Lo Último

2737. Inquietud


Calle Alcalá de Madrid en 1935


Estaba terminando de firmar el correo del día. Era la hora más agradable en el confesonario. El sol se había ocultado ya tras los edificios de lo alto de la calle de Alcalá y la habitación recibía una brisa fresca que hinchaba y hacía restallar de vez en cuando las cortinas de lona. Abajo, en la calle, comenzaba a espesarse la gente en su paseo diario: a estas horas las oficinas comenzaban a verter sus empleados en la calle. Subía el ruido de este enjambre con un zumbar sordo, continuo, punteado por los gritos de los vendedores de los primeros periódicos de la tarde, la nota aguda de las campanas de los tranvías y el ladrar de los cláxones de automóviles. Era un ruido que existía allí, constante, pero del cual ya no éramos conscientes a fuerza de oírlo.

De pronto se hizo un silencio total, y la fuerza de este silencio inesperado me dejó con la pluma en el aire. María paró su teclear en la máquina y los dos nos quedamos escuchando; dentro de la oficina, las otras máquinas se habían quedado mudas también. Este silencio completo duró sólo un momento: inmediatamente después estalló un disparo y un clamoreo ensordecedor de la multitud. Entre los gritos, se oía el correr de las gentes en todas direcciones y el chasquido de cierres metálicos bajados de golpe. Se oyeron dos o tres disparos más y la nota musical de un cristal roto. Nos precipitamos a la terraza.

Bajo nosotros, la calle estaba desierta en un ancho espacio y en los bordes de este vacío súbito la multitud corría alocada, ensanchándolo. Frente a nuestra terraza, en la esquina del Fénix, un grupo de unas seis personas se inclinaba sobre un bulto caído en la acera. Desde nuestra altura sus movimientos daban una nota absurda a la escena. La calle se ensanchaba allí bruscamente para recibir la Gran Vía y la calle de Caballero de Gracia, y forma a modo de una amplia plaza, que ahora, con la excepción del grupo, se encontraba vacía de vida con sólo unos coches parados en la postura de asombro que les causó la deserción de sus ocupantes y un tranvía vacío también, preso de los raíles. Los hombres del grupo nos parecían mudos y gesticulantes, como marionetas diminutas; dos de ellos levantaron del suelo una figurilla más diminuta aún doblada por la mitad; en la acera, sobre el gris del asfalto quedó una mancha negra y alrededor de ella un brazado de periódicos que el viento de la esquina abrió en un revoloteo blanco. Llegó una camioneta abierta llena de guardias de asalto que se descolgaron ágiles del vehículo, con sus porras enarboladas como si fueran a atacar al grupo. Un taxi irrumpió en la quietud de la explanada y en él desaparecieron de nuestra vista el herido y los dos que le conducían: después, el coche se alejó calle arriba. Los guardias se establecieron en las bocacalles y en las puertas de los cafés. La gente comenzó a inundar la calle, formando grupos que los guardias disolvían bruscos.

Acabé de firmar y nos fuimos todos juntos escaleras abajo, pero en el rellano del primer piso nos detuvo la policía. El Café de la Granja tiene una puerta, conocida de pocos, que sale a esta escalera, y la policía se había instalado en el descansillo pidiendo la documentación y cacheando a todo el que entraba o salía. Cuando llegamos al portal, encontramos a nuestra portera sentada en una silla recobrándose de un ataque de nervios, atendida por su marido y por un oficial de los guardias de asalto que tomaba notas en un cuaderno. Había un intenso olor a éter. La mujer explicaba:

-Yo estaba a la puerta, viendo pasar la gente, hasta que llegaron los vendedores de Mundo Obrero. «Ya vamos a tener jaleo como todas las noches», me dije para mí, porque los señoritos de Fe se estaban paseando a la misma puerta del café con su periódico y sus garrotas. Pero no pasó nada; los chicos del Mundo Obrero subieron corriendo y voceando como siempre y los señoritos comenzaron a pregonar a gritos Fe, pero nadie les hizo caso. Total, parecía que no iba a pasar nada. Hasta que allí, en la esquina, se paró uno de los del Mundo con otros a su lado y en seguida vino un grupo de cuatro o cinco que tiraron los periódicos y comenzaron a pegarse. La gente echó a correr y uno de los señoritos sacó algo del bolsillo y le pegó un tiro al chico de los periódicos. Todos salieron corriendo y el pobre se quedó allí, solo, que no se podía levantar.

