismo edificio de la fábrica, en grandes corralones, están las cosas de consumo inmediato. Más de veinte cerdos bien cebados, enormes, son las reservas para la semana. Los cuidan unas viejas mujeres, pequeñas, rusas de Segovia o de Ávila, con pañuelos de lana y altas botas de fieltro. Después llega corriendo una muchacha y bajamos con ella a un profundo almacén, donde se amontonan las patatas para todo el invierno. Olía a raíces húmedas, o entrañas escondidas de la tierra. Al salir a la luz, en el patio, los obreros de la fábrica de Krasno-Presna nos miraban riéndose, invitándonos a comer. Aceptamos.

Junto a esta vieja fábrica está la Tregorka, textil, de limpio historial revolucionario. En uno de sus muros, grabados en oro, brillan los nombres de los obreros fusilados en los levantamientos de 1905. Dentro vuelan de prensa en prensa las telas de colores y los telares palmotean continuamente. Se ha multiplicado la producción antigua.

XXI. Una mañana, la penúltima de nuestra estancia en Moscú, los «Sin Dios», los organizadores y militantes de la Liga Antirreligiosa de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, nos recogieron para llevarnos al Crematorio.

Tan sólo hace tres años —nos explican— que se ha hecho popular en Moscú la incineración de los cadáveres. Antes nadie quería quemar sus muertos; preferían el horror de la tierra, la labor lenta de los gusanos. Hoy raras son las familias que no piden para los suyos el «entierro de fuego». Tres rublos cuesta solamente la urna, pequeña copa de mármol, capaz de levantar para siempre el kilo de cenizas a que quedan reducidos los cuerpos.

Bajamos a los hornos: unas cámaras blancas, de losas brillantes, vigiladas por hombres, también de trajes blancos: los verdaderos cocineros de la muerte. El ataúd rojo, al abrirse las puertas del ascensor que lo desciende, se desliza, solo, por unos rieles hasta entrar en el fuego. Lo mismo que el pariente más cercano del difunto, nosotros, a través de un pequeño orificio, aislado de la pared por una gruesa chapa de hierro, miramos al interior de los dos hornos. En uno se veían, lo mismo que a lo largo de una cama de fuego, las costillas de un joven, rizándose, lentas, como un muelle. En otro, nada: las llamas solamente. Hacía veinte minutos de la entrada de un niño. Los hombres, en ser reducidos a cenizas y ofrecidos a sus familiares en una copa, tardan cuarenta; treinta minutos, las mujeres.

Arriba, en una urna color de mármol de madera, bajo el pequeño arco de una sala, rodeado de crisantemos recientes, se levantaba Maiakovski. El había suplicado que sus cenizas fueran arrojadas al viento.

Fuera, en el viejo patio del cementerio, salían de la nieve muchas cruces. Aquel lugar aún tenía la tristeza de la muerte romántica. Pero muy pronto los muertos de Moscú, elevados en sus pequeñas copas, decorarán los jardines donde jueguen los niños y vivirán entre los troncos de los árboles, junto a los nidos de los pájaros, alegremente.


Rafael Alberti
Luz, Madrid, 8 de agosto, 1933










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