Del hombre, aquel complemento indispensable al que más o menos estaba referido todo y que se daba por supuesto que un día la llevaría vestida de blanco ante el altar, ¿qué sabía la jovencita soltera? Muy poco. Ni de lo que pensaba, ni de lo que hablaba con sus amigos, ni de lo que «le hacía ilusión». Pero siempre abrigaba la esperanza de que aquellas incógnitas quedasen despejadas mediante un trato más estrecho.
Teóricamente el noviazgo, al que algunos llamaban «la escuela del matrimonio», significaba una etapa de aprendizaje. Pero la adolescente intrépida o curiosa, atenta a recoger alguna información de las personas más experimentadas acerca de lo que podía ilustrar a este respecto un amor correspondido, no solía quedarse muy tranquila, sino más bien escamada, al oír hablar a sus hermanas mayores, a su madre o a sus tías. Nadie le decía nada de verdadero fuste sobre la índole de las enseñanzas que aportaba el noviazgo. «Tú lo que necesitas es un novio que te meta en cintura» o «Ya aprenderás, hija, ya aprenderás cuando tengas novio» eran frases agoreras e inquietantes, formuladas en el tono de quien prescribe una medicina, y ensombrecían el estímulo de conocer y probar lo desconocido.
Desde luego, no parecía tratarse de un aprendizaje placentero, sino que más bien era presentado como una ascesis, como una especie de camino de perfección individual.
* Siendo el noviazgo medio y no fin, camino y no estación, peregrinación y no descanso, cuantos trabajos se lleven a cabo para hacerlo más llevadero conducirán lógicamente al más pronto arribo a la meta final.
¿En qué consistían esos trabajos? En renunciar a hacer ninguno. por absurdo que parezca, lo mejor era:
*...estudiar a fondo el carácter del futuro marido y no pretender reformarlo en aquello fundamental que no admita reforma aparente.
Para semejante viaje, no habíamos menester alforjas. Era como mandarle a un ingeniero de caminos estudiar a fondo las anfractuosidades de una zona montañosa, con vistas a practicar un túnel, para luego decirle que desistiera porque aquella montaña no admitía reforma aparente. En el mismo texto, un poco más abajo, se declara abiertamente que la perfección de la novia debe consistir en una mezcla de ceguera y fatal conformidad frente a las vicisitudes de aquella prueba. Se le aconseja:
*...indulgencia para las calaveradas que no pasan de ser pequeñas travesuras juveniles. En este aspecto —concluye— debéis ser, si queréis aparecer perfectas, «una mica ciegas, una mica sordas y una mica tontas».
La ceguera, la sordera y la tontería prescritas para aquel aprendizaje debían ir acompañadas, eso sí, de una sensación de plenitud y alegría comparable a la experimentada por la novicia que renuncia a las pompas del mundo para entrar en religión.
* Ser novia no consiste en la alegría de tener asegurada la butaca del cine, el aperitivo y un galán con bigote a lo Clark Gable, sino en esa otra sensación inexplicable de sentiros novicias alegres que miden los pros y los contras antes de profesar en la comunidad del matrimonio, donde ya no caben torceduras ni rectificaciones.
Ante el fantasma de aquellos pros y contras, cuya medición era indispensable para no equivocarse, el desconcierto se incubaba ya en la etapa anterior al noviazgo como un perenne malestar orgánico. Equivocarse, al parecer, era muy grave. Pero ¿con arreglo a qué paradigmas mínimamente fiables podían establecerse los criterios de la equivocación? Dado que los hombres y las mujeres eran por naturaleza seres diferentes y que tanto el atractivo como el peligro residían en su mutuo desconocimiento, la mera tentación de franquear la sima de tales diferencias ¿no significaría ya en sí misma fatalmente el primer paso hacia el abismo del error?
Si una jovencita, a quien le diera por calentarse la cabeza con estas preguntas sin respuesta, abría la radio para distraerse un poco, muy fácilmente podían estar emitiendo uno de los boleros más populares de Antonio Machín, el titulado Somos diferentes, cuyas primeras estrofas transcribo:
Ya me convencí
de que seguir así
es imposible;
qué le voy a hacer
si al buscar tu amor
me equivoqué
Debes de saber
que ni tú ni yo
nos comprendemos.
Y ése es el error
que ahora con dolor
pagamos los dos.
