El
calor de agosto disuelve el almidón. El interior del cuello planchado se
convierte en un trapo húmedo y pegajoso; la tela exterior conserva su rigidez y
sus aristas rozan la piel sudorosa.
Cuando trato de procurarme alivio metiendo el pañuelo entre mi piel y el cuello de la camisa, surge en mi mente la imagen del tío José introduciendo su pañuelo de seda cuidadosamente doblado entre su fuerte garganta y el cuello almidonado, mientras esperábamos la diligencia para ir a Brunete. Hace treinta años.
Odio esperar en el calor.
En treinta años mueren muchos hombres y muchas cosas. Se siente uno como rodeado de fantasmas o como si el fantasma fuera uno mismo. Aquel niño que venía aquí hace treinta años era yo, aquel niño que ya no existe.
La vieja posada de San Andrés es la misma, con su portalón de piedra y su patio en el que picotean las gallinas; con su tabernita adosada al portalón, donde aun se vende el vino sacado del pellejo. Busco en mi memoria, y el dibujo es el mismo. Soy yo quien se siente un poco perdido y gris, o tal vez las cosas parecen más crudas y secas en esta luz que ciega. Entonces las tiendas de la calle eran alegres para mis ojos niños; y hoy la calle es la misma: no han cambiado sus viejas posadas, ni sus viejas tiendas donde se venden los aperos de labranza, los paños burdos y espesos, los dulces empalagosos y los cromos chillones a gusto de los clientes de los pueblos de Castilla y Toledo.
Oh, sí, ya sé que Toledo es también Castilla; pero esto es sólo en los tratados de geografía. Toledo es tierra aparte, Toledo fue siempre un islote en el viejo mapa de Castilla. Dejaron en él sus huellas las legiones de Roma y la flor y nata de los árabes que invadían Europa; los caballeros medievales y los cardenales de sangre real bastarda que dejaban la misa para empuñar la espada; los viejos artífices moros y judíos que labraban oro, plata y piedras y los artesanos que batían el acero con sus martillos, lo templaban en las aguas del Tajo y lo adornaban con filigranas de oro. El Greco está aún vivo en Toledo. Tendré que escapar un día y perderme una vez más en sus callejuelas.
En fin, aquí está el autobús. Es curiosa la prisa de los viajeros, al asalto del coche, como si fuera a escapar sin ellos. Como en la vieja diligencia. Y como entonces, es fácil separarlos: los hombres magros y cenceños de las tierras de pan de Brunete con sus mujeres flacas, huesudas, sus cuerpos agobiados de partos y sus caras recomidas de sol y hielo; y los hombres de la vega de Toledo, hombres de las tierras de vino de Méntrida, un poquito panzudos, bonachones, la piel curtida pero blanca, con sus mujeres abundantes y alborotadoras.
Me divierte pensar que yo soy un cruce entre los dos; mi padre era castellano, mi madre toledana. Ahora, nadie podría decir qué soy yo porque, mezclado entre estos dos grupos, nadie podría marcarme un sitio entre ellos. Somos diferentes; y estoy fuera de lugar, tan fuera de lugar como mi cuello planchado y mi traje de ciudad entre los trajes de labriego que llenan el coche.
Se agria mi diversión momentánea: los vivos que me rodean me convierten en un extranjero, y el recuerdo de los muertos en un fantasma. Me siento al lado del chófer. No lleva uniforme Antonio, sino un chaquetón de campo, y, cuando chirrían los frenos, blasfema como un carretero. No es su sitio aquí, empuñando el volante, sino empuñando la tralla larga que alcanza con su punta a las orejas de la mula delantera.
Las gentes se acomodan, se chillan sus noticias y sus compras de la ciudad; bajando la cuesta de la calle de Segovia todo es ruido. Pero cuando el coche, cruzando el puente, cambia su marcha para vencer la pendiente que sube a Campamento, el motor, el sol, el polvo, el olor a gasolina van imponiendo silencio a las lenguas. Cuando llegamos a la planicie desierta de Alcorcón, toda terrosa, con sus campos segados, secos, y sus casas de barro, ¡os ocupantes del coche cabecean adormilados o rumian sus pensamientos. Hemos pasado así Navalcarnero y la carretera es ahora frontera: Almojado y Santa Cruz del Retamar son los dos jalones entre Toledo y Ávila. En Santa Cruz, el autobús abandona la principal y tuerce hacia el este. Estamos en tierras de Toledo y éste es un viejo camino: Madrid era aún «castillo famoso» y nada más, y entonces este camino, hoy casi desierto, era una arteria de traficantes y viajeros que unía Toledo con Ávila. A lo largo de él se comerciaba y se batallaba. De los montes toledanos bajaban los guerreros moros al valle del Alberche e intentaban trepar por las montañas a las tierras altas de Castilla. De allí -de las tierras de Ávila y Burgos- salían los caballeros en torrente a cruzar la llanada de los valles a intentar arrebatar a la morisma Toledo, la de piedra. Sí, esto es literatura barata, pero ¿por qué no divertir el tedio del viaje con ella? Hoy esta ruta duerme. No pasan por ella más que lugareños con sus carros y sus burros y algún que otro camión aislado cargado con frutos de la tierra. Hoy este camino es camino que no va a ninguna parte y sólo sirve para unir unos cuantos pueblecitos que han quedado olvidados de todos. Entre Santa Cruz y Torrijos, en esta vieja ruta guerrera, está Novés. Iba camino de Novés e iba pensando el porqué.