Hasta entonces, casi todas las tardes se habían producido incidentes similares: los falangistas esperaban la salida de Mundo Obrero e inmediatamente comenzaban a vocear su revista Fe. Ninguno de los dos periódicos era vendido por los profesionales, sino por voluntarios de ambos partidos. A los pocos momentos estallaban los incidentes a lo largo de la calle: bofetadas y alguna que otra descalabradura y la acera llena de periódicos pisoteados y rotos. Las gentes pusilánimes corrían atemorizadas, pero en general para los paseantes era un incitante espectáculo, en el cual muchas veces se sentían arrastrados a tomar parte activa. Pero lo de aquel día era ya más grave.

A la tarde siguiente comenzaron las señales de disturbio desde las cinco y media: los obreros, que en general dejaban el trabajo a las cinco, se habían dado cita allí. Se les veía llegar y pasearse en grupos con sus taleguillos de la comida en la mano y exhibirse provocativos entre las mesas de la terraza del Aquarium Mundo Obrero comenzaron los de Fe y durante unos minutos ambos gritos resonaron a lo largo de la calle como un desafío, las gentes de cada bando comprando ostentosamente su periódico. Al fin uno de los grupos se disolvió a golpes, y fue la señal para que la calle entera se convirtiera en un campo de batalla. Los guardias de asalto descargaban sus porras sobre todo el que se ponía a su alcance y recibían la respuesta de ambos bandos.

En pocos momentos la superioridad numérica de los obreros fue evidente, y un grupo de falangistas buscó refugio en el Aquarium. Saltaron todos los cristales de la portada y las sillas y las mesas volaron en todas direcciones convertidas en pedazos. Una camioneta de guardias de asalto volcó su carga sobre los asaltantes y se entabló una batalla furiosa. La calle de Alcalá se quedó otra vez desierta, con excepción de los guardias y de unos cuantos transeúntes que pasaban rápidos.

Después de cenar me fui a la Casa del Pueblo. Había poca gente en el café, pero unos cuantos amigos se agrupaban alrededor de dos mesas juntas. Se comentaba lo ocurrido la noche antes y lo ocurrido aquella misma noche. Uno de los concurrentes, hombre ya maduro, cuando se acabaron las palabras exaltadas, dijo:

-Lo malo es que con todo esto estamos haciendo el caldo gordo a los comunistas.

-Y qué, ¿te da miedo? -preguntó otro, burlón.

-A mí no me da miedo, pero lo que veo es que se nos están metiendo en casa. Para los falangistas todos somos comunistas y claro es que si nos dan de palos nos tenemos que defender; pero en lugar de esto, recomendamos paciencia a la gente y se nos van en masa a los comunistas.

-Tú porque eres de los de Besteiro. Os creéis que con paños calientes se puede arreglar esto y os equivocáis. Lo que estáis haciendo es estúpido. Las derechas están todas unidas y nosotros andamos cada uno por nuestro lado; lo que es peor aún, tirándonos los trastos a la cabeza. ¡Lo que está pasando es una vergüenza! - Puso sobre la mesa un puñado de periódicos-: Lee esto. Todos los periódicos son nuestros, de la izquierda. ¿Y qué? Los comunistas atacando a los anarquistas y éstos a aquéllos, los dos a nosotros y nosotros a ellos; y entre nosotros, Largo Caballero y Araquistain a Prieto, y éste a los dos. De Besteiro no hablemos, porque no habla de revoluciones en la calle y nadie le hace caso porque todos hablan de revolución, de «su revolución». Yo digo, o nos unimos pronto o vamos a acabar aquí como en Asturias con Gil Robles y Calvo Sotelo como dictadores y el Vaticano dictando.

-Me parece que eso va a ser difícil; se levantaría el pueblo, como cuando lo de Asturias.

-Y nos pasa lo que cuando Asturias o peor, ¿no? No creáis que estoy hablando con la luna. Ese infeliz de Chapaprieta no se sostiene en el Gobierno, y en cuanto le hagan dimitir, que le harán, al Botas no le queda más salida que o dar el Gobierno a Gil Robles o disolver las Cortes. A esto no se atreve porque le cuesta el puesto, ganen ellos las elecciones o las ganemos nosotros.

