Cuando vemos desde el mirador de la guerra la llamada
política conservadora que domina hoy los Estados, no las naciones, de las
llamadas democracias, advertimos claramente toda su ceguera, toda su
insuperable estolidez. Los hombres que representan esta política (poned aquí
los nombres que queráis, sin reparar en su filiación de partido), no vacilan en
divorciarse de sus pueblos, en permitir que sean éstos amenazados, lesionados y
hasta invadidos, con tal de poner a salvo los intereses de una clase privilegiada.
La posición es un poco absurda; porque una clase privilegiada no puede llegar
hasta el sacrificio... de todas las demás; pero, al fin, no es tan nueva en el
mundo, que sea para nosotros motivo dé escándalo. Lo verdaderamente monstruoso
es que esos hombres sigan simulando echar sus viejas cuentas, como si entre el
año 14 y el año 38 de nuestro siglo no hubiera pasado nada sobre el mísero
planeta que habitamos. Su actitud ante una posible (para ellos inevitable)
guerra grande es, agravada por el tiempo, aproximadamente la misma que tuvieron
en vísperas de la guerra europea. Ellos nos hablan, como entonces hablaban, en
nombre de sus respectivos países, como si ellos fueran los representantes
legítimos de entidades compactas, suficientemente unificadas para ser
arrastradas a una guerra mortífera, bajo el mismo uniforme y la misma
denominación (franceses, ingleses, etcétera), sin cambio alguno de la
estructura social, en el momento de ser atacadas por otras naciones no menos
compactas, no menos unificadas, donde las discordias interiores se apagan al
sonar los primeros tambores. En el año 14 la guerra, con todos sus horrores,
fue una admirable simplificación de las contiendas íntimas, una tregua
sangrienta de la paz. El mismo crimen que eliminó a Jaurés se silbó por
superfluo. Jaurés era —¡cuántas veces se dijo!— francés antes que socialista,
y nada había que temer de su influencia sobre las masas proletarias. Pero los
políticos conservadores de nuestros días saben muy bien que esto ya no es
posible. Lo saben y ni siquiera tienen el pudor de ocultarlo. Siguen, no
obstante, y seguirán ahuecando la voz para hablar como antaño: «En los momentos
decisivos para los cuales activamente nos apercibimos, contamos con enorme
provisión de materias primas destinadas a industrias de guerra, con fábricas
cuyo trabajo para la guerra será incesante, el enorme poder de nuestras
escuadras, la fecundidad de nuestras mujeres, y el material humano, difícil de
mantener en la paz, pero de oportuno empleo y fácil consumo en las horas
marciales. Y todo ello arderá en la gran hoguera cuando llegue su día. Que
nadie atente a la integridad de nuestro territorio, a la independencia de
nuestra nación, a la intangibilidad de nuestro imperio colonial, o sea
obstáculo a su futuro engrandecimiento». Todas estas palabras suenan hoy a
retórica hueca, puesto que no contienen ya un átomo de verdad en labios de
quienes las pronuncian. Porque sus pueblos saben, y ellos mismos no ignoran, lo
siguiente:
Primero.- Que estos políticos conservadores sólo
representan a una clase que lleva el escudo al brazo, una plutocracia en
posición defensiva, cuyo cimiento no tiene la firmeza que tuvo en otros
días.
Segundo.- Que sus adversarios, los políticos que
definen, alientan o impulsan una política amenazadora (un Mussolini, un Hitler)
son algo más cínicos que ellos, pero acaso menos estúpidos, y que les asiste,
en sus pueblos, una corriente de opinión más considerable. Son hombres,
también, con el escudó al brazo, pero representan el momento de suprema tensión
defensiva de la burguesía (fascio), que se permite el lujo de la agresión.
Espíritu de miedo envuelto en ira, que dijo nuestro Herrera.
Tercero.- Que ellos, los políticos conservadores de
las grandes democracias, tienden a simpatizar, necesariamente, con los jefes
francamente imperialistas de los países adversarios, porque son lobos de la
misma carnada, dicho de otro modo, defensores de una misma causa: el
apuntalamiento del edificio burgués, minado en sus cimientos.
Cuarto.- Que el pacto a que ellos tienden es un pacto
entre entidades polémicas, un pacto entre fieras, y las fieras sólo pueden
ponerse de acuerdo en dos cosas: o para devorar al débil o para devorarse entre
si.
Quinto.- Que ellos, dadas su ideología y su estructura moral, y dado el ambiente en que operan, no pueden escaparse de esta
terrible alternativa.
Sexto.- Que su posición es hoy más falsa que nunca, más falsa y más débil que la de sus protagonistas, los jefes de las naciones desgraciadamente imperiales. Porque carecen de milicias voluntarias que los amparen. Representan plutocracias engastadas en
pueblos de tendencia realmente liberal y democrática y no pueden aspirar a
cambiar el sentido de la corriente más impetuosa y profunda de sus
pueblos.
Séptimo.- Que su actuación política es, no ya
superflua, sino perjudicial a sus naciones, porque ella oscila necesariamente
entre la amenaza y la claudicación, la amenaza, que irrita al enemigo y
refuerza sus resortes polémicos, y la claudicación, que deshonra a los pueblos
y los entrega moralmente vencidos al adversario.
Octavo.- Que ellos no pueden responder a estas
preguntas: ¿A dónde vamos? ¿Qué camino es el nuestro en el futuro histórico?
Que ellos contribuyen a poner un tupido velo de mentiras ante los ojos de sus
pueblos. Porque ellos ignoran —o aparentan ignorar— el hecho ingente de la
Revolución rusa, y pretenden que se vea en ella un poder demoníaco y un foco de
infección que puede contaminar a sus pueblos, en lo cual están de perfecto
acuerdo con los llamados fascistas. Y pretenden, sobre todo, que nadie vea en
Moscú, el aborrecido Moscú, el faro único de la Historia que hoy puede iluminar
el camino futuro. Les aterra sobre todo — reparadlo bien— que la gran
Revolución rusa haya pasado de su período demoledor al creador y constructivo y
que lo que allí se hace sea la experiencia maravillosa de una nueva formad e
convivencia humana.
Noveno.- Que, honradamente, sólo pueden hacer
una cosa: retirarse a su vida privada de cazadores aristocráticos o de no menos
distinguidos pescadores de caña, y dejar los puestos de pilotos que hoy ocupan
a los hombres que tengan la conciencia integral de sus pueblos, de su ruta y de
su porvenir, porque sólo a éstos incumben la heroica faena y la terrible
responsabilidad del timón.
Y no sigo, por ahora, enumerando, porque no aspiro a
los trece puntos, número sagrado para nosotros, después del insuperable
manifiesto del doctor Negrín.
Dejemos para otro día el tratar de la diplomacia
conservadora, que tanto hubiera hecho reír a un Maquiavelo, y que tanto nos
recuerda los versos del coplero español:
Cuando los gitanos tratan,
es la mentira inocente:
se mienten y no se engañan.
Antonio Machado
La Vanguardia, 14 de mayo de 1938
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