Claro que sabía el porqué: en Novés había alquilado una casa. Era la tarde de un sábado e iba a pasar allí mi primer fin de semana en «mi casa del pueblo», como todos la llamábamos ya. Me iba preguntando a mí mismo por qué había montado esta casa en un pueblecito perdido en la provincia de Toledo.
Antes de ir a Novés ya había planeado tener una casa en un pueblo cercano a Madrid. Dos años antes, en 1933, había pasado casi un año en Villalba, pero Villalba es un pueblo de veraneantes donde aún continúa la ciudad y yo quería un sitio de descanso para los fines de semana, un pueblo de verdad. Novés era un pueblo de verdad. Lo que ya no era verdad eran estas razones que yo daba y me daba a mí mismo para escapar de Madrid. Había razones más complejas:
Mi mujer y yo habíamos vuelto a establecer casa después de un año de separación amistosa. Había intervenido la familia y había pesado la razón de los hijos, pero pronto resurgió la antigua incompatibilidad. Tener una casa en un pueblo algo distante de Madrid era recuperar un poco la libertad, escapar de la vida en común. Era también una razón decente -de las llamadas decentes- a los ojos de los demás, que evitaba una nueva separación que sería un poco ridicula; era además beneficioso para la salud de todos: Aurelia estaba resentida de su último parto, los chiquillos precisaban aire más puro que el de Madrid, y a mí me vendría bien un descanso semanal y un cambio de ambiente. Tenía medios económicos suficientes y así, ¿por qué no?
Cuando se comienza una introspección, no puede detenérsela, hay que seguirla hasta el fin. Estas razones eran razones concretas, pero ya no podía engañarme a mí mismo a fuerza de repetírmelas. Delante de mí se desarrollaba un paisaje gris, monótono, y extraño a todos los demás, no tenía la distracción ni el refugio de una conversación de viaje.
¿No era Novés una derrota más y una huida de mí mismo?
Había la cuestión con María. Llevábamos seis años de relaciones y no habíamos tenido ningún disgusto. Pero yo había tenido la ilusión de formarla a mi medida -como una vez la tuve con Aurelia-. María se había desarrollado a su manera y yo había fracasado en mi intento. Posiblemente el error fue mío: no es posible forzar la camaradería. En todo caso no era falta suya. Tal vez lo peor era que se había enamorado profundamente y yo no. Se había convertido en absorbente y esto hacía más claro aún que yo no estaba enamorado. Ir a Novés era huir de los inevitables sábados por la tarde y domingos con ella. Huir durante la semana de mi mujer y el fin de semana de la amiga: ¡vaya solución! Pero no era sólo el problema de ambas mujeres.
Ir a Novés era crearme un aislamiento para escapar del aislamiento enervante que me rodeaba a diario. Teóricamente me había resignado a ser un buen burgués, soportar la mujer y la casa en apariencia, disfrutar unos ratos agradables con María y costearme los caprichos que quisiera. Pero en realidad las dos mujeres me tenían harto y me forzaban a una comedia constante; y el dinero no era ni había sido nunca de gran importancia para mí. En cambio, mis deseos de haber sido un ingeniero, mis deseos de escribir, tenía que darlos ya por imposibles. Me había asomado a la política y aun había tenido ilusiones en 1921, cuando trataba de formar el Sindicato de Empleados de Madrid. Pero indudablemente yo carecía de la flexibilidad que es necesaria para someterse a un partido y hacer carrera política. Pretender que la buena voluntad es bastante para hacer una labor provechosa era ingenuidad. Sin embargo, no podía renunciar a ninguna de estas cosas y resignarme a ser un burgués satisfecho.
Creía aún que tenía que existir la mujer con la cual pudiera compenetrarme y tener una vida en común completa. Se me escapaban los dedos irremediablemente tras cualquier mecanismo estropeado, o me hundía meses enteros en problemas técnicos profundos que me presentaba mi trabajo, pero que en realidad eran ajenos a él. Me disgustaba la enorme cantidad de literatura barata que abundaba entonces en España, y sentía que podía hacer cosas mejores. Era todavía un socialista. Pero tenía que vivir la vida en que estaba cogido, o que yo mismo habíame creado.
Estaba en una crisis que me tenía sumergido en un marasmo intelectual y hasta físico, con explosiones extemporáneas en las cuales discutía y me enfurecía con los que me rodeaban. Me sentía impotente ante los hechos, los míos personales y los generales del país. Novés era una huida de todo esto; era un fracaso total de mí mismo; era declararse egoísta no por condición sino por cálculo. ¿Egoísta? No, desilusionado y sin esperanzas. La llanura continuaba alrededor de nosotros; la cinta de la carretera se perdía en el horizonte de montañas. Antonio señaló un punto delante de nosotros y dijo:
- Está Novés.
Lo único que se veía era, en la misma línea de la carretera, una bola dorada con una cruz de hierro encima.
- La cruz esa es la torre de la iglesia.
El automóvil se asomó al barranco y se precipitó bamboleante en las calles del pueblo. Paró poco después en una plaza delante de una taberna. Comenzaban a alargarse las sombras, pero aún el sol pesaba con fuerza. Me esperaban Aurelia y la chica mayor. Todos ellos habían venido por la mañana con el camión que había traído los muebles.