Chapaprieta, entonces presidente del Consejo, era simplemente una transición para ganar tiempo. Un hombre sin partido político y sin mayoría en las Cortes, con la única tarea enfrente de él de hacer aprobar los presupuestos. Gil Robles no podía desaprovechar aquella ocasión para llevar la situación a una crisis.

Nuestro compañero tenía razón; una ocasión mejor que aquélla no podía presentarse a las derechas españolas, cuando las izquierdas estaban completamente desunidas. No se trataba de una desunión entre republicanos, socialistas y anarquistas, sino de una lucha intestina por la absorción de la masa del país por cada uno de los grupos de izquierda. Así, Azaña arrastraba tras él un núcleo importante de la clase media y no dudaba de convencer a una gran parte de la clase obrera. La UGT controlaba un millón y medio de trabajadores y la CNT unos cuantos millares más. Ambas luchaban por la hegemonía de la clase trabajadora. Pero aún había más: la UGT estaba adherida al Partido Socialista y la CNT al anarquismo de una manera oficial, aunque individualmente cada uno de sus miembros podía tener opiniones distintas. Y las opiniones estaban divididas.

Los socialistas se dividían en tres grupos importantes: el de Largo Caballero, que representaba la izquierda del partido; el de Indalecio Prieto, que representaba el centro, y el de Besteiro, que representaba la derecha con su teoría de evolución y reformismo. Estos tres grupos producían la escisión constante dentro de la UGT. La CNT estaba igualmente dividida en dos grupos: los partidarios de la acción directa, anarquistas, y los de la acción sindical. En ambos partidos y en ambas asociaciones se encontraban partidarios y enemigos de la fusión de la UGT y la CNT. Y para terminar la complejidad de la situación, el Partido Comunista comenzaba a desarrollarse y a infiltrarse en el ala izquierda de la UGT y del Partido Socialista, creando otro antagonismo doble, ya que comunistas y anarquistas eran enemigos declarados.

Es muy español «quedarse ciego por saltarle un ojo al vecino». Así, se daba la absurdidad de que los anarquistas se regocijaban de los atentados de los falangistas contra los comunistas; y que éstos, a su vez, hicieran todos los esfuerzos posibles para atacar a los anarquistas a través de los medios de represión gubernamentales.

Pero, seguramente, definiendo así la situación de las izquierdas españolas cometo un grave error, el mismo que han cometido otros escritores sobre cosas de España.

Estas divisiones, estas luchas intestinas, existen únicamente entre los dirigentes y una minoría de afiliados aspirantes a dirigentes o simplemente fanáticos de sus ideales. El hombre de izquierda de la calle, en general, pensaba de una manera distinta: la masa de izquierdas del país abogaba por la unión y por el olvido de diferencias y rencillas; por experiencia sabía que era el único camino para sostener la República y transformar el Estado. La República había nacido porque se firmó un convenio entre todas las izquierdas organizadas; en Asturias los obreros habían luchado bajo el grito ¡UHP! (Unión de Hermanos Proletarios) y ahora, en la segunda mitad de 1935, la masa del país sabía y sentía que, a menos de una unión compacta, las derechas se apoderarían totalmente del poder y no sólo se pudrirían en la cárcel los millares que en ella estaban, sino que entrarían millares más.

Como consecuencia de esto, en medio de la polémica de los partidos y agrupaciones oficiales se iba imponiendo el sentimiento de las multitudes y poco a poco los líderes iban cediendo en sus intransigencias y respondiendo al instinto de conservación, porque las derechas, cada vez más, presentaban un frente unido en sus dirigentes, en sus afiliados y en la masa simpatizante. Una prueba de esto eran mis experiencias de Novés. Una mañana de domingo regresaba de un largo paseo a través de los campos que rodean Novés. Siempre he encontrado un placer en recorrer los campos solitarios de Castilla. No hay árboles, no hay flores, la tierra está seca, dura y gris, raramente se ve la silueta de una casa, y cuando se cruza uno en su camino con un labriego, el saludo se cambia con miradas recelosas y con gruñidos ásperos del perro del caminante, el cual se abstiene de mordernos bajo el mandato brusco del amo. Pero estos paisajes desolados bajo el sol de la canícula tienen majestad.

