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2835. Candón, ejemplo americano


De nuevo, sangre americana moja la tierra española. Esta vez ha sido sangre de Cuba, porque era la que corría por las venas del Comandante Policarpo Candón, jefe de una de las brigadas de choque del Ejército Popudar.

Hace apenas unos meses, en Noviembre, le vimos a Candón en Madrid, con las fuerzas del Campesino, a cuyo lado se hallaba desde los primeros momentos de la rebelión militar, cuando los combates frente al Cuartel de la Montaña o en las crestas de la Sierra de Guadarrama. Era un hombre animoso y valeroso, con una gran disposición para las artes de la guerra, a las cuales entregó todas las energías de su juventud. Tenía, además, una noción muy clara del ámbito político en que se está desarrollando el drama español, y sobre todo, del papel que les toca representar en el mismo a las fuerzas progresistas de Hispanoamérica, de las que él fué siempre una destacadísima figura. Candón sabía por qué luchaba, contra quién luchaba; en la realización de qué empresa le tocaría, quizás, morir. Procedía de las capas populares, con las que nunca perdió contacto, y por la liberación de ellas es que ha caído.

El sacrificio de Candón —como el de Pablo de la Torriente Brau, el de Riaigorwivslty, como el de Meruelos y muchos más— entraña una enseñanza de profundidad humana insondable. Hace unos años, y sobre todo, antes de que Franco se levantara contra la República, la actitud de estos héroes hubiera sido incomprendida en nuestro Continente. ¿Qué tienen los americanos que hacer en el conflicto español?, se hubiera preguntado. ¿Por qué vamos a atravesar el océano para intervenir en una guerra que en nada puede afectarnos. Hasta Julio de 1936, la América no discriminaba, en España, pueblo y casta, explorados y explotadores, nobles en posesión de todas las prebendas, de todas las sinecuras de todos los bienes materiales, y plebeyos perseguidos y humillados. Eran simplemente "españoles", es decir, encomenderos y esclavistas, conquistadores y capitanes generales, gente, en suma, de muy cruel condición...

Fué necesario que después del triunfo de la democracia se alzaran los generales contra ella, para que la ola de indignación que bañó al mundo en presencia de aquel crimen inaudito llegara también a las playas americanas. España no era —se comprendía al fin, como en un gran golpe de luz— lo que habíamos estado odiando hasta entonces. La verdadera España era esa otra que había triunfado en las urnas de Febrero y que ahora tendría que defender su triunfo contra la voracidad de los españoles tradicionalistas. Entre Queipo de Llano y Weyler, entre Balmaseda y Millán Astray, no había diferencias substanciales: unos, asesinaban fríamente a los cubanos —a los americanos— que amaban su libertad, en el siglo pasado; otros, hacían lo mismo con los españoles que quieren hoy lo que los cubanos querían entonces. Y eso iba a ocurrir en todo sitio en que hubiera militarotes privilegiados y existiera una fuerza democrática dirigida a la conquista del poder. El caso de España sería ejemplar. De lo que aconteciera allí, dependería en grado sumo el porvenir de las capas populares americanas. O con Franco —es decir, con el predominio político de las clases reaccionarias— o contra Franco, esto es, por la conquista de los valores permanentes de la humanidad. La suerte quedó echada..

Desde México hasta la tierra del fuego, las masas comprendieron que su tragedia indo-negra sería iluminada también por el gran incendio español: frente a los prejuicios nacionalistas triunfó la calidad universal del ser humano sometido a ínfimas condiciones de vida, que en nada se han diferenciado nunca de las condiciones en que vivía el campesino andaluz o el minero asturiano; y de toda la América desplazáronse contingentes de hombres entusiasmados que atravesaron el mar —que lo siguen atravesando— para combatir en los campos de España contra un enemigo que es el mismo en todas partes.

Uno de esos hombres ha caído en el frente de Teruel. No le lloremos, sin embargo. Cubrámosle con la misma tierra que pisó, que defendió. Su cadáver será nuevo abono para que viva sin agostarse el árbol de la fraternidad hispanoamericana, ese que nunca pudo crecer al helado influjo de diplomáticos y oradores, y que ahora tapa el sol con su follaje, como que sus raíces se alimentan con la sangre y los huesos de los verdaderos servidores de la democracia.


Nicolás Guillén
Facetas de la actualidad española, núm. 12, La Habana, Abril 1938









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