- ¿Qué habéis hecho?
- Nada, esperándote. Tú comprenderás que con los chicos no se puede hacer nada.
- Papá, la casa es muy grande, ya verás.
- Oh, ya la he visto, tontita. ¿Te gusta?
- Sí. Sólo que da un poquito de miedo. Como está vacía y… tú no sabes lo grande que es.
Los enseres estaban descargados en el portal y la casa olía a cerrado. Los mozos del camión habían ido arrimando los muebles contra las paredes y el centro estaba lleno de bultos de ropa de cama, maletas y cajones. Me esperaba una tarea para poner en orden todo aquello. Los chicos -tres- se enredaban entre los pies.
- Con chicos o sin chicos, me vas a tener que ayudar.
- Mira, aquí hay una mujer que quiere venir como criada. Ahora hablas tú con ella y decides lo que quieras. Ha dicho que vendría cuando oyera el coche.
Entró en aquel momento. Pero no sola, sino acompañada de una muchacha de unos diecisiete años y de un hombre de unos cuarenta. Los tres se quedaron en el marco de la puerta, ancha de sobra para enmarcarlos. El hombre se quitó la gorra y la mujer habló:
- Buenas tardes. Yo soy la Dominga, para servirle, y aquí, pues la chica y el marido. Conque usted dirá.
- ¿Y qué tengo que decir? Pasen, no se queden en la puerta. ¿Qué querían ustedes?
- Pues la «señorita» ya le habrá explicado. Que como había dicho en casa de don Ramón el de la tienda que ustedes querían una mujer para todo, pues he venido. Así que si a usted le parece bien, pues aquí estamos.
- Bueno, mujer, ¿y en qué condiciones?
Siguiendo la costumbre de los campesinos, la mujer desvió la respuesta:
- Pues la chica vendrá a echar una mano, y entre las dos, ustedes no se preocupen, que la casa estará como una patena.
- Pero bueno, francamente, yo no quiero dos personas.
- No. La chica viene a ayudarme; a ustedes no les cuesta un céntimo. Claro que, si usted tiene la voluntad, comerá aquí, porque es lo que digo: «Donde comen tres, comen cuatro». Pero por lo demás, ustedes sólo tienen que ver conmigo. Yo ya he servido en Madrid antes de casarme y conozco las costumbres de los señores. Y en cuanto a honradez, usted pregunta en el pueblo a cualquiera…
- ¿Y qué va usted a ganar?
- Podemos empezar ahora mismo. Por eso ha venido éste, para echar una mano con los muebles. Como está demás.
- Pero contésteme a lo que le pregunto: ¿cuánto quiere usted ganar?
- Pues si a usted le parece, cinco duros al mes y la comida. Por dormir, no se preocupe, que nosotros dormimos en casa, aquí al lado, y si alguna noche hace falta no tiene más que decirlo.
- Bueno, mujer, conformes.
Mariano, taciturno, y yo, nos dedicamos a colocar los muebles y armar las camas. Las mujeres se ocuparon de las ropas, de la cena y de los chicos. La casa era una vieja casa de labor enorme, de una sola planta, que comprendía en sí diecisiete habitaciones, la mayoría de ellas fuera de proporción. En la habitación elegida para comedor, la mesa era un islote en medio y el aparador una miniatura perdida, se le pusiera en un rincón o en el medio de una pared. Se hizo de noche. Pusimos tres velas, usando botellas vacías como candelabros. Formaban tres círculos de luz encima de la mesa. En el resto de la habitación, trenzaba danzas la sombra.
Dominga tuvo una idea:
- Lo mejor será encender un fuego aquí, aunque es agosto.
Tenía la habitación una chimenea de campana, tan grande como una habitación pequeña de nuestro piso en Madrid. Mariano trajo haces de retama y poco después se elevaba una llama alta como un hombre. La habitación se pintó de rojo, las velas eran tres llamitas pálidas, perdidas.
Cuando terminamos la distribución, la casa seguía vacía y las pisadas resonaban a hueco. Allí se necesitaban los viejos arcones de encina y los aparadores de tres pisos y las camas con dosel y cuatro colchones de nuestros abuelos. Nos acostamos temprano, cansados y en silencio. Mis dos cachorros de perro lobo ladraron en los corrales durante largo rato.
Madrugué a la mañana siguiente. En la puerta esperaban Dominga, la chica y Mariano. Las mujeres entraron y se perdieron en el interior de la casa. Mariano se quedó delante de mí, dándole vueltas a la gorra:
- Me parece que por hoy hemos terminado, Mariano. -Le había dado una propina la noche antes y sin duda volvía al olor de otra.
- El caso es que, verá usted. Como uno no tiene nada que hacer, pues me he dicho, yo voy allá. Y usted manda hacer lo que sea.
Por la cara que debí hacer, se apresuró a agregar:
- Claro que no es que uno venga a por nada. Si usted tiene la voluntad un día, pues da la voluntad, y si no, tan amigos. Al fin y al cabo, a las mujeres siempre las puedo ayudar a cortar leña y sacar agua.
El fondo de la casa era un corral empedrado, capaz de contener media docena de carros con sus mulas, y los pesebres se alineaban a ambos lados. Me llevé a Mariano al corral:
- Bien. Como veo que me tendré que quedar con toda la familia, vamos a ver si arreglamos esto un poco. Me va usted a quitar piedras y vamos a intentar hacer un jardín con unas cuantas flores.