Los tres elementos son: sol, cielo y tierra, y los tres son despiadados. El sol es una llama viva sobre vuestra cabeza, el cielo un fanal luminoso de cristal azul que reverbera, y la tierra una planicie agrietada que abrasa al contacto. No hay paredes que den sombra, techos o enramadas que dejen descansar los ojos, fuente o arroyo que refresque vuestra garganta. El efecto es como si estuvierais desnudos y sin defensa en las manos de Dios: o vuestro cerebro se amodorra y se embrutece en una resignación pasiva, o adquiere toda su potencia creadora, porque allí no hay nada que la distraiga y vuestro yo es un «yo» absoluto que se os aparece más claro y más transparente.

El cigarrillo en la llanura desolada toma proporciones gigantes, como una blasfemia en alta voz en la soledad de un templo vacío; la llama de la cerilla desaparece bajo la luz del sol y es menos llama que nunca; el humo azul del cigarrillo traza espirales lentas, se acumula y engruesa en nubes blanquecinas en la quietud del aire y cae frío a vuestros pies, casi invisible. La tierra le absorbe. El aire le empuja hacia la tierra. La luz disuelve el azul del humo contra el azul del cielo. Cuando tiráis la colilla, la mancha blanca, humeante aún, es más vergonzosa que tirada sobre la alfombra más rica. Queda allí diciendo a todos que habéis pasado. A veces es tan intenso este sentimiento de criminal que teme dejar huellas de su paso, que he recogido la colilla de la tierra, la he apagado contra la suela de mis zapatos y la he guardado en mi bolsillo. Otras veces, cuando en mis paseos he tropezado con una punta de cigarrillo abandonada en el campo, la curiosidad me ha llevado a considerarla: si estaba húmeda aún, era señal que otra persona andaba cerca. ¿Quién sería? Una confección grosera me indicaba que era un campesino; un cigarrillo hecho de fábrica, que era un hombre de ciudad. Unos bordes secos y un papel ya amarillento, que el hombre había pasado por allí hacía días, semanas, tal vez meses. Y cuando era así, respiraba más tranquilo, porque en los paisajes desolados de Castilla renacen miedos instintivos y amáis la soledad como una defensa.

Aquella mañana había paseado solo y volvía ágil de mente, con el cerebro lavado pero con el cuerpo rendido y reseco. Me senté a uno de los veladores que José ponía a la puerta del casino:

-Dame algo que esté fresco, José.

José trajo una botella de cerveza que sudaba bajo el sol. Se apoyó en la mesa:

-¿Qué le parece el pueblo?

-¿Qué le voy a decir? A mí me parece bien. Me gustan los pueblos que aún no tienen nada de ciudad, tal vez porque estoy harto de ciudad.

-Si viviera usted aquí toda la vida, como yo, estaría deseando escapar.

Enfrente del casino la carretera descendía y un barandal de piedra la bordeaba del lado del barranco. A lo largo del barandal estaban recostados hasta una docena de hombres que me miraban silenciosos.

-¿Qué hacen ésos ahí, José?

-Esperando que caiga algo. ¡Como no caiga la luna! Sabe usted, es la costumbre de siempre que los mozos que no tienen trabajo vienen aquí en las mañanas y esperan que alguien les contrate por el día.

-Pero son las doce y es domingo. ¿Quién diablos los va a contratar?

-Psch. Vienen por la costumbre y además porque como es domingo, hoy vienen los señores a tomar vermut y a veces a alguno de ellos se le antoja algo y cae alguna perra; a veces hasta se atreven a pedirla. Alguna cosa tienen que hacer los pobres, aunque bien merecido se lo tienen.

-Bien merecido, ¿el qué? ¿Morirse de hambre?

-Hombre, yo no digo morirse de hambre, porque al fin y al cabo no tiene uno negras las entrañas, pero no está mal que aprendan un poco. Esto les enseñará a meterse en repúblicas y querer arreglar el mundo. Porque usted no sabe lo que era este pueblo cuando vino la República: hasta cohetes tiraron. Y en seguida comenzaron a pedir cosas, hasta una escuela nueva; allí la tienen a medio hacer todavía. Como no se la paguen ellos, me parece que la República ya se la ha pagado.

Por la carretera apareció un jinete caballero, en un caballo negro de costurones y mataduras. Una figura magra embutida en unos pantalones ceñidos a las pantorrillas como un figurín del siglo XIX, americana redonda y un sombrero redondo que en sus tiempos fue negro, pero que ahora era color de ala de mosca. Quijotesco, viejo en los setenta, con pocos dientes pero con cejas espesas sobre ojos negros vivos, una barbita de chivo y unos tufos blancos bajo el sombrero. Se apeó del caballo, dejó caer las riendas sobre el cuello del animal y llamó con la mano a uno de los mirones de la muralla. Un hombre se despegó perezoso.

