Noches
atrás, en compañía de un grupo de periodistas y escritores, que generosamente
se habían congregado para darme la bienvenida, recordé algunos nombres de compañeros
pertenecientes a las generaciones de periodistas democráticos que aventó el
cataclismo de la guerra. Me di cuenta de si en su tiempo fueron firmas
prestigiosas, hoy son nombres olvidados.
Ni un
sólo quedó en su sitio, ni ninguno, tras abril de 1939, tuvo la menor
posibilidad de ejercer su profesión en España. Muerte, encarcelamiento, exilio.
Exilio exterior o interior. Y después... el olvido.
Un
destino cruel, pero -reconozcámoslo- muy periodístico. El periodista es fulgor
de un día que para renacer necesita del artículo o del reportaje del día
siguiente. Y así hasta que el forzado no tiene ya fuerzas ni para sostener la
pluma en las manos y se encorva irremediablemente, los hombros hundidos de
levantar peleles.
Con la
sarracina de 1939 se pretendía acabar para siempre con la raza de los
periodistas progresistas, la de los Zozaya, Castrovido, Zugazagoita, Corpus
Barga, Bejarano, Chabás, Fajardo, Benavidas, Chaves Nogales, Cimorra, Torres
Endrina, Navarro Ballesteros, Esplá y qué sé yo cuántos más, pues la lista
completa no se hará nunca. Así que quería que en la prensa española jamás
volviera a escribirse la palabra libertad como no fuese para vituperarla.
El
resultado ha sido inverso, dije a los que estaban conmigo aquella noche, una de
mis primeras noches de Madrid después de tantos años. El resultado eran ellos.
Ellos y toda esa espléndida constelación de periodistas democráticos que hoy se
afanan en las mesas de Redacción de nuestro país. La historia se toma esas
revanchas, pues si la marcha de la vida se puede frenar por la fuerza, es
verdad, y que nos lo digan a los españoles, es imposible detenerla del todo e
indefinidamente.
He
hablado de varias generaciones de periodistas democráticos. En ellas se
entrelazaban diferencias – en algunos casos muy acusadas – de edad y de estilo.
En el de hombres como Villanueva, director de El Liberal; Leopoldo Bojarano, mi
redactor jefe en Ahora; Zozaya,
Lezama y otros, se advertían aún residuos de retórica decimonónica. Corpus
Barga, Paulino Massip Chabás, Clemente Cimorra, mi entrañable compañero de
riesgos en los frentes, nos ofrecían un estilo preciosista, algo recargado para
mi gusto. El de los de la última hornada – la mía – era más directo, más
cortado y yo diría que más humano. Prodigábamos el reportaje, incluso el gran
reportaje y la interviu desenfadada. Tras una que yo le hice, Valle-Inclán dijo
de mí que era “un mozo desvergonzado”. Y tenía razón.
Todos
esos periodistas, de formación y vuelo tan vario, hacíamos buenos
periódicos. El Sol,
Luz –donde yo colaboré con Chabás y Herce en la redacción de
la página teatral-Ahora,
Heraldo de Madrid, cada uno con su tonalidad, eran buenas
periódicos. Los periódicos españoles -incluso no pocos de derecha- siempre lo
han sido, excepto en esos decenios pasados de delirio luceril y todos amén.
Yo fui
con el viejo Zozaya y Lezama en el primer barco -el Sinaia– que salió
de Francia para Méjico, repleto, hasta la bodega, de republicanos españoles.
Era un cargo vetusto donde apenas nos daban de comer y que navegaba a ritmo de
tortura.
-¡Cuánto
tardamos en llegar!- Me dijo una mañana don Antonio ante el mar luminoso.
Aunque a veces me digo que más vale que vaya tan despacio... porque yo... yo, a
mi edad, ya me quedaré allí.
Y allí
se quedó. Como Torres Endrina, Carbó, Lezama, Benavides, Allonso Lapena y creo
que Féliz Herce y Avecilla, Ceferino R. Avecilla que un día apareció en la
Alameda de la capital mejicana con aire mosqueteril y sus setenta años a los
costillas... ¡a emprender una nueva vida!
- ¿Qué
hay, Félix?
La
obesidad bonachona y melancólica de Herce procura abrirse paso entre las mesas
de El
papagallo, café mejicano para españoles.
- Pues
chico...Desde que entre mi estomago y las judías del “Barbas” puse el mar por
medio, voy mejor de la diabetes. Pero de todo lo demás... ¡no puedes imaginarte
lo malito que soy!
Y
Benavides cuando me lo encontraba:
- Tú,
por lo menos puedes desahogarte en ese periódico español que habéis fundado
aquí. Pero yo... yo no puedo decir esta boca es mía.
Se
reanimaba sacudiendo la garganta enferma, como un gallo herido.
-
Menos mal que volveré a España con tres libros terminados.
Igual
que Falla, todos llevábamos el reloj –el reloj interior– con el de la Puerta
del Sol. ¡La Puerta del Sol!... Manuel Fontdevila, ex director de Heraldo de Madrid, catalán
él, clamaba patético en Buenos Aires:
-
¡Daría los años que me quedan de vida por morir en la Puerta del Sol!
Se
murió en los aledaños de la avenida de Mayo. Como Clemente Cimorra, como Olmedilla...
Desde
la Cuba de Batista, donde le enterraron, Juan Chabás me escribió una vez a
Francia: “Dicen que este país es muy bello y sólo un loco podría negarlo. Pero,
¿quieres que te diga la verdad?... Para mí, el rincón más bello del mundo está
en esa plazona desgarbada, que es la Puerta del Sol.
Y,
luego los que se extinguieron en Francia... Otero Seco, Domingo, no sé cuantos
más. Y los que han muerto aquí. Al volver a verle en Madrid, Eduardo de Guzmán,
un superviviente de aquella época, me ha dicho:
-No
encontrarás a nadie. De los periodistas de entonces, creo que no quedamos ni
media docena...
Todos,
los de azul y los que salieron, se han ido muriendo. De enfermedades, de
años... y sobre todo, de pena y de asco. Y hay que decir, que salvo alguna excepción
muy rara, los de dentro y los de fuera, llevaron su exilio con la dignidad que
les confería la fidelidad a su causa. Lo cual indica que los fundamentos
morales de los periodistas suelen ser más sólidos de lo que alguna gente
cree...
Sí,
hay que vocearlo frente a los muros del olvido. Aunque ya no sirva para nada.
Jesús Izcaray
Triunfo,
11 de diciembre de 1976
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