Así, se incorporaron Mariano y su familia a casa. A media mañana fui a ver el pueblo. Novés se extiende a lo largo de un barranco que atraviesa de norte a sur la llanura. El plano de Novés es como la espina dorsal de un pescado. Una calle muy ancha, por el centro de la cual corre un arroyo de aguas negras que son los residuos del pueblo entero. A ambos lados se abren callejuelas cortas que trepan cuesta arriba, en pendiente áspera. Cuando llueve, el barranco se convierte en torrentera y se lavan las inmundicias del pueblo. Para estas ocasiones el arroyo está cruzado por puentes de trecho en trecho. Uno de estos puentes es un viejo puente romano de piedras ajustadas que se eleva en una joroba aguda. Otro de los puentes es de cemento y sobre él pasa la carretera.
Con excepción de media docena de casas, todas las demás son de una planta, construidas de adobes y jalbegadas. Son todas iguales y reflejan el sol implacablemente. Hay una plaza con unos cuantos árboles pequeños en la que están la iglesia, la botica, el casino y el Ayuntamiento. Esto es todo Novés: en total unas doscientas casas.
Seguí el curso del arroyo sucio, barranca abajo. Pasadas las últimas casas del pueblo, el barranco se abría en un valle abrigado de todos los vientos del llano. Y el valle era un vergel aun en agosto. A ambos lados del arroyo se extendían huertas, con sus cuadrados de vegetales, sus frutales y sus flores. Cada huerta con su pozo y su noria. Había un murmullo de agua y de hierros en el aire. Kilómetro y medio más allá el valle se estrechaba y el arroyo volvía a correr por un barranco que no era más que una grieta en el llano polvoriento. Aquello era toda la riqueza de Novés.
Al regresar me di cuenta de que las huertas en su mayoría estaban desiertas y las norias calladas. Como domingo, no era extraño. Pero, no. Las huertas estaban abandonadas. Se veían planteles pequeños de melones bien cuidados, pero las huertas grandes no parecían haber sido trabajadas en meses. La tierra estaba seca y aterronada. Me asomé a una noria al lado del camino: la cadena de cangilones estaba mohosa, el agua en el fondo del ancho pozo tenía plantas flotando. Aquella noria no funcionaba hacía tiempo. Cuando regresé a casa, Mariano me explicó concisamente:
- Un contra-Dios. La gente sin trabajo y las tierras abandonadas. Usted no lo creerá, pero aquí va a haber un día algo muy gordo. Tres años llevamos así, casi tanto como la República.
- ¿También aquí tienen ustedes cuestiones? Ya sé que donde hay grandes fincas, los amos no quieren dar trabajo, pero aquí no creo que haya grandes señores.
- Aquí no hay más que cuatro ricos de pueblo. Y aun, si no fuera por Heliodoro, las cosas no irían muy mal, porque los otros no son mala gente. Pero Heliodoro los tiene a todos metidos en un puño, y esto es una guerra continua. -Mariano se excitaba hablando, y ahora sus ojos grises estaban despiertos y sus facciones rígidas se animaban.
- Cuénteme usted lo que pasa.
- Pues muy sencillo. Antes de que viniera la República, pues había unos cuantos, media docena, de muchachos que se habían apuntado, unos a los socialistas y otros a los anarquistas. No sé cómo se atrevían, porque la Guardia Civil no los dejaba en paz y a todos ellos les han molido las costillas más de una vez. Pero claro, cuando vino la República, pues el cabo de la Guardia Civil tuvo que aguantarse y muchos más se apuntaron también. Ahora casi todo el pueblo son socialistas o anárquicos. Y Heliodoro, que siempre ha sido el cacique del pueblo y el que ha mangoneado las elecciones para el diputado de Torrijos, pues hizo lo que siempre; antes, para no perder, unas veces era liberal y otras conservador, y cuando vino la República pues se hizo de los de Lerroux, y ahora como las derechas ganan, pues desde lo de Asturias es de los de Gil Robles. Y en cuanto la gente aquí pidió que se le pagaran jornales decentes, Heliodoro cogió a los cuatro ricachos del pueblo y les dijo: «A estos granujas hay que enseñarles una lección».
»Y comenzaron a poner gente en la calle y a no dar trabajo más que a los que se sometían a lo de antes, que también los hay. Y como aquí -lo que pasa en los pueblos-, muchos tienen un trocito de tierra y siempre pasa algo, que la mujer se pone mala o que hay un aluvión en el barranco con las lluvias, pues había muchos que le debían dinero a Heliodoro. Como es el mandón del pueblo, cogió al secretario y al alcalde y puso a todos por justicia para quedarse con las tierras. Y ahora la cosa está muy fea. Ya se puso fea hace dos años, que las gentes se metieron en las huertas e hicieron un destrozo, pero ahora está peor, porque ahora son ellos los que mandan.
- Y los mozos, ¿qué hacen?
- ¿Qué quiere usted que hagan? Ahora, callarse y apretarse el cinturón. Cuando lo de Asturias, se llevaron a dos o tres y ahora nadie se atreve a decir una palabra. Pero el mejor día pasa algo. Heliodoro no va a morir en su cama.