-Toma, llévale a casa.

El hombre cogió las riendas, tiró del caballo, pasó por delante de la puerta de la farmacia y penetró en la puerta siguiente, a diez metros escasos de donde estábamos sentados. El caballero vino hacia mí, golpeándose las piernas con el latiguillo que llevaba en la mano.

-Hombre, ya tenía yo ganas de conocer al madrileño. Con su permiso, me voy a sentar. - No esperó mi conformidad. Simplemente se sentó-. Usted, ¿qué bebe? ¿Cerveza? José, dos cervezas. -Hubo una pausa y se me quedó mirando-. Posiblemente, usted no sabe quién soy yo. Bien: soy el cómplices de éstos -y señaló a los dos médicos que habían llegado entre tanto y se habían sentado a otra mesa-, es decir, el boticario. Alberto de Fonseca y Ontivares, licenciado en farmacia, doctor en química, propietario y muerto de hambre. Aquí la gente no se pone enferma, y cuando se pone no tiene dinero. Y las fincas no producen más que pleitos. Ahora, cuénteme usted quién es.

El hombre tenía gracia. Le di unos cuantos detalles míos y de mis actividades, y cuando le hablé de mi profesión me cogió del brazo:

-Tenemos que hablar. ¿Usted sabe lo que es el aluminio?

-Sí. No sé en qué grado le interesa a usted el aluminio y si mis conocimientos serán bastantes.

-No importa, no importa. Tenemos que hablar. He hecho un descubrimiento interesante y tenemos que hablar. Usted tiene que aconsejarme.

No me agradaba mucho la perspectiva de tener en el pueblo a uno de esos inventores chiflados, pero no era cosa de darle una mala respuesta. Mientras, el hombre que se había llevado el caballo había regresado y estaba respetuosamente con la gorra en la mano a dos metros de nosotros. Don Alberto se le quedó mirando:

-¿Qué esperas? Que te dé algo, ¿no? Bueno, mira, hoy es un gran día. Toma un real, pero no te arregostes, ¿eh? ¿Qué llevas en el bolsillo de la blusa?

El hombre enrojeció y bajó la voz:

-Un poco de pan que me ha dado doña Emilia para los chicos.

-Bueno, bueno. Buen provecho os haga.

Me levanté de la mesa. Don Alberto pretendía hablarme de su descubrimiento, pero yo no había comido aún. La conversación quedó para más tarde.

La tuvimos en la rebotica. Doña Emilia nos escuchaba moviendo las agujas de hacer punto, las manos regordetas ágiles de acá para allá. El resto de su figura eran grasas amorcilladas en reposo. De vez en cuando miraba a su marido por encima de los cristales de las gafas. El gato, dormilón, sobre un viejo sillón de rep, abría de vez en cuando los ojos siguiendo las inflexiones de voz de su amo. Unos ojos verdes con una rayita vertical negra. La sala era oscura, no porque la luz no entrara libremente por una amplia ventana a la calle sino porque todo en el cuarto era oscuro: cortinas y alfombras púrpura, casi negras; los cuatro sillones haciendo juego en un color de pasa oscurecido por los años; la pared empapelada en un azul casi negro con dibujos dorados. Don Alberto explicaba:

-Como le he dicho esta mañana, yo soy un propietario. ¡Buenas tierras nos dé Dios! Un campo, grande como un camposanto, lleno de pedruscos y cuatro miserables casuchas en el lugar. Los inquilinos no pagan y la tierra es erial. Pero la contribución cae cada año como un reloj. Gracias a que le queda a uno algo más, y esta miseria de la botica, para ir viviendo. Como usted ha visto, todas las mañanas, haga el tiempo que Dios quiera mandarnos, ensillo el potro y nos vamos los dos a dar un paseo por esos campos.

