FABRICAS Y
CREMATORIOS
XX. Una
gran sala cuadrada. Largas mesas a los lados y otra en el fondo de colgaduras
rojas. El retrato de Stalin en un muro, frente al de Lenin, en otro.
Esperándonos, ya sentados, los obreros que forman el Comité de fábrica de la de
Krasno-Presna. Es una vieja fábrica del tiempo de los zares, situada en un
barrio extremo de Moscú, junto a calles en cuesta, por donde, como siempre,
bajan los niños patinando. Se construyen en ella máquinas textiles. El
vicedirector del Comité, un viejo bolchevique de bigote y perilla, le pide a
nuestro intérprete que preguntemos. Nosotros, antes que la fábrica, quisiéramos
conocer algo de la vida de los que la dirigen, de sus conquistadores. Un obrero
muy joven rehúsa hablar primero. Otro, aún más, un muchacho también. Los restantes,
todos, convienen en que cuente su historia el viejo bolchevique. Una sana
alegría proletaria hace estirar las bocas y los ojos. Nos reímos. El
vicedirector, al fin, sin dejar nunca de alargarse el bigote, cuenta. Su
biografía es larga, despaciosa, rápida de pronto, perseguida de balas, penosa
de detalles, con silencio de cárceles y cuartos oscuros llenos de llanto y de
miseria.
—Nací en un pueblecito del
Ural...
Se ve que los otros camaradas
del Comité le admiran, siguiendo línea a línea, gesto a gesto su historia, como
escuchando, mudos, la lectura de un hermoso capítulo de la Revolución. El
compañero que nos sirve de intérprete, de cuando en cuando y en breves frases,
pasa al francés, resumido, el relato.
—Su padre trabajaba en una
fábrica. Era proletario. Solamente ganaba diez rublos semanales. Muchos hijos,
mucha familia, ¡y diez rublos tan sólo! Por las noches, en los días de fiesta,
en cualquier rato libre, hacía acordeones. También poca ganancia en este
oficio. Hambre...
El viejo narrador se ríe.
Recuerda que él también, después de un largo aprendizaje, llegó a construir
uno, acordeón que al ser tocado no lanzó ni una nota.
—Cuando llegaron las huelgas
revolucionarias de mil novecientos cinco —continúa el intérprete— era un obrero
sin partido, un muchacho empleado en los ferrocarriles. Después, la reacción.
Años de oscuridad, y nuevas miserias. La guerra. Al fin, la Revolución de
Octubre, su adhesión y la de sus compañeros a los bolcheviques y la marcha del
primer tren revolucionario desde Petrogrado a Moscú. Allí, barricadas. Tiros.
Muertos. Defensa heroica de las vías en las afueras de la ciudad. Luego, la
guerra civil. Luchas. Mítines. Viajes continuos de propaganda: a Siberia, al
Sur, al Norte, por el Ural... Y ahora, vicedirector de la vieja fábrica de
Krasno-Presna. Un héroe.
Nos levantamos con el Comité.
Ha durado el relato más de media hora y aún no hemos visitado la fábrica. Los
otros camaradas desisten de contar su biografía. Es tarde.
En la nave de máquinas, grandes
carteles gritan a los obreros las tejedoras que deben terminar antes de fin de
año para que sea cumplido el Plan Quinquenal. Sobre un enorme cilindro de acero
nos hacen una fotografía. El viejo bolchevique, malicioso, se estira la perilla
y se afila el bigote. Dice que quiere salir guapo junto a los extranjeros. Uno
de los obreros que nos acompaña se ríe de verle y escucharle. Están contentos
de enseñarnos su casa.
Las mujeres manejan los tornos
y la lima. Hacen piezas de acero como cualquier forjador. Algunas atan su
cabeza con un pañuelo rojo: altas, fuertes, de pómulos marcados, brazos duros,
manos de hierro. Un nuevo tipo femenino se presiente, anda formándose. Aquellas
odiosas mujeres de ojos de oruga que nos trajeron el ballet imperial
y la emigración blanca, apenas si ya existen en la Unión Soviética. El trabajo
destruye y crea a la vez el nuevo tipo humano que en nada se parece al
producido por la miseria o el ocio.