- Entonces tienen ustedes aquí un sindicato, mejor dicho, dos.
- No hay sindicato ni nada. Los mozos se reúnen en casa de Eliseo, que tiene una taberna que la ha convertido en casino de obreros, y allí hablan. Eliseo fue anarquista allá en la Argentina.
- Pero ¿habrá un presidente o algo?
- Ca, no, señor. Lo único que hacen es reunirse y hablar, porque nadie quiere líos con el cabo.
- Tengo que ver el casino ese.
- Usted no puede ir allí, señorito. Aquello es para los pobres. Usted tiene el casino de la plaza, que es donde van los señores.
- También voy a ir allí.
- Pues de uno de los dos le echan. Seguro.
- ¿Y usted está asociado, Mariano?
- No lo tome usted a mal, pero cuando vino la República me pasó lo que a todos, que nos entusiasmamos y me hice de los de la UGT. Pero ya ve usted para lo que ha servido…
- Yo también soy de la UGT.
- ¡Atiza! -Mariano se me quedó mirando muy serio-. Vaya un lío. ¡A buena parte ha venido usted a parar!
- Ya lo veremos. Supongo que no va a venir el cabo de la Guardia Civil a darme una paliza.
- No se fíe usted mucho, por si acaso.
Aquella tarde, Mariano y yo nos fuimos al casino de pobres, como él lo llamaba.
El casino era un salón amplio con techo de vigas cruzadas, que seguramente fue en tiempos una cuadra. A lo largo de las paredes, un par de docenas de mesas despintadas; al fondo un mostrador pequeño y detrás unos cuantos anaqueles con algunas botellas; en el centro una mesa de billar. Las paredes desnudas y en un rincón un viejo aparato de radio barato, ojival, como una ventana de catedral gótica. La mesa de billar me fascinaba. No podía imaginar cómo pudo ir a parar a Novés. Era una mesa antigua y el paño estaba lleno de costurones remendados con bramante. Tenía ocho patas elefantíacas, y, seguramente atravesadas, podían tumbarse en ella ocho hombres lado a lado y holgadamente. Al parecer la mesa se utilizaba para todo, incluso para jugar al billar, pues estaban jugando una partida en la que el azar y los costurones disponían el rumbo que las bolas seguían sobre el tablero.
Mariano me llevó hasta el mostrador.
- Danos algo de beber, Elíseo.
El hombre detrás del mostrador llenó dos vasos de vino, sin decir palabra. En el salón había hasta unos cuarenta individuos, y de pronto me di cuenta de que todos se habían quedado en silencio y nos estaban mirando. Eliseo me estaba mirando de frente.
La primera impresión de la cara de Eliseo era un choque: tenía en una de las ventanillas de la nariz una úlcera que le había roído parte de ella. Entre los bordes de la lesión, amontonados, casi verdes, brotaban algunos pelos del interior de la nariz. Parecía una llaga de la Edad Media, una llaga bíblica. Lo curioso era que el individuo estaba tan independiente de su llaga que no inspiraba lástima, ni repulsión física hacia él. Era una cosa aparte que atraía la vista por sí propia. Eliseo era un hombre de unos cuarenta y cinco años, más bien bajo y ancho, moreno y tostado, con unos ojos vivos y una boca sensual. Su inspección mientras yo bebía un sorbo de vino tenía algo de provocativa. Cuando dejé el vaso sobre la mesa, dijo:
- Y usted, ¿a qué ha venido aquí? Éste es el casino de obreros, y si no hubiera usted venido con Mariano no le hubiera despachado.
Mariano intervino:
- Don Arturo es un compañero. Está también en la UGT.
- ¿De veras?
Le enseñé el carnet del sindicato. Elíseo lo hojeó y levantó la voz:
- Muchachos, don Arturo es un compañero. -Después agregó dirigiéndose a mí-: Cuando ha venido usted al pueblo, nos hemos dicho todos: otro hijo de puta. ¡Como si aquí no tuviéramos bastantes!
Eliseo salió de detrás del mostrador y todos se agruparon en un corro alrededor. Les tuve que explicar un poco cómo andaban las cosas en Madrid. Un vaso de vino es barato. Invité a todos, y la reunión se animó. Había grandes ilusiones y grandes proyectos; las izquierdas volverían a gobernar el país y entonces no sería como antes. Los ricos tendrían que escoger: o pagar jornales decentes o dejar las tierras para que las labraran los otros. Novés sería una huerta colectiva, con su camión propio que llevaría las verduras y la fruta a Madrid cada mañana. Se terminaría la escuela…
- ¡Los canallas! -dijo Eliseo-. ¿Usted ha visto la escuela? La República dio el dinero para ella y mandaron de Madrid un dibujo muy bonito de una casa con unas ventanas muy grandes y jardín. Heliodoro y los que andan con él convencieron a las gentes de Madrid de hacer la escuela en lo alto, en el llano, y allá empezó. Heliodoro cobró buenos cuartos de la tierra, que era suya, y ahora allí están las cuatro paredes sin terminar.
- La próxima la vamos a hacer nosotros. En el fondo de las huertas. Que aquello es una bendición de Dios -dijo uno.
Eliseo volvió a la primera reacción:
- ¡Caray! No sabe usted el alegrón que me ha dado con ser de los nuestros. Ahora les vamos a enseñar a éstos que no somos unos pobres paletos. Claro que le van a tomar a usted entre ojos.