¡Usted no sabe las veces que he pasado por mis tierras! Conque un día me veo allí a un tipo de rodillas sobre la tierra, escarbando. «¿Qué hará ese así?», me pregunté. Me fui a él y le dije: «¿Qué se hace, amigo?», y me contestó en mal cristiano: «Nada, curioseando. ¿Sabe usted de quién son estas tierras?». «Mías», le dije. «No es mala tierra, ¿no?», me contestó. «Sí, para sembrar adoquines», le repliqué yo. Se me quedó mirando y luego cambió de conversación: que era alemán, que le gustaba mucho España, en fin, una porción de cosas, y por último que pensaba hacerse una casita en el campo y que el paisaje le gustaba mucho. Hace falta cara dura para decir esto, porque el paisaje es como la palma de mi mano. Yo le decía «amén» a todo, pensando: «¿Qué se traerá este granuja entre manos?». Cuando le perdí de vista me volví a mi tierra, cogí unos cuantos puñados de terrones y me encerré en la rebotica. Mi amigo -dijo solemne don Alberto-, mis tierras son bauxita, ¡bauxita pura! -No me dejó mostrar mi asombro. Cambió rápidamente del entusiasmo a un gesto de rabia y prosiguió-: Pero el alemán ese es un canalla. Por eso le he llamado a usted.

Doña Emilia paró sus agujas, levantó la cabeza y, moviéndola de un lado a otro, dijo:

-¡Qué razón tienes, Albertito!

-Ten calma, mujer, déjanos hablar. -Las agujas reanudaron su vaivén isócrono y el gato volvió a cerrar sus ojillos verdes. Don Alberto prosiguió-: Hace unas semanas se presentó aquí. Se había decidido a construir una casa en este rincón del país «tan magnífico». Le gustaba mucho mi tierra y como no era tierra de labor, suponía que se la vendería barata, porque él no era muy rico. No me pude contener: «Conque una casita en el campo, ¿eh? Una casita con chimeneas, ¿no?». Se me quedó mirando muy asombrado: «Sí, hombre, sí. No se haga usted el tonto. ¿Usted cree que no sé a lo que viene? Afortunadamente aún no he olvidado la poca química que aprendí». Mi alemán se echó a reír muy campechano: «Bueno, nos podremos entender mejor. Usted comprenderá que estoy a mi negocio y si usted no hubiera sabido lo que hay en sus tierras, hubiera sido más económico para mí. Pero no importa. ¿Cuánto quiere usted por la tierra?». Yo le contesté: «Cincuenta mil duros». Mi alemán se echó a reír y dijo:

«Mire usted, no vamos a perder el tiempo. El yacimiento está denunciado con arreglo a la ley de minas. Tenemos por tanto el derecho de expropiar el terreno suyo y los que le rodean. Le propongo a usted pagarle 5.000 pesetas al contado y 20.000 en acciones liberadas de la sociedad que se forme. Piénselo y verá cómo le conviene». Le dije rotundamente que se fuera al diablo. Pero ahora me han mandado una citación para comparecer en juicio de avenencia para la expropiación de la tierra. ¿Qué me aconseja usted que haga? Estos granujas creen que se van a quedar con mi tierra por un mendrugo de pan.

¿Qué podía yo aconsejarle a este boticario pueblerino? Si había alemanes en el asunto, indudablemente estaba detrás alguna firma importante de Alemania, porque eran éstas las que pagaban estas prospecciones en España, y nadie mejor que yo conocía el poder y los medios de esta gente. Don Alberto podía coger un puñado de pesetas, no muchas, o sostener un pleito, con la consecuencia de que las pesetas que cobrara al fin no serían bastantes para pagar a la curia. Desde luego, le habían entrampillado y no tenía escape. Le expliqué la situación legal del asunto y le aconsejé que tratara de sacar la mayor cantidad posible de dinero, y se dejara de pleitos. El hombre se indignó:

-Pero, ¡esos granujas vienen con sus manos limpias a robarnos lo nuestro! Esto es la historia de España: estas gentes vienen aquí donde nadie les llama y se apoderan de lo mejor. Ahí tiene usted Río Tinto, y la Canadiense, y la Telefónica, y el petróleo y yo qué sé más. Mientras tanto, nosotros muertos de hambre. Lo que hace falta es que el jefe tome esto entre manos.

-¿El jefe? ¿Qué jefe?

-¿Quién va a ser? El hombre que va a salvar a España: don José María Gil Robles. El hombre que tiene detrás de él a todas las personas decentes de este país.

Uno de mis incurables defectos que me ha costado muchas enemistades, es revertir en el curso de una conversación seria a mis reacciones de chico de la calle y de soldado en África y dar libre suelta a mis pensamientos, con la mayor franqueza y peor lenguaje. Contesté a don Alberto, sonriéndome:

-¡Hombre! No creo que ese ratón de sacristía vaya a arreglar el país.