El estribillo con que, a modo de moraleja, se cerraban aquellas lamentaciones zanjaba la cuestión —poco esclarecida por lo demás— declarando que eran diferentes porque Dios lo había querido así. Quedaba la duda de si la voluntad divina se empecinaba en aquel caso particular, o si extendía su maldición a todos los descendientes de Adán y Eva. De todas maneras —era una conclusión de perogrullo—, para que aquellos dos enamorados del bolero hubieran llegado a adquirir el convencimiento de que eran diferentes y no había manera de que se entendiesen, tenían que haber corrido antes el riesgo de intentar conocerse. Un riesgo del que nadie estaba libre.
Incluso para las muchachas que soñaran de buena fe con matricularse en la escuela del noviazgo con idea de hacer progresos fructíferos en el conocimiento del compañero que había de compartir el resto de su vida, estaba claro que primero tenían que dar el paso peliagudo de no ser novios a serlo. Paso que, para complicar más las cosas, requería también un previo conocimiento del individuo en cuestión, porque de un total desconocido se aconsejaba desconfiar por principio.
A lo largo de aquella etapa anterior al noviazgo, plagada de advertencias sobre los pros y los contras de tan arbitrario negocio, el sexo contrario se iba convirtiendo en una referencia tan obsesiva como irreal, en una meta que, más que atraer, imponía. Se fingía avanzar hacia ella practicando enojosos rodeos, pero en el fondo latía la sospecha de que era un paripé. Asignatura sinuosa que no trataba de la materia enunciada en su título, y cuyo estudio resultaba decepcionante. Porque las reglas que la jovencita había de aprender para que un hombre la respetara y deseara pedirle relaciones —aparte de ser embrolladísimas— no le aclaraban la naturaleza de esas relaciones ni le decían nada de los deseos reales del aspirante a ellas, ni de sus carencias afectivas, ni de las trabas que también a él le estaban poniendo sus particulares manipuladores de conciencia para acercarse a la chica desconocida por vías menos convencionales.
El repaso de los consultorios sentimentales (sección fija de la que no prescinde casi ninguna publicación periódica de la época) constituye a este respecto una de las labores más ilustrativas, aunque también más enrevesadas, en el que puede meterse el investigador de la conducta amorosa y sus titubeos.
La primera limitación consiste en que casi nunca se transcriben las cartas recibidas. Bien es verdad que a través de la respuesta, que a veces incluye citas del texto omitido, puede recogerse un dato general sobre el carácter de la pregunta: los circunloquios y eufemismos con que es formulada. Eran preguntas que se aventuraban a tientas, entre la ignorancia y la zozobra.
Una segunda limitación la constituye el hecho de que siempre sea una mujer la que aconseja y consuela, con lo cual se nos escamotea el imprescindible contraste de opiniones para dirimir cualquier juicio. Porque, como veremos enseguida, se trataba de establecer una avenencia entre las razones y motivos de dos bandos rivales. Faltando, como faltaba, un abogado defensor del género masculino, la consejera sentimental se ve obligada a desdoblarse y a no tomar parte por ninguno de los bandos. Aunque, siguiendo en esto el ejemplo de Pilar Primo de Rivera, tiende a minimizar la culpabilidad del hombre, cuando la hubiere, insistiendo en las máximas de la paciencia, la conformidad y la sonrisa con que la presunta víctima de los agravios masculinos debe desarmar a su oponente. Dentro de estas constantes, el alcance y posible eficacia del consejo dependen, como es natural, de las dotes de penetración psicológica y de la calidad humana de la receptora de las cuitas. Por desgracia, suele predominar un tono de vacuo maternalismo dulzarrón, como de reprimenda a un niño chico. En este estilo se lleva la palma una tal María encargada del consultorio de la revista Medina, y capaz de dirigir a sus atribuladas corresponsales frases como las siguientes:
Agradéceselo y no seas tontona.
No seas nena.
No le des tanta importancia, chiquillona. Bien está que te tomes ciertas represalias, pero sin exagerar, porque te pondrás amarillita, ojerosa y fea, tonta. (3)
A veces, cuando el dilema que ha dado origen a la consulta requiere una toma de postura, la consejera sentimental duda entre envalentonar o frenar a su penitente, pero la balanza tiende a inclinarse hacia el platillo conformista, especialmente si se trata de una decisión mediante la cual la mujer pretende tomar una iniciativa amorosa de cualquier tipo. Las más peligrosas se consideraban aquellas en que la enamorada, empuñando las riendas de su vida, intentaba hacerle frente a la realidad, harta de vegetar recluida en la agobiante pecera de los ensueños.