Y aquella noche fui al casino de los ricos.
Consistía en el obligado salón grande con veladores de mármol llenos de hombres tomando café y aguardiente, una mesa de billar y una atmósfera espesa de tabaco, y dentro un salón pequeño lleno de jugadores: la tertulia. Inmediatamente de entrar, un hombrecito pequeño, rechoncho y afeminado en la piel, los modales y la voz, vino directamente hacia mí.
- Buenas noches, don Arturo. Qué, ¿ha venido usted a hacerse socio? Pase, pase. Usted ya conoce a Heliodoro, ¿no? -Y me encaminaba a su mesa.
Sí, conocía al hombre de labios finos hacía el que me empujaba; era el propietario de mi casa. El feminoide dijo afanoso:
- Yo me retiro, sabe, porque estoy preparando los cafés. Pero vengo en seguidita.
Heliodoro estaba sentado con otros dos, vestidos en traje de ciudad.
- Siéntese y tome algo. Aquí estos amigos; son los médicos del pueblo. Don Anselmo y don Julián.
- Tanto gusto.
- Qué, ¿cómo va la mudanza? ¿Se ha instalado usted ya?
Comenzamos una de esas conversaciones banales en las que se habla de todo y de nada. El feminoide me trajo un café y me hizo las mismas preguntas. Uno de los médicos, el don Julián, le interrumpió:
- José, apúntale al señor.
José sacó una cartera del bolsillo que resultó ser un cuaderno lleno de páginas con nombres y columnas de números debajo.
- Bueno, vamos a ver. ¿Cuántos son ustedes?
- Supongo que no tengo que hacer socios a toda la familia.
- ¡Oh! No. Esto no es para el casino. Es para la iguala. Aquí yo lo apunto a usted y tiene derecho a médico cuando le haga falta.
- Yo tengo médico en Madrid. Don Julián terció:
- Bueno, si no quiere no se apunte. Pero le advierto que después, si pasa algo urgente, éste -y señaló a su colega- le pasará la cuentecita. Si se ha pinchado un dedo y lo saja, pondrá: «Por una operación quirúrgica: 200 pesetas».
- ¿Y si lo llamo a usted?
- Es lo mismo. La cuenta se la pasará éste.
- Bueno. Apúnteme. La mujer, los chicos y yo. Seis.
- ¿En qué categoría lo ponemos, don Julián?
- Eso no se pregunta. En la nuestra.
- Pagará usted cinco pesetas al mes. ¿Y qué hacemos con la criada?
- Supongo que la criada estará igualada.
- Sí, está, está. Pero no paga. Así que está dada de baja, y si tiene un accidente del trabajo, pues va usted a tener que pagar. Don Julián soltó una risita:
- Figúrese que se quema con el puchero. Éste, «por una operación quirúrgica y asistencia, 200 pesetas».
- Apunte usted a la criada.
- Dos pesetas. ¿Quiere usted pagar ahora? Yo soy el cobrador.
Le hago los recibos en un momento. José se embolsó sus siete pesetas. Desapareció en su cueva y reapareció a los pocos momentos con un paquete de cartas en la mano.
- Se tallan veinte duros -dijo. Y se marchó al salón del fondo, instalándose en un asiento alto detrás de la mesa grande:
- Muchachos, hay cien pesetas, si nadie pone más.
Bacará. La clientela se fue agrupando alrededor de la mesa. Las sillas las fueron ocupando al parecer los más distinguidos. José barajaba incansablemente. Nos sentamos todos. Una voz dijo:
- Copo.
Un hombre magro, vestido de luto, de movimientos nerviosos y algo febril en sus accionamientos, puso un billete de cien pesetas sobre la mesa. José dio cartas y uno recogió el billete. El hombre soltó una blasfemia en voz baja. Comenzó el juego general.
- Mal empieza, Valentín -dijo un viejo huesudo que estaba de pie detrás de él.
- Como siempre, para no variar, tío Juan.
El viejo meneó la cabeza con sentimiento y no dijo nada. Valentín puso veinticinco pesetas. El resto de los jugadores apostaban cantidades pequeñas, a lo más de dos pesetas. Se veía que la atención de todos estaba concentrada en el juego de Valentín y de José. A los pocos pases alguien dijo detrás de mí:
- Como todas las noches.
Efectivamente, las posturas de Valentín iban desapareciendo, unas tras otras, casi sin falla. El resto de los jugadores jugaba ahora en contra descaradamente. Al cabo de una hora Valentín había agotado su dinero. José pidió una continuación. Valentín protestó:
- Eso no está bien.
- Pero hombre, si se han acabado los cuartos no tengo yo la culpa.
- Heliodoro, dame cien pesetas.
Heliodoro le dio cien pesetas. Valentín las perdió al poco rato.
- Te vendo la mula, Heliodoro.
- Te doy quinientas pesetas por ella.
- Vengan. -Heliodoro sacó quinientas pesetas de la cartera y las puso en la mesa. La mano del tío Juan se interpuso.
- Valentín, no vendas la mula.
- Creo que puedo hacer lo que quiera.
- Bueno. En ese caso yo te doy mil pesetas por ella.
- ¿Ahora?
- No. Mañana.
- Mañana no me hacen falta. - Valentín cogió los billetes y Heliodoro comenzó a escribir una hoja de papel. Al final la alargó a Valentín.
