De nuevo, sangre americana
moja la tierra española. Esta vez ha sido sangre de Cuba, porque era la que
corría por las venas del Comandante Policarpo Candón, jefe de una de las
brigadas de choque del Ejército Popudar.
Hace apenas unos meses, en Noviembre, le vimos a Candón en Madrid,
con las fuerzas del Campesino, a cuyo lado se hallaba desde los primeros
momentos de la rebelión militar, cuando los combates frente al Cuartel de la
Montaña o en las crestas de la Sierra de Guadarrama. Era un hombre animoso y
valeroso, con una gran disposición para las artes de la guerra, a las cuales
entregó todas las energías de su juventud. Tenía, además, una noción muy clara
del ámbito político en que se está desarrollando el drama español, y sobre
todo, del papel que les toca representar en el mismo a las fuerzas
progresistas de Hispanoamérica, de las que él fué siempre una destacadísima
figura. Candón sabía por qué luchaba, contra quién luchaba; en la realización
de qué empresa le tocaría, quizás, morir. Procedía de las capas populares, con
las que nunca perdió contacto, y por la liberación de ellas es que ha caído.
El sacrificio de Candón —como el de Pablo de la Torriente Brau, el
de Riaigorwivslty, como el de Meruelos y muchos más— entraña una enseñanza de
profundidad humana insondable. Hace unos años, y sobre todo, antes de que
Franco se levantara contra la República, la actitud de estos héroes hubiera
sido incomprendida en nuestro Continente. ¿Qué tienen los americanos que hacer
en el conflicto español?, se hubiera preguntado. ¿Por qué vamos a atravesar el
océano para intervenir en una guerra que en nada puede afectarnos. Hasta
Julio de 1936, la América no discriminaba, en España, pueblo y casta,
explorados y explotadores, nobles en posesión de todas las prebendas, de todas
las sinecuras de todos los bienes materiales, y plebeyos perseguidos y
humillados. Eran simplemente "españoles", es decir, encomenderos y
esclavistas, conquistadores y capitanes generales, gente, en suma, de muy cruel
condición...
Fué necesario que después del triunfo de la democracia se alzaran
los generales contra ella, para que la ola de indignación que bañó al mundo en
presencia de aquel crimen inaudito llegara también a las playas americanas.
España no era —se comprendía al fin, como en un gran golpe de luz— lo que
habíamos estado odiando hasta entonces. La verdadera España era esa otra que
había triunfado en las urnas de Febrero y que ahora tendría que defender su
triunfo contra la voracidad de los españoles tradicionalistas. Entre Queipo de
Llano y Weyler, entre Balmaseda y Millán Astray, no había diferencias
substanciales: unos, asesinaban fríamente a los cubanos —a los americanos— que
amaban su libertad, en el siglo pasado; otros, hacían lo mismo con los
españoles que quieren hoy lo que los cubanos querían entonces. Y eso iba a
ocurrir en todo sitio en que hubiera militarotes privilegiados y existiera una
fuerza democrática dirigida a la conquista del poder. El caso de España sería
ejemplar. De lo que aconteciera allí, dependería en grado sumo el porvenir de
las capas populares americanas. O con Franco —es decir, con el predominio
político de las clases reaccionarias— o contra Franco, esto es, por la
conquista de los valores permanentes de la humanidad. La suerte quedó echada..
Desde México hasta la tierra del fuego, las masas comprendieron
que su tragedia indo-negra sería iluminada también por el gran
incendio español: frente a los prejuicios nacionalistas triunfó la calidad
universal del ser humano sometido a ínfimas condiciones de vida,
que en nada se han diferenciado nunca de las condiciones en que
vivía el campesino andaluz o el minero asturiano; y de toda la América
desplazáronse contingentes de hombres entusiasmados que atravesaron el
mar —que lo siguen atravesando— para combatir en los campos de
España contra un enemigo que es el mismo en todas partes.
Uno de esos hombres ha caído en el frente de Teruel. No le
lloremos, sin embargo. Cubrámosle con la misma tierra que pisó, que
defendió. Su cadáver será nuevo abono para que viva sin agostarse el
árbol de la fraternidad hispanoamericana, ese que nunca pudo crecer al
helado influjo de diplomáticos y oradores, y que ahora tapa el sol
con su follaje, como que sus raíces se alimentan con la sangre y los
huesos de los verdaderos servidores de la democracia.
Nicolás Guillén
Facetas de la actualidad española, núm. 12, La Habana, Abril 1938
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