* Tu amor hacia ese periodista ideal —Se aconseja a una muchacha de León— debes guardarlo en tu corazón corno se guarda un tesoro. Pero renuncia a la idea de trasladarte a Madrid en romántica peregrinación. Sigue soñando allá, en tu rincón provinciano con carruajes magníficos, castillos y lugares encantados. Por ahora el periodismo no da para tanto y tu despertar sería demasiado cruel. (4)
En otros casos, cuando el problema no es tan acuciante ni pone a la solventadora del mismo entre la espada y la pared, se atiende a los argumentos de la consulta de una forma menos dogmática y más distendida, dándole la razón unas veces y quitándosela otras. El resultado es un lenguaje estereotipado y evasivo, de medias tintas, de receta de manual, donde la expresión «tira y afloja» asoma con frecuencia como portadora del consejo infalible.
* Mala técnica es ésa de adjudicarte un nuevo novio sin ser verdad. El dar celos es muy peligroso... Unas veces, si el hombre no está aún lo suficientemente interesado, da marcha atrás al ver el terreno ocupado; otras veces... ve claro el juego y se retira, pues generalmente cuando una mujer demuestra demasiado interés, el hombre lo pierde automáticamente. Hay que saber tener un tira y afloja, sin llegar nunca a esos extremos. Picarle el interés, desconcertarle, gustarle, atraerle; todo esto hecho con monada, con femineidad y tacto. (5)
Ya en la expresión «terreno ocupado» que figura en el texto recién transcrito podemos ver un ejemplo de otra de las peculiaridades más sobresalientes del lenguaje usado por los consultorios sentimentales: la metáfora bélica. El amor se concebía como una batalla, cuya ofensiva correspondía al bando de las tropas masculinas. La táctica del bando agredido era la de desconcertar a quien emprendía aquellos avances mediante el simulacro de un rechazo encaminado oblicuamente a intensificarlos. Una de las consejeras sentimentales que más utiliza semejantes ardides dialécticos no deja por ello de derramar en una ocasión algunas lágrimas de cocodrilo, como justificándose de sus estilos:
* En fin —dice—, es un síntoma terrible que al hablar de amor haya que emplear siempre palabras bélicas: combate, victoria, estrategia. (6)
Para atraer «con monada, femineidad y tacto» a un hombre, se requería una actitud defensiva. La mujer tenía que «pararle los pies», «darse a valer», «guardar las distancias», «tenerlo a raya», «no darle pie», expresiones todas ellas que, más que propiciar una relación grata y un terreno abonado para el amor, parecían efectivamente formar parte de un código de estrategia militar, donde los contrincantes, parapetados tras sus respectivas fronteras, apenas si se adivinaban el bulto a lo lejos.
Claro que no todas las chicas con ganas de novio estaban por la labor de respetar aquellos sistemas de reina ofendida. Sabiendo, como sabían, que entre la competencia había muchas que no los respetaban tampoco, preferían optar por la alternativa de dar facilidades. Las que se consideraban más modernas, más o menos seguidoras de los usos amorosos de las «topolino», acortaban ostentosamente las distancias, en vez de guardarlas. En un texto se condena no sólo como feo, sino también como contraproducente
*...ese frívolo acercamiento de distancias que suelen preconizar y demostrar las muchachitas estandarizadas de nuestros días.
*...Ellos están tan acostumbrados a que se los rifen y los asalten, que el hecho de tener que ejercitarse en artes estratégicas para conquistar les aguza y afianza el interés. De siempre el hombre ha buscado en el amor satisfacción a sus apetitos de conquista. Esta asignatura se debía imponer ahora en las Escuelas femeninas. Estamos perdiendo mucho terreno, con tanto querer avanzar. (7)
El acortamiento de distancias por parte de una mujer tenía que llevarse a cabo por vías más subrepticias e inadvertidas para el enemigo. Entre todas las tácticas femeninas para hacer frente a un combate tan desigual, la más aconsejada era la del disimulo.
* Necesitas cierta habilidad para «picarle» sin demostrar que es táctica de picardía. Finge lo mejor que puedas que sólo pretendes su amistad y que no te haría feliz que encauzara sus diálogos por otro camino. Ya sabes que el amor es conquista y ardid. «Llevar la contraria» enardece mucho. (8)
En una época como la que estamos estudiando, donde ya se ha visto que las solteras estaban en mayoría estadística con respecto a los solteros, era lógico que floreciera el tipo de muchacho arrogante acostumbrado a la conquista fácil, cuyo único dilema a la hora de elegir una novia formal era el de dilucidar cuál sería la mejor entre tantas posibles. Estos chicos, paralizados ante la encrucijada de la suprema elección, estaban hartos de oírles a sus madres y a sus directores espirituales que la presa mejor y más valorable sería la que opusiera mayor resistencia a sus afanes de conquista.