- Fírmame el recibo. Se cambiaron las tornas del juego.
Ahora Valentín acumulaba delante de sí billetes, mientras José incansablemente iba reponiendo la banca. Alguien abrió la puerta de la calle:
- ¡Buenas noches! -gritó la voz.
José recogió la baraja y su dinero y los demás el suyo. En un momento se distribuyeron por las mesas en grupos, charloteando ruidosamente. Fuera se oían los cascos de unos caballos sobre las piedras; pararon a la puerta del casino y entró una pareja de la Guardia Civil; un cabo y un número.
- Buenas noches a la compañía.
José se deshizo en obsequios y zalemas. Los guardias civiles aceptaron un café. El cabo levantó la cabeza y se quedó mirándome:
- Usted es el forastero, ¿eh? Ya sé que ha estado usted esta tarde en casa de Eliseo. -Se volvió paternal-: Le voy a dar a usted un consejo: aquí nadie se opone a que haga usted lo que quiera, pero nada de mítines, ¿eh? Aquí no quiero señoritos comunistas.
Se limpió los bigotes escrupulosamente con un pañuelo, se levantó y se marcharon los dos. Me había quedado estupefacto. José vino a saltitos:
- Tenga usted cuidado con el cabo, porque tiene malas pulgas.
- Me parece que mientras no cometa ningún delito, no tengo nada que temer.
- No es que yo quiera decir nada, pero no le conviene a usted ir a casa de Eliseo. La verdad es que allí no se reúne más que la canalla del pueblo. Claro que usted todavía no conoce a la gente…
Heliodoro escuchaba atento. Valentín se aproximó a nosotros con la cara radiante y un puñado de billetes en las manos. Heliodoro dijo:
- Qué, ¿te has desquitado?
- De hoy y de ayer, y si no es por los guardias, le pelo a éste. - Y le dio un manotón a José en las espaldas redondas.
- Espérate a mañana -replicó el otro filosóficamente. Valentín alargó unos billetes a Heliodoro. - Toma. Tus seiscientas pesetas. Y gracias.
- ¿Qué me das ahí?
- Las seiscientas pesetas.
- A mí no me debes nada. Bueno, sí, me debes cien pesetas que te he dado antes, pero las quinientas eran la mula.
- Pero ¿tú crees que te voy a dar por quinientas pesetas una mula que vale 2.000?
- No me la vas a dar. Me la has dado. ¿No me has vendido la mula? ¿Sí o no? Aquí hay testigos y el recibo lo tengo en el bolsillo. Así que me parece que no hay nada que discutir.
Valentín hizo un ademán de avance hacia Heliodoro:
- Eres un hijo de puta.
Heliodoro se llevó una mano atrás del pantalón, sonriéndose frío:
- Mira, mira. Tengamos la fiesta en paz. Si no quieres perder, no juegues. Buenas noches, señores.
Heliodoro salió lento sin volver la cabeza y detrás de él otro de la reunión que se quedó mirando fijamente a Valentín. El tío Juan cogió a Valentín por un brazo:
- ¡Hala, déjate de tonterías! La mula la has vendido y no hay nada que hacer. Lo que hacía falta es que te sirviera de lección.
- Pero ese tío es un hijo de puta. -Valentín estaba a punto de llorar de rabia-. Y además se guarda las espaldas con ese…
José repartió unas copas de aguardiente entre todos:
- Bueno, bueno, haya paz. El que más ha perdido soy yo. Pero no se reanudó el juego. Poco después salíamos todos a la calle blanca de luna. El tío Juan emparejó conmigo:
- Llevamos el mismo camino. ¿Qué le va pareciendo el pueblo?
- ¿Qué quiere usted que le diga? Para un día ya es bastante.
- Aquí estábamos comentando todos el que haya ido usted a casa de Elíseo, y yo creo que el cabo ha venido solamente para verle a usted.
- Pero ¿aquí no hay Guardia Civil?
- No. Son de Santa Cruz, pero las noticias corren pronto. A mí personalmente me parece bien lo que ha hecho y así se lo he dicho a todos, pero como no tenga usted buenas agarraderas, le van a hacer difícil la vida en el pueblo.
- Mire usted; no pienso meterme en la vida del pueblo, porque al fin y al cabo yo no voy a venir por aquí más que dos días a la semana. Pero si yo quiero beberme un vaso de vino donde sea, no me lo van a quitar. ¿Qué es lo que pasa aquí?
Sabía
que estaba eludiendo el problema y sentía a la vez que no podría eludirlo
mucho, mientras escuchaba la voz serena del viejo contándome una historia que
me parecía haber oído ya contar cientos de veces y que cada vez
despertaba mis odios. Heliodoro era el amo del pueblo; había heredado su
posición de usurero y cacique de su padre y su abuelo, que ya lo habían sido en
tiempos de Cánovas. La mitad de las tierras y casas eran de él, y los pocos que
aún labraban sus propias tierras de él dependían. Cuando vino la República las
gentes habían tenido la esperanza de una vida nueva y mejor; unos pocos de los
propietarios independientes se habían atrevido a pagar los salarios más altos,
pero Heliodoro había anunciado que la gente que quisiera trabajar para él tendría
que hacerlo en las viejas condiciones. Si no, a él no le importaba, porque «él
no necesitaba trabajar la tierra para vivir». Hacía dos años, en su
desesperación, los hombres se habían amotinado y destruido algunos árboles
frutales y plantas en las huertas de Heliodoro; desde entonces no volvió a dar
trabajo a nadie. Y desde que su partido -el de Gil Robles- estaba en el poder,
ya no dejaba en paz a los pocos que había independientes.
