Niceto Alcalá-Zamora y Francesc Maciá en 1931 (Arxiu Nacional de Catalunya) |
Señores diputados de la Generalidad de Cataluña: Sería la
realización de mi más íntimo ideal que las palabras pronunciadas en este acto
solemne marcasen el limite en la ruta secular de Cataluña hacia la
reivindicación de sus libertades. Quisiera que, como expresión vital del
despertar de las nacionalidades que se agrupan bajo la República, sintiesen
pronto latir con su ritmo peculiar los corazones de los pueblos bajo la carne
joven de una nueva Iberia.
Nunca como ahora
este deseo ha aparecido tan cerca de su consecución. La República ha removido
el ambiente, dejándolo limpio y puro y aclarando y fijando los sentimientos y
el verbo de los hombres, creando así un orden nuevo, en el cual los ideales de
libertad triunfan.
La vida política de
nuestro país se encuentra, señores diputados, en su momento culminante; aquel
en que espera ver satisfechos sus más puros anhelos tradicionales. Y
obtendremos el triunfo de la victoria como eclosión cívica de los más altos
sentimientos de libertad.
Entre el triunfo de
nuestra tierra y las circunstancias de este triunfo hay como una significativa
lógica de la Historia. Cataluña, la liberal y democrática Cataluña, obtendrá el
reconocimiento íntegro de su personalidad de una España renovada, libertada y
democrática. Ni podía ser de otra manera, ni fuera razonable ahora que no
sucediese así. El primer paso de la legislación constitucional de la República
debe ser, y hemos de creer que será, restituir el derecho tradicional al pueblo
que ha sido en la historia conjunta de los países hispánicos el primero en
liberalidad y democracia.
Cataluña ha sido
profundamente liberal y demócrata, y así aparecía cuando su independencia le
permitía presentarse ante el mundo tal cual era, y lo demostró democratizando
paulatinamente la estructura feudal que, como pueblo de origen carolingio, tuvo
en sus comienzos; y tanto es asi que incluso en los usatges, código feudal, se
declaran fuera de ley los excesos del feudalismo y se estructura la
constitución política y social de la naciente nacionalidad, hasta el punto de
que ellos han podido ser calificados de Carta constitucional de nuestra tierra,
el monumento más antiguo y esencial del Derecho público catalán, dictado más de
un siglo antes que la Carta Magna de los ingleses.
En sus relaciones
políticas con los países que formaron parte de los dominios de sus monarcas
catalanes, existió siempre un espíritu de respeto hacia la libertad de estos
pueblos, hasta el punto que o bien constituyeron reinos con vida completamente
autónoma o llegaron hasta crear reinos con plena independencia.
»Es digno de hacer
notar el hecho de que mientras tuvimos monarcas catalanes, los soberanos y el
pueblo marcharon al unísono, como pocas veces se ha visto en la historia; de
manera que, hasta alguno de ellos, como Pedro el Ceremonioso, que luchó con los
aragoneses y los valencianos, tuvo en todas sus empresas el soporte de
Cataluña, que calificó de tierra bendita, poblada de lealtad. Y las hermosas
palabras de Martín el Humano, en las Cortes de Pamplona, de 1406, como otras de
Pedro el Ceremonioso, nos dan aún una medida de cómo estaba Cataluña iluminada
de liberalidad.
¿Qué pueblo -decía-
hay en el mundo que sea así, tan franco de libertades ni que sea tan liberal
como vosotros? Y es precisamente por una torcida obsesión legalista por lo que
se llega a la sentencia de Caspe, a la proscripción de la dinastía catalana de
Jaime de Urgel y a la entronización de la dinastía castellana.
Este es, señores
diputados, como todos sabéis, el punto de partida de la pugna, que duró siglos,
entre el Poder real y el pueblo catalán, pugna que empieza a dibujarse al ver
los catalanes que los reyes castellanos los trataban como súbditos, ellos que
siempre se habían considerado como iguales, ya que el príncipe lo era porque
así lo querían todos los catalanes, que por esta sola consideración de derecho
eran libres; pugna que se inició en tiempos de Fernando de Antequera y que
subsiste en tiempos de Alfonso el Magnánimo, que estalla con toda violencia en
tiempos de Juan II con una guerra que dura más de diez años; que encuentra su
instante más amansado en la política de Fernando el Católico y alcanza después
su máximo desbordamiento en la guerra de los segadores y en la guerra contra
Felipe I, que marca el fin de la libertad de Cataluña con la victoria del
absolutismo filipista y que llega al último Borbón español.