* Han nacido todos para héroes, y como ganar batallas en el pecho de las adolescentes es mucho más fácil que avanzar atravesando ríos y paralizando tanques, se salen con la suya. «Picará» enseguida. Lo único que no perdonan es nuestra dureza al magnetismo de sus miradas. (9)
El consejo de la indiferencia fingida es uno de los más abundantemente recetados. Especialmente para los males de amor que se incubaban antes del noviazgo. Ahora bien, como todo consejo que pone en juego resortes psicológicos, requería un control en el desdoblamiento a que obligaba. En la práctica, cuando no se tenían dotes teatrales suficientes para desempeñar con descaro e inteligencia aquel papel, daba como resultado un tipo femenino que podía detectarse enseguida por su falsedad. Eran aquellas muchachas que, al exagerar su intento de imitar a las mujeres «difíciles» del cine, no discernían bien las ocasiones en que venía a cuento exhibir esa altivez, y en cuanto se les acercaba un hombre arrugaban la nariz con gesto de desdén, mirando al vacío. Así pensaban estar inflamando unos ardores que muchas veces no existían más que en su imaginación.
* El mejor modo de inflamar hornos incandescentes es fingir que no se tiene ningún afán de encenderlos. No le hagas caso y verás cómo cambia tu estrella. (10)
A veces los hombres no sabían cómo interpretar este comportamiento tan retorcido. Se limitaban a decirles a sus amigos, en unos casos con más intriga que en otros: «Pero bueno, tú, ¿qué le habré hecho yo a esa chica para que me trate de una forma tan grosera?» No solían darse cuenta de aquellos trucos, o quizás es que los juzgaban demasiado pueriles.
* Os ocupáis demasiado de vosotros mismos —los caballeros— y tenéis poco tiempo para ocuparos de observar a las mujeres. Nosotras nos vengamos con los pequeños resquicios que nos quedan para mostrar cierta indiferencia «incandescente». (11)
Tanto estas antinomias de nieve y fuego como las metáforas de tipo bélico a que venimos haciendo referencia contribuían a propagar una ideología amorosa que exaltaba la dificultad. Lo mismo los hombres que las mujeres tendían a sentirse más satisfechos y recompensados si el objeto de sus afanes era por naturaleza duro de pelar o adoptaba una actitud que le hacía pasar por serlo. Conservar la sangre fría y presentarse como un ser equilibrado y distante se consideraban requisitos ideales para enardecer al adversario, ya fuera éste masculino o femenino.
* Cuando las batallas tienen interés es cuando el objetivo es difícil y cuando la plaza sitiada no es un «villorrio»; un hombre «con el cerebro bien equilibrado», como tiene tu galán, bien merece los mayores esfuerzos. Palique, pues. Ojos, manos expresivas y sobre todo aparente indiferencia en avanzar hacia el amor. Muéstrate sencilla, atractiva, interesante, ágil de réplica y graciosa de intención, pero sin exceso. Que todo ello parezca una simple expresión de tu carácter y no una escena bien preparada. Cuando te necesite como contrincante de su pensamiento y su voluntad, ya está en el cesto. (12)
Otra cosa que llama la atención en estos baratos psicoanálisis, mediante los cuales se pretendía encauzar la batalla amorosa es que, aunque un noventa por ciento de ellos tenga como primordial materia de discurso al hombre, a él nunca se le vea ni se le sienta. Aparece más como una abstracción generadora de situaciones conflictivas o como un género a clasificar que como un ser humano, portador él mismo de conflicto. El investigador de la conducta amorosa se encuentra aquí con otra barrera para su curiosidad: la ausencia casi total de testimonios masculinos directos. Yo calculo haber leído alrededor de mil cartas, y entre tantas sólo he encontrado seis de contestación a hombres.
En una de ellas, dirigida a un tal Arturo, se exalta su timidez como atributo excepcional.
* La posible timidez que exhibes me parece un máximo atractivo... Los jovencitos no suelen cultivar esa simiente que la naturaleza nos regala al nacer y se atrofia. (13)
De acuerdo con la banalidad general de estos filosofemas, sería absurdo esperar que las líneas transcritas se complementasen con el análisis de las causas que podían contribuir a la atrofia o represión de la timidez varonil. Se remata la faena, en plan chapuza, asegurándole a Arturo que su sensibilidad le acercará a las almas delicadas. Pero se percibe la falta de convicción con que se dan estos ánimos, a modo de palmadita piadosa en la espalda de un enfermo. De sobra sabían los muchachos de natural tímido que aquella simiente «que la naturaleza regala al nacer», causante de rubores, tartamudeos, ojos huidizos y manos sudorosas, no pertenecía precisamente a la especie de las que a un hombre convenía cultivar. Si de un don innato se había convertido en un padecimiento vergonzante que pocos se atrevían a exhibir, la culpa la tenían en gran parte los colegas masculinos de esta hipócrita aplicadora de emplastos. Me refiero a los propagandistas a ultranza del heroísmo varonil. Eran los padres literarios de estereotipos como el ya citado de El Guerrero del antifaz, cuyos atractivos (a los que tampoco aquella consejera era indiferente en otras ocasiones) no residían precisamente en la timidez sino en el arrojo. Y bajo el antifaz del arrojo, malamente sujeto al rostro, se esforzaban los jóvenes por dominar su timidez, nunca por cultivarla.