Arriba, en otra nave del
segundo piso, nos rodean los aprendices, manchadas de negro las manos y las
caras, los ojos alegres y brillantes.
—¿Americanos? —gritan a nuestro
intérprete.
—No, españoles.
—¿De Alcalá Zamora?
El que así interroga no habrá
cumplido aún los dieciséis años. Rápido, como pedrada, nos lanza otro:
—¿Quién dirige las fábricas en
tu país? ¿El Comité o los ingenieros?
Los que esperan, ansiosos, la
respuesta son muchachos de Octubre. Han nacido después de la Revolución y ya no
pueden comprender cómo marcha una fábrica en los otros países.
El viejo bolchevique que nos
guía quiere también que veamos los cerdos, que no dejemos de visitar el rincón
más oculto. Uno de los jóvenes obreros del Comité propone en seguida:
—También es necesario ver las
patatas.
Fuera de Moscú, la fábrica de
Krasno-Presna tiene una granja. Allí hay gallinas, conejos, cerdos. Pero en el
mismo edificio de la fábrica, en grandes corralones, están las cosas de consumo
inmediato. Más de veinte cerdos bien cebados, enormes, son las reservas para la
semana. Los cuidan unas viejas mujeres, pequeñas, rusas de Segovia o de Ávila,
con pañuelos de lana y altas botas de fieltro. Después llega corriendo una
muchacha y bajamos con ella a un profundo almacén, donde se amontonan las
patatas para todo el invierno. Olía a raíces húmedas, o entrañas escondidas de
la tierra. Al salir a la luz, en el patio, los obreros de la fábrica de
Krasno-Presna nos miraban riéndose, invitándonos a comer. Aceptamos.
Junto a esta vieja fábrica está
la Tregorka, textil, de limpio historial revolucionario. En uno de sus muros,
grabados en oro, brillan los nombres de los obreros fusilados en los
levantamientos de 1905. Dentro vuelan de prensa en prensa las telas de colores
y los telares palmotean continuamente. Se ha multiplicado la producción antigua.
XXI. Una
mañana, la penúltima de nuestra estancia en Moscú, los «Sin Dios», los
organizadores y militantes de la Liga Antirreligiosa de la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas, nos recogieron para llevarnos al Crematorio.
Tan sólo hace tres años —nos
explican— que se ha hecho popular en Moscú la incineración de los cadáveres.
Antes nadie quería quemar sus muertos; preferían el horror de la tierra, la
labor lenta de los gusanos. Hoy raras son las familias que no piden para los
suyos el «entierro de fuego». Tres rublos cuesta solamente la urna, pequeña
copa de mármol, capaz de levantar para siempre el kilo de cenizas a que quedan
reducidos los cuerpos.
Bajamos a los hornos: unas
cámaras blancas, de losas brillantes, vigiladas por hombres, también de trajes
blancos: los verdaderos cocineros de la muerte. El ataúd rojo, al abrirse las
puertas del ascensor que lo desciende, se desliza, solo, por unos rieles hasta
entrar en el fuego. Lo mismo que el pariente más cercano del difunto, nosotros,
a través de un pequeño orificio, aislado de la pared por una gruesa chapa de
hierro, miramos al interior de los dos hornos. En uno se veían, lo mismo que a
lo largo de una cama de fuego, las costillas de un joven, rizándose, lentas,
como un muelle. En otro, nada: las llamas solamente. Hacía veinte minutos de la
entrada de un niño. Los hombres, en ser reducidos a cenizas y ofrecidos a sus
familiares en una copa, tardan cuarenta; treinta minutos, las mujeres.
Arriba, en una urna color de
mármol de madera, bajo el pequeño arco de una sala, rodeado de crisantemos
recientes, se levantaba Maiakovski. El había suplicado que sus cenizas fueran
arrojadas al viento.
Fuera, en el viejo patio del
cementerio, salían de la nieve muchas cruces. Aquel lugar aún tenía la tristeza
de la muerte romántica. Pero muy pronto los muertos de Moscú, elevados en sus
pequeñas copas, decorarán los jardines donde jueguen los niños y vivirán entre
los troncos de los árboles, junto a los nidos de los pájaros, alegremente.
Rafael Alberti
Rafael Alberti
Luz,
Madrid, 8 de agosto, 1933
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