Dos siglos han
transcurrido desde el decreto de Nueva Planta, sin que se haya reparado este
crimen contra nuestra tierra; antes bien, se han acentuado la persecución; las
vejaciones y las limitaciones, principalmente en el aspecto lingüístico y
cultural, donde hemos visto prohibida la lengua catalana de las escuelas
maternales y de los estudios superiores y universitarios. Y en nuestros tiempos
coinciden en esta persecución los partidos conservadores con los partidos que
se decían liberales. En ninguno de ellos encuentra Cataluña el espíritu de
justicia. Y huelga decir que mucho menos lo encuentra en los Gobiernos
dictatoriales, que llevan su intransigencia hasta prohibir la plegaria en
lengua materna, que juntamente con la prohibición de usarla para la enseñanza
de nuestros hijos constituye el mayor atentado que puede perpetrarse contra un
pueblo.
Por eso os decía,
señores diputados, que Cataluña, por su carácter liberal y democrático, no
podía entenderse nunca, ni siquiera pactar, con la dinastía, que representaba
el obstáculo tradicional de nuestras reivindicaciones. Y para hacer desaparecer
este obstáculo ha luchado Cataluña entera, aquí, en las Cortes y más allá de
las fronteras, y en nuestra empresa hemos visto cómo se agrupaban gentes de
otras tierras hispánicas, porque la dinastía que hemos derribado no se
contentaba con tener los sentimientos de Cataluña bajo su tiranía, sino que
incluso llegó a imponer su despotismo a Castilla, ahogando las voces más nobles
y de más encendido patriotismo.
Este estado de
cosas nos llevó a la reunión de San Sebastián, donde quedó sellado el pacto
para llevar la libertad a todos los pueblos de la Península. Lo que todo el
mundo había dicho que no podría lograrse sino con una revolución sangrienta,
acontece por la voluntad popular cívicamente manifestada en las elecciones del
12 de abril. En Cataluña, el triunfo de los antidinásticos fué tan abrumador
que dos días después, en este histórico salón, proclamé, por la voluntad del
pueblo, la República catalana, como Gobierno integrante de la República que
pocas horas después se propagaba por tierras de España.
El cumplimiento del
pacto de San Sebastián era, señores diputados, y ahora es, que las Cortes
aceptasen el estado de hecho que se había creado en Cataluña, y, fieles a
nuestra palabra, convinimos con los tres ministros que, representando al
Gobierno español, vinieron a parlamentar con nosotros, que nuestro Gobierno,
durante el período transitorio, se llamaría de la Generalidad de Cataluña, y
que inmediatamente nos serían otorgadas algunas Delegaciones como un anticipo
de más amplias concesiones. Las de enseñanza, como todos sabéis, han sido
iniciadas con el decreto que concede a nuestros hijos el derecho a ser
enseñados en lengua materna, y por el otro, relativo a las cátedras en
catalán.
En cuanto a las
otras Delegaciones, especialmente en materias económicas y de trabajo, aquella
buena disposición no ha tenido aún plena realización, si bien esto no nos ha
impedido intervenir en los conflictos planteados con el espíritu de justicia y
equidad y amor a los trabajadores que ha guiado siempre nuestros actos, y hemos
alcanzado la confianza y la simpatía que ha inspirado a patronos y obreros
nuestro gesto generoso, ya que, desde la proclamación de la República, Cataluña
no ha visto perturbada su vida de trabajo.
Finalmente, la
Generalidad, con objeto de constituir la Asamblea que junto con su Gobierno ha
de redactar el Estatuto de Cataluña, ha convocado elecciones por el único
procedimiento que permitía la perentoriedad del tiempo de que se dispone, y
estas elecciones os han traído al altísimo lugar que ostentáis en este sitio.