Era muy frecuente que la timidez incorregible estuviera condicionada por problemas de salud. Los predicadores de la fortaleza y el valor frente a la debilidad, tanto física como moral, parecían pasar por alto un detalle importantísimo: en la España de la posguerra había un porcentaje bastante alto de jóvenes enfermos. Algunas de estas enfermedades, que podían ser o no secuelas de la guerra, afectaban a los órganos sexuales y eran las que producían en el paciente mayor complejo de inferioridad. Sobre todo porque no cabía la posibilidad de invocarlas ante la enamorada como justificación del propio retraimiento. Las alusiones a este tipo de males eran siempre veladas.
* No te explicas claramente. Si el muchacho dejó de escribirte por estar enfermo, no tienes motivo para alimentar ese rencor absurdo. Si se trata de una enfermedad «vigente» y que le impide pensar en matrimonio, debes exagerar tu delicadeza para no alimentar sus sueños en ese sentido, pero evitándole también todo complejo de inferioridad por creerse un hombre «inservible». (14)
Pero la enfermedad más extendida en la España del racionamiento fue la tuberculosis, que se cebaba de preferencia en los adolescentes de constitución poco vigorosa, cuando llegaban a la llamada «edad difícil». El mayor número de víctimas mortales se las cobró en barrios donde reinaba la miseria, (15) es decir, donde las familias no contaban con los medios más elementales ni para prevenir el contagio, ni para alimentar a los enfermos en condiciones, ni mucho menos para permitirse el lujo de que dejaran de trabajar por unos meses y se dedicaran a hacer reposo en una chaise-longue en la Sierra. Era, en una palabra, una enfermedad de pobres, pero que sólo conseguían curársela los ricos. Tal vez por eso, aunque menos vergonzante que las venéreas, también se aludía a ella con eufemismos. Llamar «tísico» a alguien era casi un insulto, era como llamarle «desgraciado» o «muerto de hambre». Resultaba menos crudo decir que «estaba del pecho». Como era una enfermedad muy contagiosa y pesada de curar, a los que estaban del pecho se trataba de aislarlos, como primera medida, de las personas de su edad. Rara era la familia donde no hubiera algún caso de conocidos o parientes que viajaban periódicamente a un sanatorio antituberculoso. Lo hacían para llevarle embutido y algunos libros a un joven pálido y triste, que muchas veces aprovechaba aquella etapa de reposo forzado para escribir poemas dedicados a una novia imposible. Las sospechas de tuberculosis suponían un grave impedimento para el amor.
* Cabe una explicación incluso heroica: la de que ese muchacho, probablemente tuberculoso, no quiera formalizar unas relaciones amorosas inconvenientes para su salud, y sobre todo para la mujer que le entregue su cariño a un enfermo. (16)
Otras veces, los complejos de inferioridad frente al amor coincidían simplemente con un físico poco agraciado. La cruz de una apariencia desmedrada o enfermiza pedía ser llevada de dos maneras. O con la cabeza baja y el gesto torcido, o intentando disimular su peso mediante una verborrea incontrolada, plagada de chistes y risas extemporáneas, que convertían al tímido extrovertido en el tipo más abominado por las mujeres.
También en ellas la timidez podía responder a complejos de inferioridad basados en el aspecto físico. Pero, a no ser que se tratase de auténticos esperpentos, se sentían confortadas por una esperanza que no dejaba de tener cierto fundamento. La actitud de bajar los ojos y ruborizarse era interpretada por muchos como una garantía de honestidad. Aunque no faltaban, naturalmente, los que se enorgullecían de llevar al lado a «una mujer de bandera», el polo opuesto de este tipo, el de «la chiquita insignificante» tenía la ventaja para su novio de que no iba a atraer automáticamente las miradas lascivas.