Don Alberto se puso intensamente rojo, más rojo bajo su marco de pelos blancos, se levantó y me fulminó con una mirada iracunda. Las agujas se pararon en seco y el gato se levantó y se arqueó, haciendo crujir sus uñas en el forro del sillón. Las palabras cayeron solemnes y melodramáticas:

-Comprenderá usted, don Arturo, que no podemos seguir cruzando la palabra usted y yo.

Me tuve que marchar, un poco avergonzado y disgustado conmigo mismo por mi incongruencia. Pero aquella conversación trajo su secuela una semana después.

Un día me paré a contemplar en detalle la torre de la iglesia, construida en una esquina del edificio y a todas vistas independiente de él. Las fundaciones de la torre eran indudablemente romanas y los ladrillos colocados sobre los sillares de piedra, muchísimos años después, eran árabes. Sería curioso conocer las vicisitudes por las que había pasado la vieja torre, fortaleza o atalaya, o lo que hubiera sido... Una voz gruesa me habló desde la puerta de la iglesia:

-Qué, ¿curioseando? ¿No se atreve usted a entrar en la iglesia? Aquí no nos comemos a nadie. -En la puerta de la iglesia estaba don Lucas, el cura, mirándome un poco socarrón.

-Estaba viendo la mezcolanza que es esta torre. Pero, sí me gustaría ver la iglesia, si el cancerbero no se opone.

-El cancerbero no se opone. Ésta es la casa de Dios, y está abierta a todos. Claro que si lo que le interesan son cosas viejas, va a encontrar pocas; esto es un caserón.

La iglesia merecía el nombre de tal. Unas paredes lisas de cal y canto, enjalbegadas, y a lo largo de ellas media docena de altares, cada uno con un santo en tamaño natural, todos modelados en cartón piedra y decorados con colores chillones. Una profusión de faldillas de altar, tiesas de almidón, con grandes bordados, y sobre ellas candelabros de latón y floreros llenos de flores de papel polvorientas. Un altar mayor con una Purísima de menor tamaño con un fondo de estrellas prendidas a una tela azul. Dos confesonarios, uno a cada lado del altar mayor, y detrás de la puerta de entrada un Cristo, con la pililla del agua bendita a un lado y la pila bautismal al otro. Dos hileras de bancos en medio de la nave y un par de docenas de sillas con asientos de paja desperdigadas. Lo único bueno del recinto era su frescura.

-La verdad es que esto no vale mucho.

-Ahora le enseñaré el tesoro.

Me condujo a la sacristía: dos grandes cómodas con herrajes plateados -seguramente lo de más valor en la iglesia-, una hornacina con un Niño Jesús en talla antigua, un pupitre, un banco a lo largo de la pared, un sillón frailero y unos cuantos utensilios del culto sobre las cómodas. En el testero, un cuadro al óleo representando un san Sebastián de anatomía feminoide. La pintura era de la segunda mitad del siglo pasado y pertenecía a lo que yo llamo «escuela cromolitográfica».

El buen padre, llenito de carnes, tipo de campesino pulido por el seminario, un poco cerduno por sus ojillos diminutos y la abundancia del pelo, barba y vello, con labios gruesos y rojos y manos anchas, casi manazas, se sentó en el sillón y me invitó a sentarme en el banco al lado del pupitre. Sacó una petaca de cuero y liamos un cigarrillo. Dio unas chupadas y se me quedó mirando:

-Ya he visto que no viene usted a la iglesia los domingos. Yo sé que es usted un socialero y que se mezcla con la gentuza del pueblo. La verdad, cuando se instalaron ustedes aquí y les vi a ustedes, a su señora y los niños, me dije: «Parece buena gente. El Señor lo haga». Pero... parece que me he equivocado.

No lo dijo insultante. La pausa después del «pero» fue para dar énfasis a una sonrisa suave, casi diría evangélica, que presentaba excusas por el atrevimiento. Después se quedó con las dos manos sobre la mesa, mirándome.

-Bien. Sí, es verdad que tengo ideas socialistas; también es verdad que no voy a misa los domingos, ni van los míos; y también es verdad que, si esto es ser «mala gente», pues somos mala gente.

-No se me sulfure usted, don Arturo. No quería molestarle, pero al fin y al cabo uno puede comprender que cualquiera de estos palurdos del campo no crean en Dios ni en el Diablo, pero encontrar una persona que parece inteligente en las mismas circunstancias...