Estáis en este Palacio, saturado de historia patria, en representación del
pueblo de Cataluña; sois Cataluña misma, que, viva y palpitante, emocionada de
poder expresar sin trabas su pensamiento, dirá aquí cuál es su voluntad, que
habremos de acatar todos, yo el primero, así que se haya obtenido la
ratificación que representa el plebiscito de Ayuntamientos y el «referéndum»
popular que se sucederá. Y este acatamiento debe ser, a la vez, una aceptación
y una promesa de defender lo que habremos de presentar como expresión sincera
de la voluntad de nuestro pueblo.
Señores diputados:
Siento vibrar en mí la emoción de este momento, en que he de callar para que
vosotros habléis, para que hable la voz que está por encima de todos: la voz de
nuestro pueblo. Os dejo, pues, para que recomencéis la tarea que os ha sido confiada;
para que la realicéis con toda libertad. Unicamente me atrevería a pediros, si
no conociese suficientemente cuál es vuestra convicción, que os inspiréis en
vuestras decisiones en el amor que todo hombre debe tener por los demás
hombres, en la cordialidad que todo pueblo ha de sentir hacia los demás
pueblos. Y esta cordialidad que os pido, y que estoy seguro que tendréis, ha de
hacerse más patente en estos momentos, en que, por estar trabajando en carne
viva, tanto Cataluña como las demás tierras ibéricas, la sensibilidad está
morbosamente agudizada, aunque esto no quiere decir que las manifestaciones que
hagamos no hayan de reflejar nuestra voluntad de que nos sea reconocido y
respetado lo que de derecho nos corresponde.
No precisa, pues,
que esta cordialidad sea objeto de un artículo, ni tan sólo de un párrafo, del
Estatuto que habéis de redactar.
Creo que será
suficiente que saturéis vuestra obra de una atmósfera de comprensión para
nuestros hermanos de allende el Ebro -a los cuales me place desde este sitio y
en este acto dirigir mi salutación mas ferviente-, que les digáis que si bien
hemos hecho un largo camino juntos por los yermos y los acantilados de la
Historia, en medio de los cuales muchas veces nos hemos detenido a discutir
nuestras disensiones, hemos llegado ya a la tierra de promisión adonde juntos
nos dirigimos; pero desde este momento cada uno ha de edificar en el valle
ubérrimo que nos ofrece la libertad conquistada el edificio que ha de habitar
según los gustos propios, con una arquitectura peculiar y una distribución
interior adecuada a las necesidades de los moradores.
Precisa, en fin,
decir bien claramente cual es nuestra voluntad para que no sea tergiversada, y
esto lo tendremos procurando no dar en la estructuración escrita del Estatuto
ni un paso atrás, y en esta actitud tendréis a vuestro lado a todos los
catalanes, porque no habrá ninguno que se atreva a negarse a defender la
voluntad del país, ya que no se trata de fijar una forma de Gobierno en la cual
pueden producirse discrepancias, sino que nuestro gesto es la reclamación que
presenta un pueblo para que le sea devuelta la soberanía de que se le
desposeyo. Y decir bien alto que, una vez obtenida la satisfacción que Cataluña
unánime pide, el estímulo eminente de nuestros actos no ha de ser otro que el
de contribuir a instaurar una Confederación ibérica, en la cual las diversas
energías del país sean exaltadas y aprovechadas, puesto que únicamente así se
creará y solidificará la grandeza de la República.
Señores diputados
de la Generalidad: Me despido de vosotros con estas palabras finales. Pensad
que la obra que habéis de realizar juntamente con el Gobierno representará la
voluntad decisiva de nuestra tierra; que ella ha de ser la base del Código que
ha de regir sus destinos; que será el vehículo de su prosperidad, y por ella
podrá colaborar a la de los demás pueblos hermanos. Trabajad, por tanto, con el
entusiasmo que contagia el patriotismo más puro. Escuchad en vuestro interior
la voz profunda del buen juicio racial. Que vuestra labor sea expresión
viviente de las aspiraciones seculares de nuestra Cataluña, para que podamos
hacer de ella una patria liberal, democrática y socialmente justa.
Francesc Maciá
12 de junio de 1931
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