La timidez masculina del muchacho enclenque aparejaba, en cambio, una connotación de cobardía muy poco prestigiosa. La prueba es que de un ejemplar de estas características se decía que «no tenía media bofetada». A la chica española le gustaba mucho que sus amigas le envidiaran el novio, sobre todo si había sido «difícil de pescar». Los que no tenían media bofetada solamente podían paliar tan ingrata condición con una cuenta corriente bien nutrida o con una carrera de ingeniero de caminos o de abogado del Estado, por citar dos de las que más fascinaban a las madres casamenteras.
Pero el ideal de las jovencitas, cuando en un arranque de sinceridad hablaban con sus amigas de aquellos temas, se expresaba en la siguiente frase, que escuché en mi juventud muchas veces: «Hija, a mi Dios me dé un hombre que sea capaz de llevarme las maletas.» Quién sabe si este cliché no arrancaría, como tantos, de alguna escena de película rodada en bulliciosa y cosmopolita estación de ferrocarril, donde se viera a la protagonista corriendo sofocada, sin más bagaje que su bolso, detrás del hombre alto que, a pesar de llevar una pesada maleta en cada mano la precedía ágilmente a varios metros de distancia sin perder la serenidad ante los altavoces que anunciaban la inminente salida del tren.
Una escritora de la época resumió así los atributos del hombre ideal:
* Ha de tener fuerza física, éxito, voluntad. Y ha de saber hablar. Nunca se dará totalmente por vencido. Nunca será un amilanado. Tendrá seguridad en sí mismo. (17)
Sin embargo, a algunas muchachas los tímidos incorregibles les daban una pena especial, avivaban sus instintos maternales y, cuando lograban rescatarlos de su encogimiento —a base siempre de la táctica del «tira y afloja»— y arrancarles una mirada menos huidiza, este éxito podía llegar a provocar en ellas una gratificación personal tan intensa que fácilmente se prestaba a ser confundida con el amor. Pero este tipo de amor, más o menos basado en la compasión, al que lo detectaba siempre le humillaba un poco, aunque lo agradeciera. La respuesta podía ser la fidelidad perruna o el agravamiento de los complejos del tímido. Pero en cualquiera de los casos, él seguía sabiendo mejor que nadie que la gran pasión soñada por la asidua lectora de novelas jamás sería capaz de despertarla.
En un excelente monólogo contemporáneo, una mujer ya madura, víctima del espejismo que en su juventud la llevó a creerse enamorada del muchacho enclenque y acobardado que acabó casándose con ella, evoca amargamente al cabo de los años los brotes escuálidos de aquella relación, que entabló desoyendo los consejos de las amigas y que actualmente deplora:
*...a ver, que Transi, loca, «no me irás a decir que te gusta ese sietemesino», que yo no diría tanto, pero físicamente, cariño, tenías bien poquito que gustar (1) francamente, y yo como una romántica, que no soy más que una romántica y una tonta, «ese chico me necesita», ya ves, a esa edad, me emocionaba sentirme imprescindible, gajes, que mamá con ese ojo clínico, que no he visto cosa igual, «nena, no confundas el amor con la compasión»... El caso es que me dabas una pena horrible, yo no sé, porque aquel traje marrón me horrorizaba, te lo confieso, y los tacones de los zapatos como roídos, así, tan triste, pero nunca se sabe, y de repente un día noté que empezabas a hacerme tilín. (18)
De todo este texto, donde se hace un boceto del hombre amilanado víctima de la posguerra, me interesa destacar un detalle: el de que la narradora, aunque haya sido capaz de arrancarse la venda de los ojos, no lo sea de renunciar al atributo de su propio carácter que más la enorgullece y justifica: el de mujer romántica.
El calificativo de romántica, por mucho que intentaran descargarlo de su magnificencia las sensatas llamadas a la realidad de los consultorios sentimentales, nunca llegó a convertirse en un estigma para la mujer. Invocaba los motivos de índole más diversa para adjudicárselo, y lo esgrimía como una noble bandera que embellecía y dignificaba los argumentos más anodinos. Entre los seudónimos empleados por las muchachitas que escribían a las revistas femeninas en busca de orientación sentimental, destacan los compuestos por el citado adjetivo. «Dama romántica», «una romántica», «provinciana romántica» o «flor romántica» son algunos ejemplos de una lista que podría engrosarse mucho más.
Digamos, de paso, que ya el mero hecho de ocultar el propio nombre tras un seudónimo tenía algo de romántico, y convertía la decisión de escribirle una carta a una persona cuyo rostro nunca se iba a conocer, en una aventura clandestina, casi tan excitante como la de ponerse un disfraz de carnaval. La complicidad que se establecía mediante aquella correspondencia fomentaba el gusto por lo secreto, y es natural que fuera más apetecida por las mujeres, ya que proporcionaba desagüe a sus ansias de confidencia —no siempre satisfechas— de que hablamos en el capítulo anterior. Las periodistas anónimas encargadas de aquella sección fija eran conscientes, sin duda, de que sus consejos, aunque fueran de repertorio, iban a ser recibidos como agua de mayo por cada una de aquellas desorientadas y borrosas muchachas a quienes se llamaba «querida amiga», y que lo que necesitaban sobre todas las cosas era que alguien les hiciera caso.