-
La dificultad mayor que puso fueron los camiones. Él tiene dos camiones y
con ellos llevaba el grano y los frutos a Madrid. La mayoría le vendían a él
los frutos. Se negó a comprar más, y claro, la gente trató de alquilarle los
camiones; dijo que no. Vinieron unos camiones de Torrijos, pero como el
diputado es por Torrijos, al poco tiempo los camiones no vinieron más. La gente
tuvo que buscar camiones en Madrid. Claro que esto ya salía muy caro, porque
los camiones venían vacíos y había que pagarlos doble, pero aun así, podían
vender. Heliodoro comenzó a darle vueltas al magín y un
día se marchó a Madrid. Ahora yo no sé si usted conoce cómo funciona el mercado
en Madrid.
-
No, realmente.
-
Usted lleva el fruto que quiere vender y en el mercado hay unos individuos que
se llaman asentadores que son como los agentes de venta. Ellos tienen el sitio
en el mercado y reciben la fruta y le ponen precio con arreglo a la calidad y
los precios del día. Y ellos se encargan de venderla y de liquidarle a usted la
cuenta, menos su comisión. Pues bien, después del viaje de Heliodoro, Paco,
uno de los huertanos más ricos que hay aquí -pero claro que no tiene más
riqueza que su trozo de tierra-, mandó al mercado un camión grande lleno de
pimientos encarnados que era gloria verlos y que bien valían un puñado de
pesetas. Entonces se pagaban a dos pesetas la docena y más. A los tres días
volvió indignado y nos contó en el casino lo que le había ocurrido: cuando
llegó a Madrid, un asentador después de otro le dijeron que no tenían sitio
disponible para poner los pimientos y que tenía que esperar a que se desalojara
alguno de los sitios. Los pimientos se quedaron en el camión, hasta por la
tarde, pero por la tarde los tuvo que descargar alquilando un almacén. Al día
siguiente los asentadores volvieron con la misma historia y con que había
muchos pimientos en el mercado. Le ofrecieron quinientas pesetas por todos.
Dijo que no y se pasó otro día. Los pimientos son muy delicados, y al tercer
día, los de debajo estaban hechos caldo. El hombre los tuvo que vender en
trescientas pesetas y de ahí pagar el almacén, la posada y el camión.
Si se descuida un poco tiene que poner dinero encima.
«Cuando
nos acabó de contar esto, con las tripas que puede usted imaginarse, Heliodoro
se echó a reír y dijo: "Si es que no entendéis los negocios. De Novés, no
vende fruta en Madrid nadie más que yo". Y ahora, ahora la gente tiene que
venderle a él, que paga lo que quiere, y además someterse a lo que él quiera,
porque si no, no compra. Así que, ahora, mientras el pueblo se muere de hambre,
él tiene las tierras sin trabajar y está ganando más dinero
que nunca con los pocos que siguen trabajando. Con lo de esta noche de
Valentín, ya tiene usted una idea de la clase de tipo que es. Ese que salió
detrás de él es uno que era agente electoral cuando su padre, y andaba con la
garrota en la mano cuando había elecciones. Una vez le pinchó a uno, pero a los
seis meses estaba en casa, más flamenco que nunca. Ahora le guarda las espaldas
a Heliodoro, porque créalo usted, a ese hombre un día le dan un golpe.
Habíamos
llegado a la puerta de casa.
- Bueno, usted ha llegado.
Venga usted un día al molino. Es un paseo que le gustará y además tengo un buen
vinillo.
El
tío Juan se alejó y yo me quedé con la mano sobre el picaporte. Sonaban las
pisadas del tío Juan alejándose, isócronas, con un ritmo de hombre sano y fuerte.
Tratando de perseguir con el oído aquel ruido que se alejaba, los otros ruidos
de la noche cobraron vigor: en las charcas del sucio arroyo que partía el
centro de la calle croaban alegres las ranas; del fondo del barranco venía
el chirrido sin fin de las chicharras. Se oían saltitos y chapuzones, zumbidos
tenues de insectos nocturnos y chasquidos sabe Dios de qué viejas vigas que se
estremecían. Una luna blanca, metálica, dividía la calle en dos bandas. Una
profundamente negra en la que yo estaba, otra agresivamente blanca que ponía
luces en las lisas paredes de cal y chispas en los cantos agudos. Dormía el
pueblo y bajo aquella luz era hermoso. Escuchando en la calma de la noche,
parecía sentirse el latido del pueblo dormido, como una fuerza
oculta tras las paredes blancas.
Dentro
del caserón todos dormían también. En el comedor, el fuego lanzaba sombras
gigantes a las paredes y los dos perros eran dos manchas negras con bordes
rojos de sangre. Me senté entre ellos, en la hipnosis de ver retorcerse las
llamas.
Y
era como si la casa estuviera vacía. Y yo.
Arturo
Barea
La
Forja de un rebelde - III La Llama - Primera Parte (1951)
Capítulo
I - El pueblo perdido
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