-El que yo no venga a la iglesia no quiere decir que no crea en Dios...

-No me vaya usted a decir que es usted uno de esos herejes protestantes. Lo sentiría infinito, porque no podría tolerarle en esta santa casa ni un momento más.

-En esta santa casa que según usted es la casa de Dios y por tanto la casa de todos, ¿no? No tenga usted miedo, no soy hereje, no me ha dado por cambiar de etiqueta. Lo que me pasa es que me temo haber padecido demasiada religión en mi vida. Puede usted estar tranquilo, me he criado en el seno de la Santa Madre Iglesia.

-Entonces, ¿por qué no viene usted a ella?

-Si le dijera la verdad, seguramente nos disgustaríamos los dos.

-Dígala, dígala. A mí me gustan las cosas claras y saber a qué atenerme.

-Pues bien, yo no vengo a la iglesia porque en la iglesia están ustedes y somos incompatibles. A mí me enseñaron una religión que, en doctrina, era todo amor, perdón y caridad. Francamente, salvo muy contadas excepciones, me he encontrado siempre con que los ministros de esta religión poseen todas las cualidades humanas imaginables, menos precisamente estas tres cualidades divinas.

Don Lucas no lo tomó por lo trágico, sino por la tangente.

-Entonces, según usted, ¿qué deberíamos hacer? Por ejemplo, ¿qué debería yo hacer? Mejor aún, ¿qué haría usted si estuviera en mi puesto?

-Me lleva usted a un terreno que cae en lo personal. Posiblemente, usted es uno de los sacerdotes excepcionales de que hablaba antes y que he conocido y conozco aún. Pero si quiere usted saber lo que yo, sacerdote, haría en su puesto, es sencillo: dejaría de ser presidente de Acción Católica, como creo que es usted, por cumplir la ley del maestro:

«Al César lo que es del César», y la otra orden que dice que «Su reino no es de este mundo»; utilizaría el púlpito para enseñar la palabra de Cristo y no para propaganda política, y trataría de convencer a unos y otros para que vivieran en paz, para que los pobres no se murieran en la pared de la carretera esperando el milagro de un mendrugo de pan, mientras que los ricos dejan la tierra yerma y se juegan cada noche en el casino lo suficiente para que no haya hambrientos en Novés.

Ahora sí que mi cura se había sentido herido. Se le quedaron los labios blancuzcos y un poco temblorosos:

-No creo que usted pretenda enseñarme cuál es mi obligación. Aquí, en este pueblo, lo que hay son muchos canallas y lo que hace falta es palo, mucho palo. Ya sé que, para usted, nuestro jefe es un ratón de sacristía. Pero quieran ustedes o no quieran, ustedes los revolucionarios que quieren hundir a España en la miseria, ese hombre hará una España grande. Siento decirle que usted y yo no podemos ser amigos. Usted ha venido a turbar la tranquilidad de este pueblo. Lucharemos cada uno por nuestro lado y Dios dará la razón al que la merezca.

Salí de la iglesia un poco pensativo. Era una declaración en toda la regla de guerra contra mí, que aún no me había mezclado en la vida del pueblo. Era también una confirmación de la unión de las derechas españolas contra la República.

Don Alberto era viejo monárquico. Heliodoro, un usurero sin entrañas. A los dos médicos les tenía sin cuidado la Iglesia y la política. Valentín se jugaba la hacienda. Los otros, simplemente por poseer tierras, se creían en la obligación de estar contra los obreros. Ninguno de ellos tenía ideales, ni políticos ni religiosos, y sin embargo se unían como un solo hombre, agresivos, para defender una política y un ideal. ¿Era, precisamente, esta falta de convicciones lo que les permitía unirse? ¿Sería precisamente la existencia de ideales lo que nos impedía unirnos a los hombres de izquierda?

La consecuencia lógica era que aquellos hombres se unían para defender sus propiedades y su posición. Pero entonces, ¿por qué no se unían entre sí los líderes de la izquierda que también tenían ya una posición? ¿Por qué los hombres de la calle, los trabajadores y los labriegos o los mineros de Asturias, o los camareros de café, estaban siempre dispuestos a unirse, y sus líderes, no?

No era una pregunta más. En aquellos días era una pregunta que se hacía toda España, hasta nuestros enemigos.


Arturo Barea
La Forja de un rebelde III - La Llama - Primera parte, 1951
Capítulo III - Inquietud








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