A la jovencita de posguerra le encantaba escribir cartas, y ponía mucho amor propio en hacerlo lo mejor posible. Se envidiaba a las amigas de quienes era fama que dominaban con facilidad el género, porque significaba un privilegio para lides amorosas. Casi tan importante como el de unos ojos de mirada expresiva. «Hija, claro, es que tú como escribes esas cartas tan bonitas...», se solía decir a la amiga que era capaz, sin esfuerzo de mantener una correspondencia interesante con persona del sexo contrario, uno de los posibles prolegómenos del amor.
La opinión general era la de que los hombres ponían mucha menos gracia e imaginación en el cultivo de ese género literario, más adecuado como vehículo de expresión femenina.
* La mujer es ante todo intimidad y vida privada;...su papel es más bien silencioso, de pura presencia. Si opera lentamente, como un clima, si representa la serenidad callada frente a la ruidosa acción del hombre, es evidente que donde se encontrará a sus anchas, donde dará sus mejores frutos si acaso trata de comunicar sus pensamientos, será en las cartas, documentos íntimos, privados y confidenciales por excelencia. (19)
Ya vimos, al hablar de las madrinas de guerra, que la correspondencia con una persona del sexo contrario, aunque fuera en términos simplemente amistosos, daba pie a la efusión sentimental, y que para la mayoría de aquellas mujeres recibir una contestación del ahijado significaba un alimento tan apetecido por «su ilusión» que podían acabar enamorándose de él sin haberlo visto nunca. Conscientes de este peligro, algunas madres fiscalizadoras se mostraban poco amigas de que sus hijas mantuvieran relaciones epistolares continuadas con un chico que no se definía ni como novio ni como pretendiente.
* Lo peligroso de esa correspondencia —amonesta una consejera sentimental— es que puedes terminar enamorándote de él, que es lo que probablemente verá tu madre, y por eso no querrá que sigas manteniéndola... Si este asunto lleva ya en marcha cierto tiempo, creo que no te conduce a nada mantenerlo y debes cortarlo. (20)
Tampoco en este terreno epistolar estaba bien visto que fuera la chica quien hiciera avances o tomara la iniciativa:
* Si él tiene mucho interés en recibir tus cartas, que te escriba primero, como lo ha hecho anteriormente; pero mientras tanto, no seas tú la que dé el primer paso. (21)
El primer paso tenía que darlo siempre él, ya lo hemos dicho. A ella le correspondía la delicada misión de incitarle a que lo diera, pero sin que se notara.
* Procura, sin que «se te vea la antena», dejarle caer la sugerencia de que te escriba. Pretextos no han de faltarle. Si él vive en un pueblo, interésate por su agricultura, sus conejos o la marcha de las inundaciones. (22)
No sabemos si esta muchacha se avendría o no a pasar por el enojoso trámite de fingir interés por el roedor con la esperanza de que aquel asunto sirviera de prólogo a otros más excitantes y en los que ella misma se viera implicada. La misión de la mujer, basada en su condición satelitaria, llevaba aparejado un riguroso entrenamiento en su papel de comparsa, que debía llevarse a cabo desde la primera edad. Y también en este aprendizaje se aconsejaba el fingimiento. Los consultorios sentimentales insistían mucho en los buenos resultados que daba, más que interesarse realmente por los temas de conversación varoniles, aprender a poner cara de interés.
No le preocupe pasar por sosa o poco entretenida por estar callada. Si sabe escuchar con atención y dar en todo momento sensación de que se halla interesada por lo que le cuentan, adquirirá fama de inteligente y comprensiva. (23)
Pero las jovencitas, atiborradas de tanta prédica sobre su propia insignificancia, estaban hartas de fingir comprensión y anhelaban sentirse comprendidas. Por eso escribían tanto a los consultorios sentimentales, cuando no tenían otro destinatario más tangible de quien echar mano.
No siempre el motivo de la carta femenina coincide con la exposición de un problema concreto. Se trataba en muchos casos de un cauce para dar coba a aquellas inconcretas ansias de protagonismo que el cine y las novelas inyectaban. Aquellas palpitaciones que se sentían con la llegada de la primavera ¿significarían un anuncio de que se estaba incubando el gran amor? Hablar por carta de los propios sentimientos era como una especie de ensayo general para tenerlos, como una expresión en borrador de la novela que se soñaba con vivir. Y la prueba está en la frecuencia con que aquellas adolescentes desconcertadas trataban de bucear en lo más desconocido y enigmático: en la esencia misma del amor. Tenían una noción vaga de él pero necesitaban definirlo, era una urgencia que las traía en jaque. Pasar de la noción a la definición. Generalmente la respuesta a este tipo de preguntas, además de ser absolutamente pedestre, contribuía a aumentar la perplejidad.
* ¿Qué es el amor?, preguntas... Un día no querrás saber lo que es el amor —vocablo abstracto—. Pretenderás conocer la radiografía sentimental y cordial de Pepe, de Ramón y de Juanito. Te inquietarán los celos..., te extasiarás ante los niños con rizos rubios y los escaparates con muñecas. Leerás tratados de decoración y empezarás a guisar. Todas estas manifestaciones prosaicas de tu afán por hacer grato un hogar puede que sean indicios favorables y demostrativos de tu buen camino amoroso. (24)
Pero, a pesar de jarros de agua fría como éste, era difícil que una jovencita lectora de Bécquer o de Rubén Darío admitiese la identificación de sus ansias inconcretas con la afición a los guisos y a la decoración de interiores. Y se insistía en una pesquisa orientada hacia la localización, por sus síntomas, de una enfermedad que se estaba deseando padecer.
* Quieres saber nada más «cómo se da cuenta una mujer de que está enamorada»... Pero llegará un día en que no sentirás ningún deseo de preguntar qué es el amor ni cuáles son sus síntomas. De un golpe habrás descubierto las lágrimas, la risa, los nervios, los celos. Ya verás qué maravilla tan incómoda y tan buena. (25)
Se avanzaba, pues, hacia aquel incómodo país de las maravillas con exaltación y zozobra, como quien está sobre aviso de que camina hacia un terreno pantanoso, donde solamente va a poder permanecer a base de ejercitar con tino las complicadas artes del tira y afloja. Y lo peor era que tampoco el dominio de tales equilibrios garantizaba la consecución de una dicha duradera y firme.
* El amor matrimonial no es el amor juvenil del noviazgo... En el tira y afloja del noviazgo no podría jamás basarse una dicha duradera y firme. Sería tanto como pretender aprisionar el misterio, el peligro, la impaciencia, todo eso, en fin, que constituye la propia esencia de la espera. (26)
O sea que el noviazgo era como un sarampión del que convenía curarse cuanto antes. Lo malo es que en algunos casos se eternizaba, como veremos en el capítulo siguiente, y daba al traste con todas las defensas del organismo mejor dotado para resistir en el tira y afloja.
Carmen Martín Gaite
Usos amorosos de la posguerra española
Capítulo VIII. El tira y afloja
NOTAS
1. Medina, 2 de mayo de 1943. (La cita final, según se indica a píe de página, está tomada del «Tratado de la perfecta novia», de Sánchez Rojas).
2. Medina, íd., íd.
3. Medina, «Consúltame», 1 de noviembre de 1942.
4. Cucú, «Consultorio sentimental», 21 de mayo de
5. Letras, «Consultorio sentimental», julio de 1949.
6. Medina, «Consúltame», 6 de junio de 1945.
7. Medina, «Consúltame», 1 de abril de 1945.
8. Medina, «Consúltame», 4 de abril de 1943.
9. Medina, «Consúltame», 15 de octubre de 1944.
10. Medina, «Consúltame», 9 de abril de 1944.
11. Medina, «Consúltame», 2 de abril de 1944.
12. Medina, «Consúltame», 31 de enero de 1943.
13. Medina, «Consúltame», 18 de marzo de 1945.
14. Medina, «Consúltame», 12 de marzo de 1944.
15. Ver supra, cap. V PP. 103 y 5>.
16. Medina, «Consúltame», 9 de abril de 1944.
17. Eugenia Serrano, E Español, 25 de enero de 1957.
18. Miguel Delibes, Cinco horas con Mario, Destino, 1966, Pp. 130—131.
19. J. L. de Auria, «Las cartas femeninas», en Letras, marzo de 1951.
20. Letras, «Consultorio sentimental», septiembre de 1949.
21. Letras, «Consultorio sentimental», marzo de 1949.
22. Medina, «Consúltame», 25 de octubre de 1942.
23. Letras, «Consultorio sentimental», julio de 1950.
24. Medina, «Consúltame», 31 de mayo de 1942.
25. Medina, «Consúltame», 10 de junio de 1945.
26. Medina, «Consúltame», 15 y 22 de noviembre de 1942.
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